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Authors: Gregg Hurwitz

Tags: #Intriga, Policíaco

O ella muere (22 page)

El encuadre se centró en el Honda. Más cerca. Cuando comprendí qué estaba enfocando con el zum, sentí un escalofrío: la cerradura del maletero.

Sentí una oleada de mareo y se me nubló la visión.

En la pantalla apareció otra serie de mensajes, que surgían y se desvanecían enseguida. Los leí aturdido, casi sin respirar.

18.00 h. NI ANTES. NI DESPUÉS.

VE SOLO.

NO SE LO DIGAS A NADIE.

SIGUE TODAS LAS INSTRUCCIONES.

O ELLA MORIRÁ.

Fundido en negro. La ventana de la cuenta de correo se cerró por sí sola. Me eché atrás en la silla, recorriendo con mirada ausente el deprimente despachito. En el pasillo, oí un taconeo que se alejaba con paso airado. Luego quedó el silencio y mi respiración entrecortada.

Capítulo 28

—Ya sé que algunos de vosotros estáis empezando a impacientaros. Me encargaré de vuestros guiones esta semana.

—Eso mismo dijo la semana pasada —gritó alguien desde el fondo del aula.

Eché una ojeada al bloc, repasando mis notas. Aparte de las tres frases que había garabateado esa mañana, la página estaba vacía. Por el contrario, yo seguía viendo aquellas letras fantasmales, surgiendo y desvaneciéndose sobre el fondo negro:

SIGUE TODAS LAS INSTRUCCIONES. O ELLA MORIRÁ
.

¿Conocía a la mujer del sofá? ¿O era una desconocida a la que se suponía que iba a ayudar, como a Doug Beeman? ¿Estaba encerrada en el maletero del Honda? ¿Viva? Y en ese caso, si querían que la ayudase, ¿por qué tenía que esperar hasta las seis de la tarde? El miedo había regresado, más negro y definido que antes, borrando de un plumazo la estúpida excitación que había teñido mi encuentro con Beeman. La trama de huida y expiación que me habían presentado había virado con brusquedad para entrar en un terreno de vida o muerte.

El reloj del fondo del aula marcaba las 16.17 horas, y la clase concluía en treinta minutos. Tendría el tiempo justo para ir corriendo a casa, coger la llave y la gorra de los Red Sox y llegar al callejón. Aunque se me pasaban por la cabeza docenas de alternativas, no podía considerarlas seriamente. Mis actos determinarían si aquella mujer sobrevivía o no.

Uno de los alumnos carraspeó bien alto.

—Muy bien —dije recapitulando—. El diálogo… El diálogo debe ser sucinto y… mmm, apasionante.

Mientras pensaba que yo mismo estaba ejemplificando ese principio de una manera muy pobre, abarqué de una ojeada la clase y vi a Diondre en la última fila. Creí detectarle un atisbo de decepción en el rostro. Me esforcé para concentrarme otra vez en mi disertación, tratando de mantener el tipo. Ya empezaba a recuperar el hilo cuando oí que se abría y se cerraba la puerta.

Sally había entrado en la clase y se había quedado en un lado, apoyando la espalda en la pared; la funda de la pistola le asomaba llamativamente por debajo del desastrado abrigo. Le eché un par de miradas, que ella me correspondió con una sonrisa amigable. Había vuelto a perder el hilo con la interrupción, y la página casi en blanco no me ofrecía ninguna ayuda. Miré el reloj. Faltaba una hora y treinta y cinco minutos para que empezase el espectáculo.

—¿Sabéis qué? —planteé—. ¿Por qué no terminamos hoy más pronto?

Recogí mis notas y me dirigí a la puerta. Al acercarme, Sally se fijó en mi camisa de color salmón desteñido.

—Bonita camisa —comentó—. ¿Las hacen para hombre?

Valentine esperaba detrás de la puerta. La impaciencia me impidió aguardar a que acabaran de salir cansinamente todos los alumnos, así que arrastré a los dos detectives al pasillo y me los llevé aparte.

—¿Qué sucede? —inquirí.

—¿Hay algún sitio donde podamos hablar? —preguntó Sally.

—Mi oficina no está disponible a esta hora. Quizá en la sala de la facultad…

—Hay dos profesores —dijo Valentine. Sonó un zumbido en el bolsillo de su camisa; sacó una Palm Treo y la silenció.

—¿Han ido allí? —Nervioso, eché un vistazo alrededor. La doctora Peterson pasaba en ese momento por la intersección con el otro pasillo, hablando con un alumno—. Solo me falta que me vean mientras me interroga la policía en horas de trabajo…

—No lo estamos interrogando —se defendió Sally—. Pero queríamos ver cómo iba todo. Y hemos creído que aquí más bien le halagaría llamar la atención.

Peterson no se detuvo ni dejó de hablar con el alumno, pero nos siguió con la mirada hasta que se perdió de vista. Según mi reloj eran las 16.28. Necesitaba recoger la llave antes de localizar el Honda y ver qué —o quién— había en el maletero. Si no me ponía pronto en marcha, no llegaría a las seis de la tarde.

Notaba la camisa sudada. Resistí el impulso de secarme la frente con la manga.

—Está bien —murmuré—. Gracias. Gracias por interesarse.

—No hemos montado ningún número en la sala de profesores —aseguró Sally—. Aunque una de sus colegas, debo decirlo, se ha mostrado muy solícita.

—Julianne.

—Sí. Una mujer muy atractiva.

Valentine chasqueó la lengua y afirmó:

—Es hetero, Richards.

—Gracias por recordármelo. Así ya no me fugaré con ella a Vermont. —Se ajustó el cinturón, sacudiendo sus arreos—. Ahora bien, cuando tú dices que Jessica Biel está buena, ¿acaso te recuerdo que a ella no le gustan los negros avejentados y de panza blandengue?

—¿Yo tengo panza blandengue? —Valentine frunció el entrecejo.

—Espera cinco años y verás. —Observó la tensa sonrisita de su compañero—. Sí, eso es. Cuidado con mi lengua afilada.

Eché otra mirada furtiva al reloj. Al levantar la vista, vi que Sally me estudiaba con sus inexpresivos ojos.

—¿Llega tarde a alguna parte?

—No. —Tenía ganas de vomitar—. No, no.

—Vale, lo hemos entendido a la primera —murmuró Valentine.

—Esta mañana nos hemos pasado por su casa —dijo Sally—. Todas las cortinas estaban corridas, y su esposa apenas ha entreabierto la puerta. Como si hubiese algo dentro que no quisiera que viéramos. ¿Es así?

Claro: las paredes destrozadas, la moqueta arrancada, los enchufes desmontados, en fin, el tipo de estropicio que un esquizofrénico paranoide podría hacer con una caja de herramientas si se le dejara a su aire.

—No —repliqué—. Estamos un poquito susceptibles con la idea de que puedan vigilarnos. No la culpe. ¿Por qué han ido a casa?

—Nos llamó su vecino.

—¿Don Miller?

—El mismo. Dijo que ustedes estaban actuando de un modo extraño.

—Primera noticia.

—Se oían golpes procedentes de su casa, las persianas cerradas… Y le pareció también que tiraron algo por la alcantarilla hace un par de noches.

—¿Un cadáver tal vez? —insinué.

Esperó con paciencia, mientras yo me esforzaba en fingir una expresión divertida, y por fin expuso:

—He venido para asegurarme de que no me entendió mal en nuestra última conversación. «Manténgase alerta» quiere decir manténgase alerta y no se ponga a hacer de espía, como en el
Juego del halcón
, hasta que acaben pegándole un tiro.

La sonrisa se me quedó estática.
NO SE LO DIGAS A NADIE
, me habían advertido,
O ELLA MORIRÁ
. Pero de momento estuve a punto de ceder, de vomitarlo todo: el e-mail, la llave, el maletero del Honda… ¿No tendría la policía más probabilidades que yo de salvar a aquella mujer? Lo único que debía hacer era abrir la boca y pronunciar las palabras justas. Antes de que me decidiera a hacerlo, un móvil soltó la musiquilla de Barney.

Sally suspiró, reacomodando su considerable volumen.

—Al niño le gusta, qué le vamos a hacer. Una humillante concesión de madre entre otras muchas. —Se apartó para atender la llamada.

Valentine frunció los labios, volvió la cabeza para echar un vistazo y se me acercó un poco más, como si quisiera decirme algo a pesar de que no debía.

—Escuche, amigo. Una cosa que aprendí en el Ejército es que la mierda solo trae más mierda. No podría ni decirle la cantidad de tipos que hemos encerrado por dar un paso equivocado, y luego otro, y otro más. —Se alisó el bigote. En sus ojos —castaños— vislumbré el cansancio de la experiencia, una sabiduría que sin duda preferiría haberse ahorrado.

Sally regresó apresuradamente y le dijo:

—Tenemos un 211 en Westwood. Hay que largarse. —Se volvió hacia mí—. Si está metido en un lío, podemos echarle una mano. Ahora. Pero si nos mantiene al margen, cuando las cosas se pongan feas, ya no podremos. Porque para entonces usted será parte del problema. Diga: ¿hay algo que quiera contarnos?

Tenía la boca seca. Tomé aliento.

—No —respondí.

—¡Vamos! —Le hizo un gesto a Valentine con la cabeza y salieron al trote por el pasillo. Todavía se volvió una vez.

—Tenga cuidado —me advirtió—, donde sea que vaya con tanta prisa.

Capítulo 29

Entre la masa borrosa de vehículos que pasaban zumbando, distinguí el Honda aparcado en el callejón del otro lado. Corrí a casa a buscar la llave y la gorra de los Red Sox, y regresé con dos minutos de antelación. En el trayecto me había convencido varias veces de que debía desviarme y acudir a una comisaría, pero la imagen de la mujer sentada en el sofá me espoleaba a mantener las manos en el volante y el pie en el acelerador. No era más que una vaga silueta en una fotografía que apenas había entrevisto, pero la mera idea de que ella desapareciera, o sufriese, o sintiera terror simplemente porque yo no me había arriesgado, me resultaba insoportable.

Ahora que estaba allí, no obstante, mirando desde mi coche el maletero del Honda, no tenía las cosas tan claras. Saqué del bolsillo la hoja que había escrito, la desdoblé y la releí: «Recibí un e-mail anónimo en el que se me indicaba que viniera a buscar este coche y que, si no, moriría una mujer. La llave estaba escondida junto a la roca artificial del jardín de mi casa. No sé lo que hay en el maletero, ni sé adónde me llevará todo esto. Si pasara algo malo, póngase por favor en contacto con la detective Sally Richards de la comisaría oeste de Los Ángeles».

Naturalmente, si me pescaban cometiendo alguna infracción, pensarían que era culpable y que había escrito la nota para cubrirme las espaldas. Pero pese a ello, más valía eso que nada.

Quedaban dos minutos. Sentía la columna clavada al asiento. El reloj digital —uno de los pocos accesorios del salpicadero que no había machacado— me devolvía la mirada impertérrito. El último minuto pareció durar una eternidad, y sin embargo, yo tenía la sensación de que se me agotaba el tiempo. Me habían hecho responsable a mí. Si ella moría, sería como si la hubiera matado yo. Pero ¿valía la pena arriesgar mi vida por una mujer a la que ni siquiera conocía?

SIGUE TODAS LAS INSTRUCCIONES. O ELLA MORIRÁ
.

El reloj marcó la hora.

Bajé del coche. Sentía un hueco en el pecho. Crucé corriendo y me detuve un instante en la boca del callejón para serenarme. Pero no había tiempo.

Llegué junto al Honda Civic —relativamente limpio, algunas manchas de barro, neumáticos no muy gastados—, un coche corriente en todos los sentidos. Excepto en uno: no tenía matrícula. Pegué el oído al maletero, pero no percibí nada.

No había nadie al fondo del callejón, ni tampoco a mi espalda, acercándoseme. Solo oía el runrún del tráfico y de la gente que pasaba abstraída en sus propias cosas. Metí la llave en la cerradura. La tapa del maletero se liberó con una sacudida. Inspiré hondo, la solté y me eché hacia atrás mientras se abría.

Una bolsa de lona. Mi bolsa de lona: la misma que había tirado por la alcantarilla. Estaba hasta los topes y en los lados se marcaban bloques rectangulares.

Me agaché, poniéndome las manos en las rodillas, y solté todo el aire. La cremallera cedía con dificultad y, tras una pausa desquiciante, la abrí del todo.

Me quedé patidifuso aspirando el penetrante olor del dinero. Fajos y fajos apilados de billetes de diez dólares. Y encima, un mapa y una ruta trazada con un rotulador rojo conocido.

* * *

En metálico, 27.242 dólares parecen muchísimo más. Cuando los ves en billetes de diez atados en fajos de cincuenta, parecen medio millón. Estacionado al fondo del aparcamiento de un súper cercano, conté el dinero. Los fajos no se acababan nunca; todos iguales, salvo alguno de ellos compuesto con billetes de distinto valor. Si las películas no mentían, los billetes de diez no podían rastrearse, o al menos eran mucho más difíciles de rastrear que los de cien o los de veinte. Lo que podía deducirse de ello era tan inquietante como todo lo demás.

El Honda había resultado ser tan inescrutable como la voz distorsionada del teléfono, pues no había documentos en la guantera ni ninguna otra cosa, ni tampoco nada escondido bajo las alfombrillas. Hasta la plaquita del número de identificación del vehículo había sido destornillada del salpicadero.

No cesaba de examinar el mapa. La línea roja partía de la entrada de la autopista más cercana, serpenteaba hacia el este por la 10 a lo largo de unos doscientos cincuenta kilómetros, y acababa en Indio, un pueblo cochambroso del desierto, al este de Palm Springs. Pegado junto al final del recorrido, había un recuadro de papel (sin duda, salido de mi impresora) con una dirección. Debajo, habían escrito a máquina: 21.30 h. Si no encontraba tráfico, llegaría más o menos a esa hora. Por supuesto era la intención: el tiempo justo para reaccionar.

Un camión pasó por mi lado, reduciendo la marcha, y yo me apresuré a cerrar la cremallera. Permanecí unos instantes con las manos en el volante. Luego llamé a Ariana con aquel móvil chungo de prepago. Como de inmediato saltó el buzón de voz en el modelo idéntico que le había entregado, marqué el número del trabajo. Probablemente estaba pinchado, pero no tenía otro modo de localizarla.

—No volveré a casa —dije con cautela— hasta muy tarde.

—¿Cómo? —Al fondo se oía el gemido del torno. Alguien le gritó algo, y ella respondió secamente—: Dame un segundo. —Luego continuó—: ¿A qué viene esto?

¿Habría olvidado que solo podíamos hablar abiertamente por los móviles?

—Es que… he de ocuparme de un asunto.

—¿Ahora que estábamos volviendo a encarrilar las cosas me vuelves a salir con estas? ¿Otra sesión doble después del trabajo, o cualquier cosa con tal de no volver a casa?

¿Estaba haciendo comedia porque no hablábamos por una línea segura? Y en ese caso, ¿cómo podía indicarle que en realidad había un problema?

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