—¿Ha venido a detenerme?
Se puso rígido ante mi tono airado.
—Las personas relacionadas con usted no cesan de morirse.
—Deténgame si ha de hacerlo, pero no pretenda jugar conmigo —le espeté—. Ahora no. Y menos con una cosa así. Hay unos límites ¿no cree? Una mínima decencia humana.
—He visto el cuerpo. Y no parece que usted mostrara ninguna decencia con ella. —Avanzó un paso, y le di un fuerte empujón hacia el coche. Chocó estrepitosamente contra la puerta, pero cuando recuperó el equilibrio, ya tenía la pistola en la mano. La mantenía ladeada, sin apuntarme. No había perdido la calma—. Váyase con cuidado.
—Dígalo. Dígalo de una puta vez. Diga que he matado a mi esposa.
—¿A su esposa? —Parecía atónito—. He venido porque Deborah Vance ha aparecido muerta.
¿Deborah Vance? Su nombre parecía venir de otra vida. Y no obstante, no hacía más de doce horas que le había dicho a Joe Vente que avisara a la policía para que fuesen al apartamento de la mujer.
Advertí la presencia de media docena de fotógrafos, que se habían acercado con sigilo, como ratones entre las sombras. Ante la pistola desenfundada, mantenían las distancias, pero sus flashes iluminaban entrecortadamente la escena.
—Usted les habló a los detectives Richards y Valentine de esa mujer —dijo Gable—. Ella interpretaba a la abuela húngara, ¿no? Y debía quedarse con la mítica bolsa llena de dinero que usted había encontrado en el mítico Honda, ¿no es eso? Quiero que me cuente la verdad. —Su aliento se condensaba en el aire nocturno—. Y que me explique cuál es su coartada.
—No tengo ninguna puta coartada.
—Aún no le he dicho cuándo la mataron. —Parecía inseguro.
—¿Cree que me importan Keith Conner o Deborah Vance? Mi esposa está muerta. Y ustedes no paran de dar vueltas como si toda esa mierda importase. Es lo único que hacen, pero no salvan a nadie. Son simples notarios. Llegan cuando todo ha ocurrido, escriben sus putos informes y apuntan con el dedo.
Di un paso a un lado. Ahora tenía a los paparazi detrás. Gable no había movido la pistola; el cañón permanecía inmóvil.
—Han matado a mi esposa —expliqué—. Se la llevaron y la mataron. —Decirlo en voz alta le daba más dramatismo. Me esforcé en que no me fallase la voz—. Trataron de retenerme en una… celda falsa.
—¿Una celda falsa?
Me devané los sesos buscando una respuesta. La falsa sala de interrogatorio era una idea tan audaz, tan chocante, que no podías formularla sin que sonara disparatada.
Gable no sabía si burlarse o indignarse.
—Y déjeme que lo adivine —explotó—. Si vamos allí, ya no quedará nada.
Una barra, un espejo, un póster… En ese preciso momento, DeWitt y Verrone debían de estar llevándose incluso esas pocas cosas, para dejar la oficina de Ridgeline tan impoluta como una pizarra recién borrada.
—Sí —dije—. Eso es precisamente lo que pasará. Y luego encontrarán el cuerpo de Ariana en un barranco de Fryman Canyon, con indicios que demuestren que yo la maté. Y ustedes son tan idiotas que no me creerán, porque no tengo ninguna cosa tangible para probar que sus asesinos existen. Solo esto.
Me levanté la camisa y mostré el revólver que tenía metido en la cinturilla. Pero Gable no me miraba a mí, sino la puerta de nuestro garaje.
Bamboleándose, había empezado a alzarse.
Dejé caer los brazos, y la camisa volvió a cubrirme antes de que él se fijara otra vez en mí.
Sonaron pasos en el suelo de hormigón del garaje. Ahora Gable apuntó con lentitud la pistola hacia la casa.
Ariana apareció en el umbral.
Al principio, no lo creí. Luego corrí, corrí aturdido, tropezándome con el bordillo, y llegué al garaje, donde ella se había quedado inmóvil junto a la camioneta. La tomé de los hombros, sentí el contacto de su carne, de sus huesos.
—Estabas muerta —murmuré.
—Tu cara…
—Desapareciste, te tenían secuestrada, estabas muerta.
—No. Desapareciste tú. —Me fue moviendo la cabeza a uno y otro lado, para examinarme las heridas—. Mi reunión se retrasó y me entretuve para comprar más móviles de prepago, ya que tú te habías llevado el último. Cuando llegué, no había nadie.
—¿Entonces… todo este tiempo, tú… tú…? —No sabía si lloraba o reía, enloquecido.
Gable se quedó en el sendero, iluminado desde atrás por los fogonazos de las cámaras, aunque los fotógrafos permanecían en la oscuridad, convertidos apenas en un coro de murmullos. El detective tenía un poco encorvados los hombros, y su silueta parecía sacada de una película de cine negro.
—Tendríamos que haberlo encerrado —gritó—, y nos habríamos ahorrado un montón de complicaciones.
Yo seguía palpando a Ariana —las caderas, los brazos— para asegurarme de que era real. Ella acariciaba mi mejilla sana con una mano y me miraba ansiosa y perpleja.
—¿Qué te ha pasado? ¿Quién te ha hecho esto?
A Gable le irritó que no le hiciéramos caso.
—¿Cree que puede jugar así con nosotros? ¿Tomarse a broma la investigación? He visto lo que le ha hecho a esa mujer, la bala que le disparó en la boca. Y cuando cuelgue sus cojones en la pared de los trofeos, veremos cómo se sostiene ese numerito de trastornado. —Regresó al coche, pero todavía giró sobre sus talones, furioso, y me dijo:
—La próxima vez, no vendré solo a hacer preguntas.
Los ojos de Ari no se apartaban de los míos. Alargó la mano hacia la pared, pulsó el botón iluminado, y la puerta del garaje fue descendiendo. El detective Gable aguantó en su sitio mientras la puerta le iba recortando primero el airado rostro, luego el pecho y, por fin, sus impecables mocasines.
* * *
Las puertas estaban cerradas con llave y cerrojo, la alarma encendida. La última sesión de teatro al aire libre había infundido nuevo vigor a los paparazi, que bebían café de sus termos, patrullaban por la manzana de casas y comparaban sus cámaras junto a la acera. Había reaparecido un helicóptero de la televisión y volaba en círculos sobre nosotros, esperando otra catástrofe. La bolsa de papel triturado estaba sobre la encimera de la cocina, al lado del disco duro que había sacado de la fotocopiadora de Ridgeline, mientras que el revólver reposaba al alcance de mi mano en la mesita de café. Gable y Robos y Homicidios echaban mano a todos sus recursos para apuntalar una acusación contra mí; ni siquiera les hacía falta desperdiciar efectivos para mantenerme bajo vigilancia, ya que la prensa les hacía ese trabajo. Los tipos de Ridgeline —DeWitt y Verrone, y a saber quién más— seguían en algún rincón en plena noche tramando planes. Ari y yo permanecíamos en el diván, el uno frente al otro, con las piernas entrelazadas.
Le recorría con las yemas de los dedos la boca, el cuello, cada parte viva del cuerpo. Mantenía los nudillos ante sus temblorosos labios y sentía las ráfagas de su aliento. Me maravillaba el colorido de su tez. Le apretaba la piel y contemplaba cómo el cerco blanco se volvía otra vez rosado, como si esa prueba de que la sangre seguía circulándole pudiera borrar de mi memoria la imagen de su rostro entre las hierbas, aquel gris cadavérico de su piel obtenido con Photoshop.
Se inclinó y me besó tímidamente.
Un susurro nervioso:
—¿Aún recuerdas cómo se hace el amor?
Su boca estaba pegada a mí oído; su cabello me rozaba la mejilla magullada.
—Creo que sí —respondí—. ¿Y tú?
Se apartó, frotándose un labio con otro; parecía que estudiaba la sensación que le habían dejado los míos.
—No lo sé.
Se levantó y subió la escalera. Un instante después, cogí el revólver y la seguí.
* * *
Nos reencontramos en una serie de destellos fulgurantes, de imágenes fragmentarias: las sábanas, estrujadas y apartadas con impaciencia bajo su talón; la blanda presión de su mano; su boca, húmeda y exploradora sobre mi clavícula… Me empeñé en observarle cada detalle: el lunar en la curva de la cadera, el arco del pie, el vello rubio de la nuca bajo el peso de los rizos.
Después, o entremedias, yacimos exhaustos, entrelazados, cada uno rastreando las gotas de sudor en la piel del otro. No estábamos desnudos juntos desde hacía meses, y reinaba toda la excitación de la novedad junto con la comodidad de lo conocido. El tendón de sus corvas resultaba firme y frágil contra mis labios. El revólver permanecía junto al inhibidor en la mesita de noche; surgía a veces ante mi vista y no lo olvidaba en ningún momento, pero nuestro dormitorio se había convertido en una especie de santuario y mantenía a raya los terrores de la noche. Desde la puerta hasta la cama, había un reguero de ropa: la sudadera de la UCLA que ella se había comprado en el Sindicato de Estudiantes para guarecerse del frío cuando yo la acompañaba de madrugada a su residencia; la camiseta de Morro Bay que nos agenciamos cuando subimos a dar de comer a las ardillas, y pasamos la noche en un sitio piojoso que decidimos llamar Pensión de los Tábanos; sus vaqueros manchados de barniz, vueltos del revés, y sobre una almohada caída, su anillo de boda. Una serie de objetos capaces de trazar toda una relación.
Con la oreja pegada a la cara posterior de su muslo, oí el murmullo de su voz a través de la piel:
—Te echaba de menos.
Me empapé de la calidez de su cuerpo.
—Me siento como si hubiera vuelto a encontrarte —dije.
La adrenalina me mantuvo despierto casi hasta el alba cuando al fin mi vigilancia cedió bajo el peso de tantas noches en vela. Dormí —sin soñar, profunda y tranquilamente— como no lo había hecho desde mi adolescencia. Al despertarme, el revólver no estaba en la mesita, pero oí el ruido familiar de Ariana trasteando en la cocina. Cuando logré levantarme, tomarme cuatro tabletas de Ibuprofeno y bajar tambaleante, ya eran las dos de la tarde. Con el arma y el inhibidor al lado, Ariana se había sentado en la alfombra del salón, dándome la espalda, y revisaba un montón de papel triturado que había sacado de la bolsa de Ridgeline. No debía de haber ningún trozo más grande que una uña. Al acercarme, vi que había hecho ya unas cuantas pilas por colores. La colección más nutrida, que tal vez reunía diez trozos, resultaba ridícula al lado del montón aún por clasificar, pero ella nunca se amilanaba.
—Está jodido; la mayor parte son blancos —comentó cuando me puse detrás de ella—. Y grises, quizá no tantos; alguno de color rosa, aunque yo creo que es un menú de comida preparada para llevar. Y unos pocos de estos más duros. Fíjate qué raros. —Alzó por encima de la cabeza un cuadradito entre blanco y plateado; lo cogí y lo torcí entre el índice y el pulgar. Se doblaba, pero volvía a recuperar la forma.
—¿Una portada de revista? —aventuré.
—No hay letras en los pocos que he encontrado. —Se reclinó sobre mis piernas y alzó la cabeza para mirarme. Llevaba un lirio mariposa detrás de la oreja.
De color lavanda.
—No habías… —me interrumpí.
Tocó tímidamente la flor con la mano.
—¿Lo habías notado? ¿Te habías dado cuenta de que había dejado de llevar este color?
—Por supuesto.
No sonrió, pero pareció complacida. Continuó clasificando el montón de recortes.
—¿Te parece posible reconstruir algo? —pregunté.
—Seguramente, no. Pero es una de las dos pistas que te llevaste de allí. Hicieron lo indecible para recuperar el CD. Quizá algo de esto nos sirva para encontrarlo. ¿Vas a volver al Starbright Plaza? ¿Para preguntar por el alquiler o algo así?
—No voy a dejarte sola. Creí que estabas muerta.
—Patrick, no saldremos de esta si nos encerramos aquí. ¿Qué vamos a hacer? ¿Esperar abrazados hasta que los de Robos y Homicidios tiren la puerta abajo?
No quería confesarle que después de la penosa experiencia de las últimas veinticuatro horas, ese era básicamente mi plan. La idea de separarme de ella me resultaba insoportable.
—No tiene sentido que vaya al Starbright Plaza —razoné—. Tú y yo sabemos cuál será el resultado. Ellos ya habrán cubierto todos los flancos. Y si intento que la policía vaya a echar un vistazo, acabaré pareciendo aún más delirante. Además, ya me llevé de allí todo lo que podía ser útil. —Miré el disco, todavía sobre la encimera—. Por cierto, he de hacer unas llamadas y averiguar qué tiendas tienen ese modelo de fotocopiadora Sharp.
—Hay un par de ellas en el local de Kinko’s, al pie de la colina —me informó—. El de Ventura. Quizá lo conoces.
Me la quedé mirando boquiabierto.
—Qué eficiencia.
—Sí, bueno, yo no había de recuperarme de una granada aturdidora como otros. —Sonó el teléfono—. Esta debe de ser Julianne. Se ha pasado la mañana llamando.
—¿Por qué no me has despertado?
—Lo he intentado. Pero estabas desmayado, ya te lo he dicho.
Cogí el teléfono.
—Hola. —La voz de Julianne sonaba acelerada, intensa—. Necesito esos exámenes que has de pasarle al profesor que asuma tus clases. Es urgente.
Iba a responderle, pero me abstuve. Ella ya sabía que le había pasado todos los guiones a la directora del departamento dos días atrás. Así pues… ¿qué me estaba diciendo en clave?
—Vale —respondí con cautela—. Te los llevaría ahora, pero…
—No, me temo que tampoco serviría. He de estar en la fiesta de cumpleaños del sobrino de Marcello a las tres. En Coldwater Canyon Park.
Marcello era hijo único. Ni sobrino ni fiesta. ¿Pretendía fijar una cita conmigo?
—Bueno —replicó—. Te llamo mañana y quedamos entonces.
Antes de que se me ocurriera cómo explicarle que no quería salir de casa, colgó.
—¿Qué pasa? —preguntó Ariana.
—Quiere que nos veamos en Coldwater Canyon Park. —Miré el reloj—. Ahora mismo. Me ha hecho averiguaciones sobre la conexión sónar-Ridgeline.
—¿Vas a ir?
Eludí la pregunta.
—Patrick —utilizó un tono severo—, ya sé que no quieres salir, y yo tampoco soporto la idea de separarme de ti, pero si vamos a tratar de salvarnos, debemos pasar a la ofensiva. Tenemos mucho que hacer ahora. Hemos de dividirnos y poner manos a la obra. —Señaló el montón de recortes—. A mí me queda muchísimo trabajo. Clasificar todo esto. Buscarte un abogado. No me moveré de aquí. Tengo la alarma y esto. —Dio unas palmaditas al revólver.
—Creía que no sabías disparar.
Examinó mi rostro amoratado y afirmó:
—Aprenderé.
Me dejó hecho polvo oírselo decir.
—Ellos también tienen armas —le dije—. Y no han de aprender a usarlas. Además, saben cómo saltarse una alarma.