—Ya. Pero esto no pueden saltárselo. —Me hizo una seña para que la siguiera a la sala de estar, y abrió las cortinas. Los paparazi que aguardaban en la acera se pusieron torpemente en movimiento. Saludó con la mano al tumulto de cámaras y volvió a correr las cortinas—. Bueno, ¿en qué anda Julianne?
—Me parece que tiene alguna información.
—¿Qué esperas descubrir?
—Algo irrefutable. Si encontrase una prueba concreta, podría conseguir que Sally Richards volviera a colaborar conmigo.
—Ella te dejó bien claro que estaba fuera del caso.
—Pero resulta —cité de memoria— que para ella «no hay nada tan estimulante como la curiosidad.»
—Mira quién habla.
—Lo único que necesito es ofrecerle una buena excusa.
—Tu coche sigue en casa de Keith Conner, ¿no? ¿Quieres la camioneta? —Me miró con una expresión decidida, inflexible.
Tenía razón. Debíamos trabajar en dos frentes.
Di un largo suspiro y le expliqué:
—No puedo llevarme la camioneta, o tendré a todos los paparazzi encima en cuanto salga por el sendero. Necesito un vehículo más… anónimo.
—Pues toma prestadas las placas de mi matrícula.
—¿Y qué hago? ¿Las pongo en el BMW robado? —Lo dije riendo, pero enseguida vi que ella hablaba en serio—. Seguro que al abogado que todavía no hemos contratado le encantará la idea.
Me señaló la puerta:
—Y ahora, vete.
Me guardé en el bolsillo el disco duro de la fotocopiadora, entré en el garaje y desatornillé las placas de la matrícula de Ari. Después volví adentro, cogí dos de los nuevos móviles de prepago y grabé el número de cada uno de ellos en el otro teléfono. Así podríamos comunicarnos por una línea segura. Dejé el suyo sobre la encimera. Inspiré hondo, me acerqué, le di un beso en la cabeza y me dirigí a la puerta trasera.
—También están ahí detrás, los paparazi —me dijo sin levantar la vista de su tarea—. Nos tienen rodeados.
—¿Podrías hacer una maniobra de distracción por la parte de delante? ¿Ingeniártelas para que salgan corriendo detrás de ti?
—Está bien. Voy a exhibirme ante ellos. Seguro que me trae recuerdos de mi época en la hermandad de mujeres.
—Pero si tú no estabas en ninguna hermandad…
—Ya, pero siempre pienso que me lo perdí.
Se levantó, sacudiéndose los trocitos de papel de las manos. A la luz dorada del mediodía, vi que le temblaban los dedos. Su tono, advertí, más que animoso era desafiante; temía tanto como yo lo que se nos pudiera venir encima. Se percató de que la estaba mirando y se metió las manos en los bolsillos.
Tomó aire.
—Lo de anoche fue el principio para nosotros, no el final —afirmó—. Así que haz el favor de andarte con cuidado.
* * *
La zona de juegos, situada en una extensión verde entre dos empinadas carreteras, reunía todas las características de Beverly Hills: comidas preparadas, empaquetadas de restaurante, a las que se les añadía una espumosa limonada francesa; lujosos y relucientes aparatos para escalar; alguna solitaria estrella de televisión con enormes gafas de sol; un jugador de los Yankees muy popular, persiguiendo distraídamente a un crío de tres años y fingiendo una pizca de interés por él de vez en cuando, o bellísimas segundas esposas cuidando a sus recién nacidos, bebés más bien parecidos a sus feos padres, que rondaban lejos de los areneros y las tortugas de hormigón con un aire agresivamente distante, vestidos con prendas de seda, apestando a colonia, mientras tecleaban en sus iPhones o parloteaban con un auricular. Las madres se agrupaban y charlaban en corrillos, pero ellos (cada vez con menos pelo, pero más barriga) se mantenían aparte, como señores en su propio feudo, y sus ojeras delataban desencanto, un desencanto más pronunciado que la satisfacción que a duras penas lograba abrirse paso en la tirantez de los rostros operados de sus esposas.
Julianne había escogido el parque, supuse, porque allí todos eran famosos, o creían serlo. Las presentaciones estaban de más: o sabían quién eras o no valía la pena conocerte. Patrick Davis, con su mala fama recién adquirida y su gorra de los Red Sox, pasaría desapercibido allí.
Julianne se entretenía junto a los columpios, como una solterona dejada de lado en la reunión familiar. Aparqué el BMW, un coche muy apropiado y con los cristales oportunamente tintados, y ya me disponía a bajarme cuando mi mano se quedó paralizada en la manija. Sintiendo un espasmo de justificada paranoia, escruté los vehículos y transeúntes que pasaban por la calle y me quedé quieto. Marqué su número.
—¿Dónde estás? —preguntó, cuando se lo hube explicado.
—A las nueve en punto desde tu posición. Gira, gira. Aquí.
—¿El BMW?
—Ese.
—Bonitas llantas, colega. ¿Me lo vas a contar?
—Sería muy largo. Te debo un relato completo cuando acabe todo. Si aún sigo en pie.
—Me deberás mucho más que eso, porque he hablado con mi contacto en
The Wash Post
. Uno de sus compañeros se ha especializado en destapar toda esta historia desde que Clinton firmó en 1995 la directiva de entregas ilegales.
[4]
—¡Eh, espera un momento! ¿Qué es «toda esta historia»?
—Ridgeline tiene su sede en Bahrein. —Hizo una pausa, interpretando mi silencio—. Sí, ya sé. Puesto que «Ridgeline» no suena muy árabe, que digamos, doy por supuesto que es una empresa occidental que quería establecerse como una entidad no sometida a fiscalización para mantener el máximo secreto. Están especializados en protección y seguridad de alto nivel.
De repente parecía hacer demasiado calor dentro del coche. Me ahuequé la camisa para que me entrara aire.
—¿Qué hace una compañía como esa en unas galerías comerciales de Studio City?
—El servicio de guardaespaldas de Ridgeline es una tapadera para cubrir su verdadera actividad. Todo el dinero que llega a sus manos resulta imposible de rastrear, una vez en Bahrein, así que nadie puede dilucidar cuánto sacan de cada operación. Además, se parapetan detrás de una maraña de sociedades, pertenecientes a un grupo financiero, y empresas fantasma. Cuando atraviesas todos los velos, no obstante, queda claro que Ridgeline fue básicamente creada al servicio de un único cliente: Festman Gruber.
Julianne se paseaba alrededor de los columpios, echándose atrás su pelirroja melena una y otra vez. Una familia se bajó de un Porsche Cayenne justo delante de mí; la niña más pequeña pulsaba las teclas de un móvil de juguete. Su hermana mayor se lo arrancó de las manos: «¡No es un muñeco!».
—No sé nada de Festman Gruber —dije débilmente.
—¡Ah! Es una empresa de tecnología militar de setenta mil millones de dólares. Sí, setenta mil. El tipo de gente a la que subcontratas para organizar una guerra. Deduzco que es la única clase de empresa, dejando aparte las agencias de inteligencia, nacionales o no, capaz de actuar contra ti como han actuado. Todo lo cual suena plausible.
—Y siniestro.
—Como quieras.
—¿En qué están especializados?
—En material de vigilancia, obviamente. Y también…
—En sistemas de sónar.
Dejó de pasear. Junto a ella, un columpio recién abandonado se bamboleó sujeto por sus cadenas.
—Bingo.
Vi cómo modelaba la palabra con los labios medio segundo antes de que el móvil transmitiera su voz. Me parecía absurdo verme obligado a esconderme allí, a treinta metros de distancia, en vez de hablar con ella cara a cara.
Julianne se metió la mano en el bolsillo de detrás y enseguida se puso a pasar las páginas de su bloc de notas.
—Festman tiene su sede en Alexandria.
Recordé que el paquete que contenía el CD que yo había robado procedía de una sucursal de FedEx en esa ciudad. Y también recordé la nota adjunta:
Cortando comunicación. No contactar
.
¿«Cortando comunicación»? ¿Un agente de Ridgeline infiltrado en Festman Gruber? ¿Por qué habrían de tener un espía en la empresa que les daba trabajo? El motivo, comprendí, estaba escrito allí mismo, en el volante de FedEx:
Póliza de seguro
.
Bruscamente todo encajaba: Ridgeline era un grupo independiente contratado bajo tapadera legal para hacerle el trabajo sucio a Festman Gruber: como matar a Keith, con lo que se abortaba la película que amenazaba los intereses financieros de Festman. La misión principal de Ridgeline era inculparme por el asesinato de Keith, de modo que todos los indicios me señalaran a mí, y no a Festman Gruber. Pero al librarme yo de la cárcel, Ridgeline había querido contar con un pequeño «seguro», una garantía por si las cosas se torcían y Festman los dejaba colgados. Habían logrado infiltrarse en Festman o sobornar a alguien de dentro para que les enviara algunos trapos sucios ocultos en aquel CD aparentemente vacío. Por eso estaban tan desesperados por recuperarlo: para conservar dicho «seguro» e impedir que Festman descubriera la traición.
Ahora bien, si Ridgeline todavía no había recuperado el disco —y si Festman Gruber aún no sabía nada del asunto—, ¿quién demonios había entrado en nuestra casa y se lo había llevado?
Julianne continuaba hablando.
—Perdona, ¿qué decías?
—Decía que Festman tiene su sede central en Alexandria. Pero también cuentan con una oficina aquí, en Long Beach. Obviamente, operan en las dos costas.
—¿Por qué «obviamente»?
—El sónar.
—¡Ah, claro, el océano!
—Ambos océanos. Ellos se encargan de las maniobras bianuales RIMPAC —Costas del Pacífico—, y una buena parte de los desarrollos tecnológicos tienen lugar aquí también. Pero sus tentáculos llegan a todas partes.
—¿Qué quieres decir?
—Según parece, hay un índice de mortalidad más elevado de lo normal entre sus detractores. Un líder ecologista bien conocido por sus aceradas críticas sufrió hace dos veranos un accidente de montaña en Alaska: cayó por un precipicio. Y un periodista de investigación de Chicago cometió un suicidio más que dudoso. Ese tipo de cosas. Festman estuvo hace pocos años bajo un severo escrutinio.
—O sea que no podían permitirse otra muerte misteriosa en su historial, como la de un célebre actor, protagonista de un documental sobre los daños causados por su sónar.
—De ahí la necesidad de un Patrick Davis, un cabeza de turco. Tal como fueron las cosas, ¿quién habría relacionado el asesinato de Keith Conner con una jodida empresa de tecnología naval? En cambio, si tú no hubieras aparecido en el escenario del crimen empuñando tu propio palo de golf ensangrentado…
—Yo no lo empuñaba.
—Como quieras. Si tú no hubieras aparecido jadeando ante el cadáver, algunos habrían planteado preguntas y tal vez habrían incluido a Keith en una serie de crímenes que han resultado muy oportunos para los intereses de Festman. —Soltó un largo suspiro, inflando los carrillos—. No sería arriesgado afirmar, me parece, que Ridgeline y Festman han mantenido una fructífera relación bastante tiempo.
Pensar en el paquete de FedEx me procuró cierto consuelo. Aquellas fructíferas relaciones debían de haber empezado a ponerse tirantes para que Ridgeline hubiera optado por tomar precauciones ante sus patronos. Por temibles que fuesen mis enemigos, al menos ahora sabía dónde se hallaban las grietas de su alianza. El CD, estuviera donde estuviera, venía a ser el santo grial para todos nosotros.
Giré la llave y arranqué lentamente.
—Espero que todo esto te resulte útil —dijo Julianne con burlona humildad.
—Eres increíble.
Por el espejo retrovisor, la vi en medio de la luz deslumbrante del parque, con el teléfono en el oído y una mano protegiéndose los ojos. Doblé la esquina y la perdí de vista, pero todavía seguía escuchándola.
—Vete con cuidado —me aconsejó—. Te estás metiendo en aguas peligrosas.
—Perdone, caballero, pero no se puede hacer eso.
Me había agachado frente a la fotocopiadora, después de abrir la tapa frontal y sacar el disco duro. Pero aun dándole la espalda al empleado, no podía insertar el disco duro de Ridgeline en la ranura vacía sin que él se diera cuenta. Me metí el disco de Kinko’s en el bolsillo de los vaqueros y me di la vuelta, sujetando el otro bien a la vista.
—Ah, perdón. Se ha bloqueado. Solo estaba comprobando…
—¿El disco duro? —El cajero de Kinko’s, un chico de secundaria con una mata de pelo rubio rizado y pendientes dilatantes, mascaba con desgana un chicle anisado—. Usted no puede tocarlo. Démelo. —Me arrebató el disco de Ridgeline de la mano. Hice el intento de recuperarlo, pero él se agachó y lo insertó en la fotocopiadora—. Oiga, si va a enredar con las máquinas…
Me volvió a mirar, y su expresión se transformó.
Sally y Valentine habían pasado por allí para revisar el registro de alquiler de los ordenadores y debían de haber mostrado mi foto. O tal vez el chico me había reconocido por haberme visto en las noticias. Mi rostro amoratado probablemente agravó su inquietud. Me llevé una mano a la mejilla con torpeza.
Él retrocedió hasta el mostrador.
—Perdón —dijo—. Tómese su tiempo.
Fingió que se concentraba en su lectura, una sobada edición de bolsillo de
Y: el último hombre
, pero sus ojos asomaban una y otra vez por encima de las páginas.
Tecleando a toda prisa, entré en la memoria de la fotocopiadora y pulsé el botón para imprimir su contenido. Tamborileé con los dedos en la tapa mientras la máquina escupía una hoja tras otra. No paraba de mirar hacia atrás, para asegurarme de que el chico no llamaba a la policía, así que no pude leer nada. En total, salieron unas treinta páginas. Pagué con unos cuantos billetes arrugados y eché a correr hacia el coche.
Me había entrado un sudor frío al pensar en Ariana, sola y sin protección en casa. Avancé unas manzanas y tuve que detenerme para llamarla con el móvil de prepago. El corazón no dejó de retumbar en mi pecho hasta que descolgó.
—¿Sigues viva? —pregunté.
—No —respondió—. ¡Ah, espera! Sí, perdona. Sí lo estoy.
—¿Todavía rodean la casa los paparazi?
—¿Nuestros involuntarios ángeles custodios? Sí, aquí están. Con la nariz pegada al cristal.
—Llámame si se van.
—Si se van, montamos una fiesta.
Colgué e inspiré hondo. Tenía el montón de copias en el regazo. Como el cielo estaba cubierto de nubes que amenazaban lluvia y anticipaban el anochecer, hube de encender la luz del coche para ver con claridad la primera hoja.