Como los rottweiler tiraban de las correas, nos despedimos de nuestra vecina, que sonrió y nos guiñó un ojo.
—Feliz Día de San Valentín, parejita —nos deseó.
Se nos había olvidado a los dos. Mientras ella se alejaba con los perros, se desdibujaron nuestras sonrisas postizas y nos miramos el uno al otro con cautela, todavía bajo la tensión de la conversación interrumpida. Nuestro aliento se condensaba y se confundía en el gélido aire.
—Lo que pasa… —Iba a resultar duro decirlo—. Lo que pasa es que ya no recuerdo la última vez en que me sentí significativo.
—Si es eso lo que buscas, ¿no crees que sería mejor encontrarlo en tu propia vida? —Su tono no era crítico ni áspero. Fue más bien el dolor que traslucía lo que me hizo bajar la mirada.
—Yo no he escogido esta situación —me defendí.
—Ninguno de los dos la ha escogido. Y no vamos a salir de ella si no mantenemos la mente clara y los ojos bien abiertos.
En la húmeda acera se veían lombrices, fláccidas e impotentes, retorciéndose como pálidos garabatos. Dimos media vuelta y subimos cabizbajos la cuesta. Cuando pasamos junto a la casa de Don y Martinique, nos separaban ya un par de pasos.
* * *
Las bolsas, rotuladas en vietnamita, dejaban escapar un intenso aroma a jengibre y cardamomo desde el asiento del acompañante. El calor que desprendían empañaba el parabrisas, así que tuve que abrir una rendija para que entrara el aire nocturno. Aunque Ariana y yo nos habíamos comportado educadamente al volver a casa, la discusión había deslucido nuestro entendimiento recién recobrado, y yo había hecho el gesto conciliador de ofrecerme para ir a buscar la comida.
Detenido ante el semáforo, el repetido tic-tic de mi intermitente parecía un eco de mi creciente desasosiego. Eché un vistazo hacia el otro lado, a la calle que subía en dirección opuesta a la mía. Reluciente bajo la lluvia, el rótulo de Kinko’s asomaba por detrás de una valla publicitaria de la iglesia. Estaba a media manzana. En realidad quedaba en la otra ruta que a veces tomaba para volver a casa; ni siquiera podía considerarse un rodeo. Calzaba botas, en lugar de las Nike; por lo tanto, mis acosadores no tenían por qué saber dónde me encontraba ahora mismo. Eché un vistazo al retrovisor y volví a mirar la calle. La valla de la iglesia proclamaba: LA OBRA DE CADA UNO SE HARÁ MANIFIESTA, un pasaje de la primera carta a los Corintios que me tomé como una señal.
El tiempo había ahuyentado de las calles a muchos angelinos, por lo general frioleros; por ello, retrocedí diez metros marcha atrás, crucé los carriles vacíos y giré a la derecha. Me pregunté si había sido ese mi verdadero motivo para ofrecerme a bajar solo al vietnamita, y tamborileé con los dedos en el volante para calmar mi creciente agitación. Reduciendo la marcha al llegar a la zona comercial, atisbé el oscuro interior del local con una mezcla de decepción y alivio. Cerrado. Asunto concluido.
Los limpiaparabrisas trabajaban a máxima velocidad, tratando de mantenerme despejada la vista. Estaba a unas travesías de casa cuando, siguiendo un impulso, hice un cambio de sentido, descendí por la ladera y di vueltas por las calles de Ventura, presa de una inquietud incontrolable. Finalmente, encontré un café nocturno con Internet.
Unos minutos más tarde, encajonado otra vez ante un ordenador de alquiler, envolviéndome un intenso aroma a café y el runrún de fondo de dos adictos a MySpace comparando sus
piercings
, inicié la sesión de mi cuenta de Gmail. Mientras se cargaba la página, tuve que concentrarme para regular mi respiración.
Nada, ningún mensaje de ellos. Solamente un anuncio de pastillas de Viagra con descuento y un mensaje spam de Barrister Felix Mgbada, solicitando con urgencia mi ayuda para enderezar los asuntos de su familia en Nigeria. Solté un resoplido y me eché atrás en la silla medio desvencijada. Cuando ya iba a cerrar el ordenador, entró con un pitido otro mensaje en el buzón. Sin asunto. Sabían que había abierto el correo.
Noté que se me humedecían las manos. Hice doble clic en el e-mail. Una única palabra:
Mañana
.
Me despertó el murmullo de la ducha, pero necesité unos instantes para orientarme. Arriba. En nuestra cama. Ariana se estaba arreglando.
Otro e-mail. Hoy.
No había lavado la ropa en toda la semana, así que la única prenda apropiada colgada en una percha era una camisa muy moderna de color salmón desteñido; la había comprado por un dineral en una
boutique
de Melrose para asistir a un estreno al que mi agente me había invitado una semana después de vender el guión. En aquel momento yo no era tan guay ni tenía dinero suficiente para permitírmelo.
Y ahora era menos guay aún y estaba más pelado que entonces; por eso, me habría dado vergüenza ponérmela si la inquietud ante el inminente mensaje no hubiese borrado cualquier otra emoción.
Ya en mi despacho, sintiendo náuseas de pura tensión, encendí el ordenador y abrí la cuenta de correo. Aunque no estuviera dispuesto a abrir un e-mail desde mi ordenador, al menos podía ver si había alguno esperándome en el buzón. Pero no, nada. Pulsé «Actualizar» por si había correo nuevo. Y luego una vez más. Escribí unas frases para la clase de esa mañana y enseguida volví a mirar la pantalla. Nada.
El ruido de la ducha cesó. Sentí un acceso de incomodidad. Con la esperanza de que los guiones de los alumnos resultaran más distraídos, saqué uno del montón cada vez más abultado. Lo leí, aunque sin retener prácticamente nada. Lo intenté con el siguiente, pero no conseguí encontrarle ningún interés. Peor: ya no captaba el sentido. Palabras en una página. ¿Cómo iba a considerar interesante una trama inventada si tenía una real a mi alcance: a solo un e-mail de distancia?
Manipulé el ratón y volví a mi bloc de notas. Fui al ratón de nuevo. «Actualizar.» Ninguna novedad. Dando golpecitos con el bolígrafo en el bloc, me concentré una vez más en la preparación de la clase e intenté interesarme en el tema: el desarrollo de los personajes.
Ariana asomó la cabeza en el despacho.
—Ya estoy del baño. Todo tuyo.
Me apresuré a cerrar la página del correo.
—Estupendo. Gracias.
—¿Te apetece desayunar conmigo? Como estamos durmiendo en la misma habitación, me parece que somos lo bastante íntimos para compartir una magdalena.
—De acuerdo. Bajo enseguida —acepté sonriendo.
—¿Qué estás haciendo?
Eché un vistazo al bloc, casi totalmente en blanco, y respondí:
—Terminando un trabajo.
* * *
—¿Es que tienes una aventura? —Mientras caminábamos por el pasillo, Julianne le puso la mano en la nuca a un alumno para apartarlo de nuestro camino.
Yo estaba casi sin resuello, porque acababa de subir corriendo del laboratorio de informática, donde había entrado en mi cuenta de Gmail y me había pasado los quince minutos anteriores a la clase mirando el buzón vacío. Aún notaba las mejillas encendidas.
—No. ¿Por qué?
Ladeó la cabeza, estudiándome.
—Estás radiante.
—Mucha excitación últimamente.
Hice mención de alejarme, pero Julianne me llevó aparte, lejos del tumulto típico de los lunes, y bajó la voz:
—He hecho averiguaciones sobre ese contacto con los medios. Es una mujer. Incluso he localizado a varios productores que han pasado todo el proceso con ella.
Me costó un momento comprender de quién hablaba: de la persona de la CIA que leía los guiones de cine para ver cuáles merecían la ayuda de la agencia.
—Vale. Gracias, pero…
—Aunque no todos los productores consiguieron que aprobase sus guiones, ninguno discute su integridad. La localicé por teléfono. Le dije que estaba escribiendo un artículo sobre el proceso de aprobación, bla, bla, bla. Mencioné tu guión, y ella no se abstuvo de responder. Me dijo que no había pasado el filtro de sus subordinados. Me dijo también que, como la mayor parte de los guiones que evalúa, el tuyo no ofrecía una imagen de la agencia que los impulsara a colaborar en la película. Pero no había ninguna pasión en sus palabras. ¿Cuál es mi conclusión? A menos que se merezca un Oscar de interpretación femenina, a nadie de la CIA le interesa una mierda
Te vigilan
, o no más de lo que podría esperarse. Dudo mucho que ellos estén detrás del asunto que tienes entre manos.
—Ya. —Recordé a Doug Beeman sobre la moqueta desastrada, mirando la pantalla y sollozando de alivio—. Creo que ya había llegado a la misma conclusión.
Julianne consultó la hora, masculló una maldición y echó a andar hacia atrás por el pasillo.
—Así pues, te quedan todas las demás posibilidades abiertas.
* * *
ELLA NECESITA TU AYUDA.
El mensaje, destacando sobre el fondo oscuro de la pantalla, consiguió que se me encogieran las entrañas. El diminuto despacho del departamento parecía incluso más angosto de lo normal; el aire de la rejilla de ventilación olía como los cubitos de hielo de una nevera averiada, y la persona que había pasado allí las últimas horas había dejado un hedor a café revenido.
Mientras las letras en negrita se desvanecían, comprobé mi videocámara Canon, que había enfocado hacia el monitor Dell. No se veía la luz verde. El maldito trasto no estaba grabando.
Le di un golpe con la mano, pero ya había surgido una nueva imagen: una fotografía tomada de noche de una casa prefabricada, en la que se percibía el destello del
flash
de la cámara en las ventanas. En el interior, se veía la silueta de una mujer —de pelo rizado, recogido en un moño—, sentada en un sofá mirando la tele. Afuera, en la parte delantera, dos sillas ocupaban la estrecha franja de césped del patio, y un gnomo de adorno vigilaba con aire travieso.
Mis ojos iban frenéticamente de la videocámara al monitor. Después de probarla esa misma mañana, la había perdido de vista solo en un par de momentos: en el coche, cuando me había detenido para ir a buscar un café, y en la sala de profesores, al bajar al laboratorio de informática. Debían de haber inutilizado el programa de grabación para impedirme que filmase el mensaje.
Dejé la cámara en el escritorio y busqué un lápiz. Había uno roto en la taza de café. Al hurgar con la otra mano en el maletín y sacar mi bloc de un tirón, esparcí varios guiones por el suelo. Todo ello sin quitar los ojos del monitor, no fuera a ser que me perdiera algo. Apoyé el lápiz partido sobre el bloc, dispuesto a escribir. Aquella silueta borrosa de la mujer en el sofá…
Ella necesita
… ¿Quién demonios era ella?
Una nueva toma mostraba la fachada de nuestra casa. Una foto estándar, como de agencia inmobiliaria.
Entonces llamaron con los nudillos a la puerta del despacho.
—¡Un segundo! —grité, quizá demasiado alto.
—¿Eres tú, Patrick? —respondió una voz femenina—. Este no es tu turno. Mis horas de oficina han empezado hace cinco minutos.
La siguiente fotografía, también una escena nocturna iluminada con
flash
, mostraba la roca artificial junto al sendero de acceso, donde solíamos esconder la copia de la llave de casa.
El corazón me palpitaba.
—Está bien, perdona. Salgo en un minuto.
Y ahora se veía una llave de coche en el césped, justo al lado de la roca artificial. Habían desencajado un poco la roca, dejando la llave ladeada en el agujero. Entorné los ojos para examinar la cabeza plástica e identifiqué la insignia de Honda.
Volvió a sonar la voz detrás de la puerta, ahora con más educación, tratando de disimular una irritación creciente.
—Te lo agradecería. Ya sabes que disponemos de un tiempo limitado para usar el despacho.
Claro que lo sabía. Pero no tenía más que diez minutos entre las clases de la tarde; por consiguiente, no me daba tiempo de bajar al laboratorio y había creído que mi colega no se presentaría.
En la siguiente imagen se veía mi gorra de los Red Sox tirada sobre nuestra cama: una foto tan cruda como las que se toman como prueba en el escenario de un crimen. Noté el frío del aire acondicionado en la sudada nuca. En la fotografía, las paredes de nuestra habitación no estaban reventadas, así que había sido tomada antes de la noche del jueves. Me saqué del bolsillo el móvil y lo encendí; el logo de Sanyo tardaba en cargarse.
—Estoy recogiendo. Dame un segundo. —Sujeté en alto el móvil mientras iba recorriendo el menú, para abarcar de un vistazo el monitor y la pantalla del teléfono. Apretando botones como un loco, logré llegar al modo cámara y pulsé «Grabar».
En el ordenador, cobró vida un vídeo QuickTime: la perspectiva de un conductor a través del parabrisas, habiendo situado cuidadosamente la lente para que no apareciera en el encuadre ni un centímetro del salpicadero o del capó, y el runrún de un motor. La imagen estaba tomada a poca altura: un coche —ni un camión ni un todoterreno—, saliendo de un aparcamiento conocido (Facultad de Northridge, plaza B2). La grabación progresó en avance rápido: el coche pasaba rápidamente semáforos y doblaba esquinas, junto a otros coches también lanzados.
Mis ojos iban y venían de la pantalla real a la imagen de esta en la cámara del móvil. Quería asegurarme de que el Sanyo estaba grabando la secuencia.
Un golpe irritado en la puerta: un golpe seco, en lugar de una simple llamada. Oí el tintineo de las llaves que debía de tener en la mano.
—Patrick, esto ya pasa un poquito de la raya. ¿No tienes una clase ahora, de cualquier modo?
—Sí. Perdona. Dame dos minutos. Dos.
El móvil soltó un pitido y la cámara se apagó: tenía una memoria limitada y solo grababa fragmentos de diez segundos.
A un par de travesías del campus, el conductor se detuvo en un callejón sin salida, situado entre el restaurante chino y una tienda de vídeo. Junto a un contenedor de basura, se veía por detrás un viejo Honda Civic aparcado. La pantalla se quedó en negro. Al cobrar vida de nuevo, el conductor ya no estaba en el coche; había suprimido el momento en que se bajaba para que yo no pudiera atisbar siquiera la puerta del vehículo.
Una aproximación al Honda cámara en mano: la imagen oscilaba adelante y atrás. Sin quitar los ojos del monitor, forcejeé con el móvil, pulsando botones a tientas, de memoria, para activar otra grabación de diez segundos. Un vistazo rápido me reveló que había conseguido empezar una partida de Tetris.
Dejé caer el móvil en mi regazo con irritación, mientras se redoblaban los golpes en la puerta.