—¿A qué se refiere?
—Los convencí, a él y a Summit, para que retirasen la demanda. O al menos, iban a hacerlo.
Me quedé boquiabierto.
—¿Fue usted?
—Sí, yo. Después de que perpetrase aquel ataque vandálico…
—Yo no fui.
—Da igual. Lo convencí de que todo ese jaleo legal era una distracción y un coñazo para él, y prácticamente le escribí el guión con lo que debía decir a los tipos de la productora para hacerles creer que la película no necesitaba ningún escándalo después de haber despertado tan buenas expectativas. Yo sabía, en todo caso, que usted no lo había golpeado —es demasiado inofensivo, como he dicho—, y si la verdad llegaba a descubrirse, él habría perdido toda su credibilidad para erigirse en el portavoz concienciado de nuestra lucha ecológica. —Se mordió una uña astillada y se quedó mirándome fijamente, destacándole las rizadas pestañas, un despliegue de clase y estilo increíbles—. Bueno, ¿algo más o puedo volver a mi deprimente soledad?
Me había pillado desprevenido y traté de centrarme.
—Dígame, ¿hizo Keith alguna cosa o se vio con alguien que a usted le pareciese fuera de lo normal?
—¿Fuera de lo normal? Mire, pese a su agitación aparente, Keith era de las personas más aburridas y predecibles que he conocido. Todo eran chorradas infantiles: clubes y bares, y paseos en limusina a medianoche con modelos en ropa interior. Cantidad de travesuras y de borracheras, desde luego, pero nada serio. Dudo mucho que conociese a alguien lo bastante interesante para querer matarlo. Y eso lo incluye a usted.
Deduje que daba por concluida la charla con estas palabras, y me puse de pie en silencio. Tenía toda la razón: era difícil imaginarse a Keith haciendo algo lo bastante serio para llamar la atención de unos tipos que manejaban material de inteligencia de última generación. Él saltaba de una cosa a otra: fiestas, películas, proyectos… Se había enrolado en la causa de Trista tan a la ligera como en todo lo demás, y luego se había ido exaltando hasta alcanzar un estado parecido a la convicción.
Me detuve en el umbral y me di la vuelta.
—Yo también he perdido mi trabajo —le comuniqué—. Me dedicaba a la enseñanza. No me había dado cuenta hasta ahora de lo mucho que significaba para mí. ¿Y sabe lo más gracioso? Siempre lo había considerado algo secundario, un premio de consolación, pero perderlo me ha dolido mucho más que ser despedido de mi propia película. —Advertí que estaba divagando y me interrumpí—. Bueno, lo que pretendo decir es que lamento que la hayan despedido de un proyecto que significaba tanto para usted.
—¿Despedido? A mí no me han despedido. Toda la producción se ha cancelado. —Se sumió en sus pensamientos, encogiéndose de hombros—. El lunes iba a ser el primer día de rodaje. Solo faltaban tres días. Parece mentira, joder.
El gélido viento me traspasaba la camisa, pero mi piel se había puesto tensa de golpe.
—¿Qué ha pasado? ¿Se ha venido abajo la financiación?
—Por supuesto. Los documentales sobre medio ambiente no pueden obtener un lanzamiento como es debido si no los protagoniza un Al Gore o un Keith Conner.
Se me había quedado la boca seca. Dirigí de nuevo la vista hacia las fotos satinadas esparcidas sobre la cama: ballenas varadas, tímpanos reventados, cerebros lacerados…
El sónar.
Keith había comentado algo acerca de un sónar de alta frecuencia que causaba estragos entre las ballenas, destrozándoles los órganos internos, provocándoles embolias y empujándolas hacia las playas.
Todas las piezas dispersas se alineaban de repente.
Sentí que se me alborotaba la sangre: un deseo feroz de llegar al fondo del asunto.
Ella seguía hablando:
—Cuando algo se tuerce, sea por una recesión, por una votación en el Senado o un nuevo recurso técnico, el medio ambiente es el primero en sufrir las consecuencias. —Una risa irónica—. Bueno, me temo que esta vez ha sido Keith el primero.
Pregunté sin pensar:
—¿No pueden encontrar a otra estrella y obtener nueva financiación?
—Ya dará igual. —Se colocó un mechón detrás de la oreja—. Disponíamos de un tiempo muy acotado para el proyecto. Y el dinero ahora ha desaparecido.
Me vino a la cabeza la imagen de Keith, la última vez que lo había visto vivo, reclinado en aquella tumbona de teca, fumando cigarrillos de clavo y ensayando su tono más serio: «Es una carrera contra reloj, tío».
¿Qué era lo que había dicho Jerry? «El muy idiota va a hacer un documental de mierda sobre ecología. Mickelson trató de convencerlo para que esperase a tener otro éxito en el bolsillo, pero no: tiene que ser ahora.»
—¿Por qué un tiempo acotado?
Me sonaba lejana mi propia voz. Ella levantó la vista.
—¿Cómo? —preguntó.
—Ha dicho que tenían un tiempo acotado para hacer la película. Mucha prisa. ¿Por qué?
—Porque teníamos que llegar a los cines antes de la votación del Senado.
Me reverberaban las pulsaciones en los oídos.
—Un momento —dije—. ¿Ha dicho «la votación del Senado»?
—Sí. Se trata de la propuesta para reducir los límites del nivel de decibelios del sónar naval, con el objetivo de proteger a las ballenas. Está prevista para octubre. Lo cual significa que deberíamos estar rodando… ya. —Frunció el entrecejo y echó un vistazo al vaso vacío—. ¿Por qué se ha puesto tan raro?
—Si
Profundidades
se estrenase antes de octubre, la idea de salvar a las ballenas de los efectos del sónar podría convertirse en una causa popular. Y ciertos senadores acabarían tal vez con un huevo en la cara. Estamos en año de elecciones.
—Así funcionan las cosas. Oiga, ¿de dónde sale usted? ¿De los
Boy Scouts
, por casualidad?
—Se sentirían presionados para votar la imposición de límites al sónar.
—Sí, Patrick. Esa era nuestra esperanza.
—A menos que no se haga la película.
—Exacto.
—Y lo único que puede provocar la cancelación de un rodaje, una vez que se ha dado luz verde, es…
Ella dejó el vaso.
—¡Venga ya, Patrick!
—… la muerte del protagonista.
Por primera vez vi miedo en su cara. Lo había entendido. Sentí que tal vez había encontrado a una nueva aliada, alguien que ya estaba en la batalla, aunque fuera en un frente distinto, y que podría serme de ayuda.
Pero ella echó una ojeada hacia la puerta de atrás, y entonces comprendí con brutal desilusión que no estaba asustada porque me creyese y viera con qué me enfrentaba (o nos enfrentábamos), sino porque yo le daba miedo. En mi entusiasmo, había cometido el error de precipitarme y de no dosificarle la información. Ella disponía de una visión limitada de aquel sórdido embrollo y, ante mis febriles afirmaciones, únicamente podía pensar que yo era un paranoico y un perturbado, tal como me habían presentado los medios.
Levanté una mano, desesperado, tratando de sortear el debate que ella había iniciado consigo misma.
—Usted ha dicho que sabe que no soy un asesino.
—Quiero que se vaya. Ya.
—No es tan disparatado como suena. Por favor, déjeme explicarle algo… —Di un paso en el umbral, y ella se levantó de un salto, jadeando. Durante un instante, que se me hizo muy largo, nos miramos de un extremo al otro de la habitación. El terror parecía emanarle del cuerpo como un halo de energía.
Alzando las palmas, retrocedí despacio, salí y cerré la puerta con cuidado.
—Siempre he estado planteando la pregunta equivocada. —Estaba tan agitado que casi gritaba hablando por teléfono—. Me he preguntado a quién beneficia la muerte de Keith Conner.—Muy bien —contestó Julianne. La había localizado en su despacho, y ella había tenido la precaución de responder con referencias veladas a lo que yo le explicaba de mi conversación con Trista—. ¿Y la pregunta correcta sería…?
Acelerando por la cuesta, me metí en el carril contrario para esquivar a una furgoneta de reparaciones eléctricas.
—¿Quién se beneficia si la película acaba en vía muerta?
—Estoy con un alumno ahora mismo; quizá podrías…
—Explicarme. Desde luego.
Pero, por supuesto, no me dejó.
—¿Tenía alguna respuesta esa chica ingenua?
—¿Trista? No. Pero la lista es más que obvia: cualquier defensor de ese sistema de sónar, los senadores de algún comité de investigación, el departamento de Defensa, la Agencia de Seguridad Nacional, los fabricantes de material militar…
—Bueno, eso restringe bastante las posibilidades. Pero dada la posición que ocupa esa chica, ¿no puede especificar…?
—Ella cree que estoy como una puta cabra…
—Humm, humm.
—… me ha echado de su casa.
—¿Con lo cual…?
—¿Podrías investigar tú sobre el sónar naval y esa propuesta del Senado?
—Ya me imaginaba que ibas…
—Pero datos concretos —exigí—: nombres, programas, cómo funcionan los fondos invertidos, etc. Sean quiénes sean, son poderosos, es evidente. Es decir, si se trata del departamento de Defensa o de la Agencia de Seguridad Nacional…, imagínate qué recursos: los equipos que manejan y su radio de acción. Tienen gente en todas partes. Obviamente, infiltraron a alguien en el departamento de policía. ¿Cómo te enfrentas con un coloso semejante?
—De ninguna manera —replicó—. Y no nos pongamos dramáticos. Una cosa así no es una operación autorizada, ¿comprendes?, que abarque a toda una…
—¿Agencia?
—Exacto. Tienes que averiguar qué parte corrupta del conjunto está relacionada con tu… situación.
—¿Puedes ayudarme? ¿O queda muy lejos de tu territorio?
Un suspiro.
—El
Wash Post
y
The Journal
. Antiguos compañeros de curso, ¿sabes? Periodismo de investigación. Y yo tampoco soy manca.
No estaba muy seguro de que sus frases entrecortadas y sus respuestas elípticas resultaran más veladas que un discurso normal, pero me sentía demasiado agradecido para ponerlo en cuestión. Le di, pues, la dirección de Ridgeline, Inc., en Studio City, y le pedí que averiguara todo lo que le fuera posible sobre ellos y sobre su posible conexión con el asunto. Ella asintió varias veces y se despidió sin pronunciar mi nombre. Di un golpe triunfal en el volante. Al fin se movía algo.
Pensé en tratar de localizar otra vez a Ariana (había marcado todos sus números antes de llamar a Julianne), pero ya casi había llegado a casa. En nuestra manzana había nuevas furgonetas esperando. Viré con brusquedad a la derecha y dejé el coche junto a la cerca trasera. En cuanto bajé, percibí que había algún problema. Puse un pie sobre el invernadero, y al mirar a través del tejado de plástico, vi los estantes arrancados de las paredes, los tiestos hechos pedazos y las flores esparcidas entre grumos de tierra. Resbalé, me golpeé con el tejadillo y caí de espaldas al suelo del jardín.
Desde ese ángulo, el invernadero aún tenía peor aspecto. Lo habían puesto todo patas arriba. Resumiendo, registrado a fondo.
Eran las cuatro de la tarde pasadas. Ariana podría haber estado allí cuando vinieron. Volví la cabeza magullada hacia la casa.
Se habían dejado entornada la puerta trasera.
Me puse de pie y corrí adentro. La casa se veía más arrasada que cuando me había ido. No habíamos llegado a arreglarla del todo después de que la policía la registrara de arriba abajo. La sala de estar… también vacía. Nuestra foto de boda enmarcada, arrinconada contra la pared, me observó fijamente, evidenciando la grieta del cristal sobre nuestras sonrientes caras. Llamando a Ari a gritos, subí corriendo la escalera. No estaba en el dormitorio. Me apresuré a entrar en el despacho y abrí el cajón del escritorio.
El sobre de FedEx que había robado de la oficina de Ridgeline había desaparecido.
El cartucho de DVD vírgenes seguía en su estante. Quité la tapa a toda velocidad y tiré los discos al suelo. Todos idénticos. Se habían llevado también el CD.
Saqué a tientas del bolsillo el teléfono y llamé a Ariana. Buzón de voz. Bajé corriendo y abrí la puerta que daba al garaje: la camioneta blanca no estaba. Buena señal. Tal vez no había llegado a casa. Tal vez se había prolongado la reunión…
Una sensación de pánico se llevó por delante mi fantasía. Tendría que haber llegado hacía media hora. Busqué en su libreta de direcciones, llamé a su secretaria…
—¿Cómo, Patrick? Que yo sepa, la reunión se ha terminado hace ya…
Colgué y salí a la calle al trote. Varios fotógrafos habían reanudado la vigilancia. Se asomaron de los coches y furgonetas entre perplejos y divertidos.
—Eh, oigan, ¿han visto…? ¿Han visto entrar a alguien en la casa? ¿O salir? ¿Han visto a mi esposa?
No paraban de sacarme fotografías.
—¿Cuánto llevan aquí apostados? ¿Cuánto? —Nada. Me puse furioso—. ¿Han visto algo, joder?
Me giré en redondo. Los vecinos de los apartamentos de enfrente ya se asomaban a los balcones, una cara o dos en cada piso. En la puerta de al lado, Martinique miraba estremecida desde el umbral; Don le rodeaba los hombros con un brazo.
—¿Estabais aquí? —les grité—. ¿No os habéis movido de casa? ¿Habéis visto a Ariana?
Don dio media vuelta y arrastró a su mujer adentro.
Me volví. Cámaras sin rostro disparando sin cesar.
—No sé… No sé dónde coño está —supliqué. Dos de ellos disimulaban la risa; el tercero retrocedió con cara de disculpa.
A través de la puerta abierta, oí que sonaba el teléfono.
Gracias a Dios.
Corrí adentro, descolgué.
—¿Ari?
—
Teníamos la esperanza de que la última vez que hablamos fuese realmente la última
.
La voz electrónica. Se me erizaron los pelos de la nuca.
—
Pero tienes más resistencia de lo que habíamos previsto
.
No conseguía respirar.
—
No podemos matarte. Demasiado sospechoso
.—Un silencio calculado—.
Pero tu esposa
…
Tenía la boca abierta, pero no me salía ningún sonido.
—
Eres un tipo perturbado. Quizá también podrías hacerle daño a ella
.
—No —logré decir—. Escuche…
—
El disco
.
—No, yo… no. No lo tengo. No tengo ningún disco.
—
Tráenos el CD. O te enviaremos el corazón de
tu esposa en
un paquete de FedEx parecido al que nos robaste
.