O ella muere (17 page)

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Authors: Gregg Hurwitz

Tags: #Intriga, Policíaco

—¿Como por ejemplo?

—Como por qué carajo ando haciendo preguntas sobre Keith Conner; como déjate ya de preguntar… Mira, este tipo de investigación es incorrecta e ilegal. Mis contactos en la policía no pueden andar avasallando a la gente, sobre todo si es para hacerme favores a mí. Pero la cuestión es que, normalmente, nadie controla este tipo de cosas ni llega a detectarlas. En cambio, estas averiguaciones han sido detectadas. Todas. Y de inmediato, joder. Como consecuencia, mis chicos se llevaron una bronca y yo he salido escaldado. Alguien está vigilando esta mierda, y ya te digo yo que no es un publicista finolis de la productora. No. Están controlando desde dentro del departamento, o desde arriba. Bueno, ¿quieres contarme en qué coño te has metido?

Le conté más o menos la misma versión que acababa de exponerle a Julianne. La cara rubicunda de Punch se puso todavía más roja, lo cual facilitaba que le resaltaran los capilares rotos de las mejillas y de la carnosa nariz.

—Joder. —Se secó las manos en la camisa; uno de los faldones se le había salido del pantalón. Menos mal que él y Jerry no habían coincidido. Punch venía a ser el Walter Matthau de Jerry-Jack Lemmon—. Veo que estás volcado en el tema. Investigando, considerando posibilidades…

—Es como escribir, supongo.

—Sí, pero se te da bien.

Sonó una campanilla, y las puertas del ascensor se abrieron. Sentí un espasmo de temor. Pero apareció una mujer tirando de un crío que no paraba de berrear. Ella lo miraba muy ceñuda mientras le hablaba:

—Ya te he dicho que lo dejaras en el coche…

Aguardé a que se alejaran, saqué la minigrabadora y se la pasé. Punch la metió en la revista doblada y pulsó el botón. Aquella voz de nuevo:
Bueno… ¿preparado para empezar
?

—Un modulador de voz electrónico —especificó—. Ahora usan siempre esta mierda en las llamadas chungas.

—¿Es posible decodificarlo, o bien analizar la voz, el tipo de teléfono o cualquier otra cosa?

—No. Hay un criminalista de relumbrón que quiere participar en un espectáculo en el que intervengo como asesor. Para que demostrara su valía, le dejé usar la voz codificada con la que habían amenazado a un productor. Y no sacó una puta mierda. —Ladeó la revista, y la grabadora cayó en mi regazo—. Todo esto es demasiado para mí y para mi coeficiente intelectual. Teniendo en cuenta que tu situación telefónica no es segura, será mejor que no llames. —Alzó un dedo rechoncho, apuntándome—. Y tampoco me mandes e-mails. Una vez que abres esa mierda, incluso aunque la borres, queda una huella en el disco duro. Solo me falta que tu Gran Hermano siga tu rastro hasta mi ordenador.

—¿Cómo me pongo en contacto contigo, entonces?

—De ninguna manera. Es demasiado arriesgado. —Se pasó los dedos por los carrillos, observando mi reacción—. Si no te gusta, consulta con tu terapeuta o tu grupo de rehabilitación.

—Yo no estoy en Alcohólicos Anónimos.

—¡Ah, ya! Ese se supone que soy yo. —Se levantó, retorciendo la revista con una mano maciza, y me dedicó un encogimiento de hombros antes de alejarse—. Buena suerte.

Me lo decía de verdad; pero también quería decir adiós muy buenas.

* * *

El aula vacía resultaba tanto más impresionante dada su estructura de anfiteatro. Me detuve en el umbral y me asomé sin ninguna esperanza. El horario en el tablón de anuncios decía: 15.00 h: PROF. DAVIS, ELEMENTOS DE ESCRITURA CINEMATOGRÁFICA. Y el reloj decía: 15.47. Se me pegaban la camisa y los pantalones a causa del sudor, pues había hecho el trayecto desde el aparcamiento corriendo. Solté el maletín y me apoyé en la jamba para recobrar el aliento.

Mientras volvía atrás por el pasillo, habría jurado que algunos estudiantes me miraban de un modo raro. La secretaria del departamento me llamó cuando pasé frente a las oficinas.

—Profesor Davis, tengo ese expediente que me pidió.

A mí ya se me había olvidado la turbia solicitud que le había hecho para que me entregara el expediente de Bugayong. Entré en la oficina y reparé en la jefa del departamento, que estaba charlando con otros profesores junto a los casilleros de correo. La secretaria me tendió el expediente por encima de su escritorio con una sonrisa descarada. La doctora Peterson hizo un alto en su conversación para mirarme a mí y a la secretaria, con el expediente flotando aún entre ambos.

Bajé la voz sin darme cuenta al decirle:

—Gracias. Pero ya he resuelto el problema.

Le dediqué a la doctora Peterson un gesto tal vez más solícito de la cuenta y me retiré; el expediente quedó en las manos de la secretaria. Al cruzar otra vez el pasillo, no pude evitar mirar alrededor con nerviosismo. Un corrillo de estudiantes soltó risitas mientras yo pasaba.

Llamé a la puerta del diminuto despacho que compartía de modo rotatorio con otros tres auxiliares durante las horas no lectivas. No hubo respuesta. El último que había estado allí ya se había largado. Entré, cerré la puerta y, soltando el maletín, me senté ante el estrecho escritorio. Pocas cosas hay más deprimentes que un despacho compartido: una taza con manchas de pintalabios y lápices roídos dentro; algunos libros de texto pasados de moda; una talla barata de los tres monos sabios en las estanterías, por lo demás vacías, y un ordenador Dell del siglo pasado.

Accioné el cierre del maletín y lo abrí. El grueso fajo de guiones todavía por corregir me devolvió la mirada. Los saqué, me palpé los bolsillos y también detrás de las orejas, buscando un bolígrafo rojo, y por fin encontré uno en el cajón de abajo, junto a una magdalena mordisqueada. Serviría. Conseguí leerme un guión y medio hasta que me sorprendí trazando círculos en los márgenes, como los que indicaban en el plano de casa los dispositivos de vigilancia.

El ordenador necesitó dos buenos minutos para arrancar. Conectar con Internet todavía costó más. Después de morderme un rato la mejilla de pura impaciencia, me encontré en la página de Gmail, tecleando
patrickdavis081075
y el apellido de soltera de mi madre como clave. Dejé el dedo sobre el ratón, todavía dudando si hacer clic. Ellos habían dicho que me llegaría un mensaje a las cuatro de la tarde del domingo, o sea, pasado mañana. ¿Por qué me sentía entonces tan asustado?

Inspiré hondo y pulsé el ratón. El relojito de arena giró y giró.

Allí estaba: una cuenta de correo. Mi cuenta de correo. Esperándome con el buzón vacío.

Sonó un golpecito en la puerta, di un brinco y casi tiré al suelo el teclado. Salí de la cuenta a toda prisa, mientras la doctora Peterson entraba en el despacho.

—Patrick, tengo entendido que has tenido en los últimos días una conducta algo irregular.

—¿Irregular? —Moví disimuladamente el ratón y borré con un clic el historial del navegador.

—Retraso en una clase; no te has presentado a otra y has mantenido un altercado con un alumno en el pasillo.

—¿Cómo?

—Una discusión a gritos. La profesora Shahnazari te oyó soltándole improperios a un alumno…

—¡Ah! Eso fue…

Ella habló más alto que yo:

—Luego me entero de que has pedido el expediente de un estudiante. ¿Tal vez alguien te ha dado a entender que un adjunto puede revisar los documentos confidenciales de los alumnos?

—No. Fue un error solicitarlo.

—En eso coincidimos. —Sus labios, rodeados de arruguitas verticales, se comprimieron—. Espero que puedas mejorar en breve. Y entretanto, harías bien en recordar que la invasión de la privacidad no es algo que nos tomemos aquí a la ligera.

—No —asentí—, yo tampoco.

Capítulo 23

Limpia, la casa casi tenía peor aspecto. Eché una ojeada a los orificios de las paredes, a los pedazos de moqueta desencajados y a las bolsas de basura. Había recobrado su antigua apariencia, pero en una versión deteriorada. Mis Nike estaban junto a la puerta del ropero; parecía que Ariana no quería perderlas de vista. Y ella misma se había sentado en el diván con la gabardina al lado, encima de los almohadones rajados, como si la prenda fuera un amigo invisible.

Se había recogido el pelo en una cola y llevaba mi camiseta de los Celtics, la de la temporada 2008. Sostenía una copa de vino de color borgoña; sin duda, un Chianti. A ella le encantaban los tintos baratos, pero la copa balón le procuraba la sensación de estar bebiendo algo mejor. Puso los ojos en blanco y, sujetando el teléfono entre el hombro y el mentón, me hizo un gesto de bla, bla, bla con la mano libre.

—Si no te ha devuelto la llamada, no le mandes un SMS. Parecerá que estás desesperada. —Una pausa—. Estoy segura de que ha escuchado el buzón de voz, Janice. Al fin y al cabo le dejaste ayer el mensaje. Concédele el fin de semana.

Me detuve para asimilar aquella escena surrealista. Considerando los destrozos de la casa, el dispositivo adosado a la gabardina y la cita que teníamos en unas pocas horas junto a la alcantarilla, todo parecía estrafalario y doméstico a la vez.

—Oye, he de dejarte. Patrick acaba de llegar… Lo sé, lo sé. Todo saldrá bien. —Colgó, tiró el teléfono sobre los almohadones y, levantando la voz, dijo—: Así aprenderéis a escuchar, fisgones. —Esbozó una sonrisa cansada—. Probablemente se han suicidado en su furgoneta esos tipos. Por cierto… —Buscó en el bolso, sacó la cajetilla-inhibidor y pulsó el botón negro para dejar fuera de combate cualquier otro dispositivo que pudiera haberse regenerado desde la visita de Jerry.

—¿No le habrás contado nada a Janice?

—Por favor. Nuestros problemas no son nada en comparación con los suyos. Además, no sé muy bien cómo incluir este tema en una conversación informal.

—Lo has hecho de maravilla —dije—. Me refiero a la casa.

—Todavía parece un accidente múltiple —afirmó apartándose un mechón de la frente con un bufido.

Le di uno de los móviles de usar y tirar.

—He grabado ahí el número del mío. Me disgusta no poder hablar contigo cuando no estamos juntos.

Su expresión se modificó. Mis palabras habían quedado flotando en el ambiente; rebobiné y me di cuenta de lo que significaban para ella, para ambos. Unos pocos días antes, apenas nos hablábamos.

Me senté a su lado. Me ofreció la copa y di un sorbo.

—Resulta agradable que nos tratemos con amabilidad para variar —comentó.

—Deberíamos habernos buscado hace meses unos acosadores profesionales.

—Estaba aquí sentada, mirando nuestra casa. Todas las chorradas que contiene: pintura Dunn-Edwards; molduras
cavetto;
esa absurda lámpara de araña que compré en Cambria… Y he pensado que hace una semana todo tenía un aspecto perfecto. Y que era una mierda vivir aquí. Al menos la cosa resulta más auténtica ahora. Todo este estropicio… Así es como estamos.

Manteniendo una recatada distancia entre ambos, contemplamos el amasijo de cables de la pared, donde antes estaba la pantalla de plasma, mientras compartíamos la copa de vino y esperábamos a que llegara la medianoche.

* * *

Llevaba colgada del hombro la bolsa negra de lona, que abultaba lo suyo con todo el material dentro. Mientras estuvimos los dos plantados junto al bordillo, Ariana se cerró la chaqueta, cruzando los brazos, para protegerse del viento helado. A juzgar por la cálida luz amarillenta que se filtraba por las ventanas y persianas de nuestra casa, resultaba fácil olvidar lo destrozada que estaba por dentro. En cuanto a las demás casas y los apartamentos más próximos, dejando aparte alguna que otra luz en los porches, se hallaban sumidos en la oscuridad. Esa circunstancia, unida a una extraña interrupción del tráfico, daba lugar a que todo el vecindario pareciera abandonado.

—Tres minutos. —Estremeciéndose, Ariana levantó la vista del reloj del móvil para echar un vistazo a la boca de la alcantarilla—. Espero que sea lo bastante ancha.

Me acerqué, pisando un amasijo de hojas secas, y algunos trozos desmenuzados cayeron por la rejilla hacia la oscuridad. Subía un olor rancio junto con el aire cálido. Metí el extremo de la bolsa en el hueco del bordillo. Entraba justo, pero entraba.

Ari comprobó otra vez la hora, y me indicó:

—Aún no. —Llorándole los ojos a causa del frío, miró los balcones de los apartamentos de enfrente y luego la pendiente de Roscomare Road—. Me gustaría saber desde dónde nos están espiando.

Destrozando la calma reinante con el rugido del motor, pasó a toda velocidad un Porsche plateado. Nos echamos los dos atrás: Ariana alzó los brazos como si quisiera protegerse de una ráfaga de balas disparadas desde la ventanilla; y yo retrocedí un paso y casi tropecé con el bordillo. El conductor, un tipo con gorra de béisbol, parecía haberse enojado ante nuestra reacción exagerada; tampoco iba tan rápido. A mí, entre la descarga de adrenalina y la combinación de cafeína y falta de sueño, me zumbaba la cabeza. Volvimos a tomar posiciones. Poniendo un pie en un extremo de la bolsa, aguardé la señal de Ari.

¡Cómo había cambiado nuestra vida en cuatro días!

Las mariposas nocturnas se estrellaban contra la parpadeante farola, y se oía el canto de los grillos.

—Vale —me avisó ella—. Ahora.

Empujé. La bolsa se atascó hacia la mitad; luego cedió y pasó entera. Aguardamos para oír el impacto, pero lo que nos llegó fue un golpe seco y amortiguado. Un suave aterrizaje. Miré entre mis zapatos, a través de la rejilla, aguzando la vista para atisbar el bulto en la oscuridad.

Lo que distinguí antes de nada fue el blanco de los ojos.

Sentí un hormigueo por todo el cuerpo: en la nuca, costillas arriba, en el paladar… Pestañeé un instante, y al volver a mirar, los ojos ya habían desaparecido, igual que la bolsa de lona. Solamente me llegó un sonido apagado sobre el húmedo cemento del fondo: el leve latido de unos pasos mullidos que se alejaban por debajo de la calle.

* * *

Salí del baño con pantalón de chándal y camiseta, secándome todavía el pelo. Al quitarme la toalla de la cabeza, vi a Ariana en el umbral de nuestro dormitorio, sosteniendo su taza de manzanilla de todas las noches y la cajetilla-inhibidor.

—Perdona —se disculpó—. Ya no me gusta quedarme sola abajo.

Entre nosotros se había desarrollado con asombrosa rapidez una serie de normas tácitas: habíamos dejado de cambiarnos el uno frente al otro; si Ariana estaba en alguna habitación con la puerta cerrada, yo llamaba primero; y ella, mientras yo me duchaba, se mantenía alejada del dormitorio.

—Entonces no deberías quedarte sola abajo.

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