—¿Quién lo atacó? —preguntó DeWitt.
—No lo vi. Y no sé ningún nombre.
—Pero no lo han matado. Lo cual significa que debe de tener algo que les interesa.
—No. No les interesa verme muerto, lo cual es distinto. Soy el cabeza de turco del asesinato de Keith Conner. Si yo muero, resultará sospechoso.
—¿Y esto no es sospechoso?
—Desde luego que sí. Me hace parecer sospechoso. Por eso estoy bajo arresto.
—Escuche bien, capullo —soltó Verrone. Esta vez no cabía duda de qué estaba hablando. Tampoco quedaban demasiadas dudas sobre cuál de los dos iba a hacer de poli malo. Se sacó del bolsillo de la chaqueta una bolsa de pruebas: el cuchillo de carnicero oscilaba en su mano—. Queremos que nos explique por qué llevaba esto encima. Y también qué coño andaba haciendo en casa de Keith Conner.
—¿Capullo?
—¿Sabe cómo se hierve una rana, Davis?
—Me sé esa historia —afirmé—. No puedes tirarla al agua caliente porque escapará de un salto. Así que la metes en una olla de agua fría sobre el fogón y vas subiendo la temperatura, grado a grado. Tan gradualmente, que la rana no se entera, y se queda allí hasta acabar cocida. Y por si aún no me había dado cuenta de lo jodido que estoy —abarqué la angosta habitación con un gesto, y la esposa tintineó—, ahora es cuando usted me dice que yo soy la rana.
Habría jurado que DeWitt lo encontró divertido.
Verrone se levantó de golpe, y la silla se volcó hacia atrás. Después de tanta inmovilidad, el gesto resultaba intimidante. DeWitt se incorporó y se volvió hacia él. Verrone me estudió con la mandíbula apretada, me apuntó con un puño y me amenazó:
—Se va a ganar uno de estos gratis.
DeWitt se me acercó y resopló desde lo alto.
—Hasta aquí hemos llegado. Esta vez no se nos va a escabullir. Todo el mundo está de acuerdo. Desde la fiscal del distrito hasta el jefe del departamento. Tiene que desembuchar. ¿Por qué estaba en casa de Keith?
Aunque agaché la cabeza, aquella sombra enorme ejercía su presión sobre mí. Notaba el calor que desprendía su cuerpo. El CD estaba en alguna parte. Ariana también, muerta de miedo. Y yo entre rejas, incapaz de ayudarla. Si hablaba, la matarían.
—Quiero un abogado —dije.
DeWitt suspiró y dio un paso atrás.
—¡Vaya! —exclamó Verrone—. Quiere ponerse en ese plan. —Se dio media vuelta, indignado—. Me voy a mear.
Salió, y DeWitt y yo nos quedamos solos. Muy nervioso, miré el espejo polarizado.
—Tiene que permitirme que consulte con un abogado —pedí.
—Claro. —DeWitt dio otro paso atrás. Había en su enorme y simpático rostro una mueca de decepción, como si me hubiera pillado en el asiento trasero con su novia—. Claro que sí. Déjeme que se lo explique al jefe.
Salió, dejando la puerta algo entornada, apartó un montón de carpetas y se sentó en el borde del escritorio, que se resintió. Abarcaba por completo el auricular con la manaza.
—¿Sí, jefe? Estoy con Davis en la sala cinco. Solicita un abogado… Sí, he dejado de interrogarlo de inmediato… Lo sé, lo sé. —Chasqueó los labios—. ¿Mucho tráfico? Pues tendrá que esperar mientras llega el abogado. Aunque la celda está hasta los topes con esa pandilla de matones que acaba de traer la división urbana. —Volvió la vista —ojos de color azul— hacia mí, como evaluándome—. Oiga, es un tipo de clase media. No creo que quiera mezclarse… —Asintió. Y otra vez—: Está bien. Lo sé. No se hace una idea de lo mucho que podríamos ayudarlo si estuviera dispuesto a hablar… ¿Cómo? No, no creo que sepa que usted considera un incompetente al detective Gable… Exacto, los árboles no le dejan ver el bosque. Si Davis nos guiara en este embrollo, quizá llegaríamos a alguna parte, pero él cree que ya hemos rebasado ese punto. Una lástima, porque algo me dice que es un tipo decente metido en un asunto que le sobrepasa. En fin, no nos deja alternativa… De acuerdo. De acuerdo.
Colgó.
—Fantástica actuación —dije.
Se sentó en la silla del escritorio y revolvió unas carpetas. Lo miré a través de la rendija de la puerta, pero él no levantó la vista.
—No puedo hablar con usted —musité.
Él se volvió y llamó a alguien que quedaba fuera de mi vista.
—Murray, necesitamos un impreso de traslado para Davis.
—Mi esposa —dije—. Mi esposa podría estar…
Miró por la rendija.
—Perdón, ¿hablaba conmigo?
—¡Venga ya!
—¿Está dispuesto a seguir hablando conmigo sobre lo sucedido, incluso en ausencia de su abogado?
Miré hacia el espejo, para que quedase grabado.
—Sí.
Entró de nuevo y cruzó los brazos.
—No puedo contarle nada útil. —Hizo amago de marcharse otra vez—. Espere, espere un segundo. No es que pretenda marearlo. Mi mujer está en peligro.
—Cuéntenos lo que sabe y nosotros nos ocuparemos de ello. Si su esposa corre peligro, la protegeremos.
—Usted no lo entiende. Ellos quieren…
—¿Qué?
—Creen que tengo algo.
—¿Qué? Nos es imposible ayudarlo si usted no nos deja.
—La matarán, ¿entiende? La matarán si les cuento algo.
—Nadie ha de enterarse de lo que nos cuente. —Ante mi silencio, probó otro enfoque—. ¿Quiénes son «ellos»?
—No lo sé.
Los ojos le brillaron con intensidad.
—¿Dónde está su esposa?
—La tienen ellos, precisamente.
—Está bien, está bien —dijo para calmarme—. Lo primero es lo primero. No puede contarnos nada sin poner en peligro a su esposa. Así que vamos a encargarnos de localizarla nosotros.
—No la encontrarán.
—Encontrar gente es nuestro trabajo. Ahora, dígame, cuando la hayamos encontrado, ¿confesará? —Me miraba con serenidad, sin parpadear—. Quiero su palabra.
—De acuerdo —acepté—. Si la encuentran. Y si hablo con ella, para comprobar que está bien.
Levantó la vista hacia el espejo, asintiendo con energía. Una orden para pasar a la acción.
—Tendré que hacerle esperar aquí. ¿Necesita ir al baño?
—No. Sobre todo, que no sufra ningún daño.
—No se vaya. —Una suave sonrisa. Salió y cerró la puerta.
Me estiré en el banco y traté de calmar el martilleo que notaba en la cabeza. Debí de quedarme dormido, porque cuando se abrió la puerta y entró Verrone atisbé el reloj de pared por encima de su hombro. Eran las ocho y cuarto.
DeWitt estaba tras el escritorio de la habitación contigua, sujetando el teléfono con el hombro y apoyando la cabeza en una mano. Muy nervioso.
Verrone fue a buscar la silla del rincón y la arrastró para sentarse frente a mí. Me incorporé frotándome los ojos.
—¿Qué? ¿La han encontrado?
En la otra habitación, DeWitt se reclinó en la silla y puso los pies en el escritorio. Tenía en las manos varias fotos de ocho por diez, pero yo las veía por detrás.
Oí que decía furioso por teléfono:
—Ya lo sé, pero necesitamos que venga el psiquiatra ahora mismo.
Verrone le echó una mirada irritada, y él alzando una mano en señal de disculpa, bajó la voz. Luego Verrone se volvió hacia mí. Su actitud había cambiado por completo. Se inclinó como si fuese a cogerme la mano. Frunció los labios y entre los ojos se le formó un pliegue: una expresión de empatía, de interés. Mis temores se dispararon bruscamente.
—¿Qué? —salté—. Dígame.
—Un excursionista ha encontrado a su esposa…
—No. —Mi voz sonó irreconocible—. ¡No!
—… en un barranco de Fryman Canyon.
Lo miré fijamente, sin sensaciones, sin pensamiento.
—No.
—Lo siento —murmuró—. Está muerta.
La foto forense, un primer plano de Ariana, temblaba en mis manos. No soportaba semejante visión, pero no podía dejar de mirarla. Tenía los ojos cerrados, y la piel, de un gris antinatural; sus oscuros rizos, esparcidos entre la hierba seca. Como me había negado a creerlo, Verrone había traído la prueba. Mi esposa, muerta en un barranco.
Me salió una voz tenue, lejana:
—¿Cómo?
Verrone meneó la cabeza.
—¿Cómo?
—Apuñalada en el cuello. —Se humedeció los labios, incómodo—. Usted es sospechoso, obviamente, pero estoy dispuesto a concederle el beneficio de la duda hasta que sepamos la hora de la muerte y todas las pruebas. —Tiró de la foto y, por fin, la solté—. Mi esposa… Yo perdí a la mía por culpa de un conductor borracho. No hay… —Se agachó y se estiró la pernera de los vaqueros; el bigote le osciló—. No sirve de nada lo que se diga. —Ladeó la cabeza con aire respetuoso—. Lo siento.
Apenas captaba sus palabras.
—Pero si estábamos empezando… —Me ahogaba con mi propia respiración—.… a arreglar las cosas.
No pude continuar. Me di la vuelta hacia la pared y me llevé los puños a la cara; quería comprimir mi pecho, mi cuerpo, endurecerme hasta convertirme en una roca desprovista de sensaciones. Si no me desmoronaba, si no lloraba, no sería cierto. Pero lo hice. Lo cual significaba que sí lo era. Me eché hacia delante, manteniendo la muñeca ridículamente esposada detrás. Notaba en el hombro el cálido tacto de la mano del policía.
—Respire —decía—. Una vez. Luego otra. Eso es lo único que ha de hacer ahora.
—Los encontraré. Los encontraré, joder. Tienen que sacarme de aquí.
—Lo haremos. Lo acabaremos resolviendo, ya verá.
Pero yo ya me imaginaba cómo acabarían las cosas. La voz electrónica había diseñado el plan:
Eres un tipo perturbado. Tal vez también podrías hacerle daño a ella
.
—Todo por un CD que les robé —murmuré—. Un puto CD le ha costado la vida. ¿Cómo se me ocurrió pensar…?
—Podríamos usarlo para atraparlos. ¿Sabe lo que contiene?
—No, ni idea.
—¿Lo tiene aún?
Las lágrimas me rodaban por la cara, goteaban en el suelo y en las botas de Verrone. Parpadeé, volví a parpadear con energía para deshacerme de aquel velo borroso, para asegurarme de que era cierto lo que estaba viendo…
El pequeño logo en cursiva junto a sus cordones:
Danner
.
Dejé de respirar.
Por la rendija, vi que DeWitt seguía al teléfono; apoyaba las enormes botas —un cuarenta y cinco, sin duda— en el escritorio. Mis ojos se detuvieron en el guijarro blanco incrustado en el talón, luego en el reloj Timex que lucía en la muñeca derecha. Mi intruso zurdo: lo había tenido ante mis narices todo el rato.
Momentáneamente, mi consternación bordeó el ataque de pánico; a duras penas conseguí no ponerme a gritar. Después, cuando pasó la crisis, se adueñó de mí una furia helada.
Inspiré hasta que mi corazón comenzó a serenarse, hasta que el hormigueo que sentía en la cara se fue aplacando. Hice un esfuerzo para ordenar mis ideas y reconstruir cómo debía de haber sucedido todo. Estos hombres habían secuestrado a Ariana y me habían arrojado una granada aturdidora. Al encontrar tan solo un CD de repuesto en el coche, me habían traído aquí —a saber qué sitio era este— para que les contara dónde estaba el auténtico, o a quién se lo había dado. Y una vez que habían asumido que no iba a hablar por temor a poner aún más en peligro a Ariana, se habían deshecho de ella, como habían planeado desde un principio. En el momento de apuñalarla, me tenían encerrado en esa habitación. Lo cual los convertía en las únicas personas que podrían proporcionarme una coartada.
¿Me habrían arrancado unos pelos mientras permanecía inconsciente para dejarlos sobre el cuerpo de Ariana? ¿Quién le habría clavado el cuchillo en la garganta? ¿Y quién la habría mantenido sujeta en el suelo?
Verrone seguía inclinado hacia mí, pegando casi su mejilla a la mía. Todavía mantenía una mano en mi hombro y, describiendo pequeños círculos con ella, me lo acariciaba. Un amigo preocupado, un pobre viudo igual que yo.
—¿Todavía guarda ese CD? —preguntó otra vez.
Me hizo falta un enorme esfuerzo para no girar la cabeza y abrirle un boquete en la cara de una dentellada.
—Ha dicho que hablaría con nosotros —me pinchó con cautela—. Ahora ya no tiene nada que perder, a fin de cuentas. Vamos a atrapar a esos hijos de puta.
Sus frases parecían sacadas directamente de una prueba de casting. Mientras mis ojos iban frenéticamente de un lado para otro, caí en la cuenta de que la propia sala de interrogatorio parecía un decorado. Daba la impresión de ser auténtica porque era igual que todas las comisarías que salían en la televisión y en el cine: el gran espejo polarizado, las luces blancas, el escritorio lleno de expedientes; habían montado una película para mí. Lo cual significaba —y me iba la vida en ello— que debía interpretar mi papel sin que se me notara que había descubierto la verdad: que era todo un guión prefabricado.
Verrone se acercó un poco más, e inquirió:
—Bueno, ¿todavía tiene ese CD?
Contuve mi rabia y solté la mentira.
—Sí —dije.
—¿Dónde?
Levanté la vista. Notaba olor a comida en su aliento. Me palpitaban las sienes y me costaba muchísimo disimular la furia que sentía, aunque él no podía saber que era algo más que dolor o consternación.
Tenía que huir. Lo cual significaba que habría de arreglármelas para que se marcharan los dos hombres.
Me esforcé para idear unas frases adecuadas a la situación:
—Hay un callejón cerca de la universidad donde trabajo —le informé—. Donde los tipos que han matado a mi esposa dejaron aparcado un Honda con una bolsa llena de dinero en el maletero. ¿Tiene anotado el lugar en el informe de la investigación?
—Sí.
Otra mentira. Yo nunca le había explicado a la policía la localización exacta.
—El muro norte es de ladrillo —indiqué—. Hacia la mitad del callejón, como a tres metros del suelo, hay un ladrillo suelto. El CD está detrás.
Se incorporó en el acto.
—Voy a buscarlo.
—Es un callejón muy largo. Y tendrá que usar una silla o algo así, lo cual le complicará la búsqueda. Quizá prefiera que vaya con usted para mostrarle dónde es.
Él titubeó, pero al fin dijo:
—Imposible que el jefe permita que nos lo llevemos. Sobre todo, después de la noticia que acabamos de recibir.
—De acuerdo. Pero quizá le cueste mucho tiempo. Será mejor que se dé prisa para que podamos usarlo y atrapar a los hijos de puta que han matado a mi mujer.
Estábamos muy próximos; le aguanté la mirada con firmeza. Él apretó los labios y, mientras observaba mi expresión, se le erizó el bigote casi daliniano. Sus ojos, de un castaño turbio, eran duros e implacables. ¿Sabía que yo sabía?