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Authors: Gregg Hurwitz

Tags: #Intriga, Policíaco

O ella muere (44 page)

Era una foto mía, en la ventana de delante de casa, mirando la calle, aunque el cristal me desdibujaba la cara. La naturaleza furtiva de la imagen y mis rasgos borrosos le conferían al conjunto un toque casi sobrenatural que me provocó un escalofrío.

Keith aparecía también en una serie de fotografías, y el rótulo de la fecha indicaba que habían sido tomadas en los días anteriores a su muerte. Un registro escrito a mano, probablemente sacado de algún dispositivo de escucha, incluía la lista de números a los que había llamado con el fijo y con el móvil. Las siguientes fotografías se centraban en un viejo caballero trajeado que se bajaba de una limusina ante un edificio de cristal y acero donde relucía un logo en la luna del vestíbulo (la letra N ladeada y rodeada con un círculo). El hombre lucía una perilla plateada y toda su actitud sugería una justificada seguridad. Debajo de la foto, figuraba una copia de una factura de móvil a nombre de Gordon Kazakov, y varios números subrayados. ¿Otro enemigo de la organización? A continuación venían otras fotos, con mucho grano, de varios hombres y mujeres; una persona en un campamento base en medio de la nieve… ¿Acaso el líder ecologista que se había «caído» por un precipicio? Allí había respuestas a preguntas que yo ni siquiera había llegado a formular.

Seguí pasando las hojas. Billetes de avión, facturas de hotel, más registros de llamadas, un extracto bancario con transacciones rodeadas con un círculo, cheques y confirmaciones por cable. Junto a ciertos pagos figuraban nombres: Mikey Peralta, Deborah Vance, Keith Conner y, naturalmente, Patrick Davis. Era como la carta de un restaurante: el precio de vigilar, de inculpar, de matar.

En la página siguiente había copias de cuatro transferencias de 9.990 dólares (todas por debajo del umbral de los 10.000, a partir del cual el banco debe informar al fisco). Garabateado en lo alto de cada transferencia había un número: #1117.

¿Qué demonios sería? ¿Un código interno? ¿Un número de cuenta? ¿Y por qué aquellos pagos figuraban aparte y se encontraban destacados?

Con creciente asombro, llegué a la última página. Una foto del cadáver de Keith derrumbado en el suelo de la habitación del hotel. La hendidura en la frente, el charco oscuro en la cuenca del ojo, el giro antinatural del cuello: todo ello me retrotrajo con tal intensidad a la horrible epifanía de aquel instante que se me olvidó respirar. Examiné la foto con más atención. Se veía el destello del flash en el cristal de una acuarela de la pared, y la hora sobreimpresa marcaba la 1.53.

Cinco minutos antes, el camarero del servicio de habitaciones me había visto en la planta baja.

No solo no podía haber estado yo en la habitación a aquella hora, sino que tampoco podía haber hecho la foto, puesto que no llevaba encima ninguna cámara, y desde luego no me habían encontrado ningún rollo de película al detenerme.

Me temblaban las manos de la emoción.

Mi inocencia, probada. Todos los indicios, conectados.

Antes de vaciar la oficina y prepararla para mi falsa detención, DeWitt y Verrone habían hecho copias de aquellos documentos clave, para que todos los miembros de Ridgeline conservaran un dosier enormemente comprometedor con el que protegerse frente a futuras amenazas. Ahí estaban documentadas con detalle sus transacciones con Festman Gruber, incluyendo los números de las cuentas bancarias. Si ellos caían, podían arrastrar consigo a Festman. Destrucción mutua asegurada. Pero yo no formaba parte de esa ecuación, y ahora tenía el dedo en el detonador.

Localicé a Sally Richards en su teléfono móvil. Sonaban voces de fondo, algo así como una fiesta.

—Concédame solo diez segundos —le dije.

—Dispare.

—Tengo la prueba definitiva que me exonera del asesinato de Keith. Tengo sólidas pruebas de la existencia de una conspiración. Como usted dijo: la justicia, la verdad y todas esas chorradas. Es nuestra ocasión. Se lo puedo servir en bandeja a usted y a Valentine. Veámonos cinco minutos.

Contuve la respiración y escuché el jaleo de fondo: una radio, alguien que contaba un chiste entre risas, el tintineo del collar de un perro… La última rodaja del sol se hundió tras un banco de nubes, y el cielo adquirió una tonalidad más gris. Sally no había colgado, pero tampoco me había respondido.

—¡Vamos! —dije—. Muéstreme esa curiosidad tan estimulante.

Silencio. Mis esperanzas se disipaban como la luz de día.

Por fin, suspiró en el auricular y concedió:

—Conozco un sitio.

* * *

Mullholland Drive cruza la cima de Santa Mónica, dominando todo el panorama. Al norte, el Valle se extiende como una lona cubierta de lentejuelas, tersa e implacable, o como un invernadero de aire viciado y asociaciones equívocas: porno, anfetas y estudios de cine. La llanura del litoral de Los Ángeles, más guay en todos los sentidos y siempre ansiosa por proclamarlo, se extiende hacia el sur y el oeste, hasta que el terreno (cada vez más caro) termina en un trecho de arena y en las aguas contaminadas del Pacífico. Una carretera glamurosa muy apropiada para una ciudad glamurosa, ofreciendo peligros y tentaciones a cada curva, que te invita a contemplar la vista, pero no deja de retorcerse, sinuosa. Y te quedas mirando las luces espectaculares hasta que te despeñas: Los Ángeles, en apretado resumen.

Finalmente, doblé por un camino de tierra apisonada, levantando una nube de polvo rojizo que me escoltó hasta una verja amarilla. PROHIBIDO APARCAR DE NOCHE. Detuve el BWM junto a la verja, pegado al Crown Vic que ya conocía, tomé el montón de copias y eché a andar hacia el centro de control del antiguo sistema de misiles Nike. Unos cuatrocientos metros más arriba, las instalaciones seguían en pie. Una reliquia tan agrietada y reseca como el acento de Kissinger.

Los dispersos edificios, rodeados de alambre de espino caído, te recordaban los aparatos de un campo de juegos abandonado: oxidados, desmantelados, suburbanos… No parecían gran cosa, quizá porque la verdadera potencia del lugar nunca había estado allí, sino enterrada en silos de misiles en las tranquilas colinas de los alrededores.

Mis pisadas hacían crujir las piedras. El aire olía a lluvia. Un sendero serpenteaba hasta la torre de observación hexagonal; lo seguí y me situé bajo el alero. Unos empinados peldaños metálicos subían en zigzag con precisión militar. Los carteles didácticos sellaban el destino de aquella construcción: ahora era un museo mohoso, una cápsula del tiempo destartalada, un templo a una paranoia obsoleta.

La predicción de Khrushchev aullaba desde una placa atornillada a la base de la torre: OS ENTERRAREMOS. Respirando el hedor a mugre y metal, me imaginé a los soldados impecablemente rasurados que habían ocupado las instalaciones de día y de noche, fumando sus Lucky Strike con los ojos fijos en el horizonte, esperando el cambio de turno o el fin del mundo.

Los escalones —planchas horizontales, sin cierre vertical— parecían ascender hacia la oscuridad. La perspectiva me llenó de temor. Yo no quería estar allí; quería estar en casa con mi esposa y con la puerta bien cerrada. Ascendí pese a todo por la estructura, que se mantenía rígida frente al viento nocturno. El aire silbaba entre las barandillas y los peldaños de malla de acero, pero la torre no crujía ni rechinaba. Había sido erigida en una época en la que aún se sabía construir.

Llegué casi sin aliento a lo alto. Sally estaba junto a la barandilla, inclinada sobre un telescopio de pago, contemplando el panorama de oscuridad. Me miró con sus inexpresivos ojos.

—Dicen que en los días claros se ve hasta Catalina.

Deambulando en círculo y reluciéndole de sudor la oscura tez, Valentine podría haber sido un artillero de vigilancia.

—Ya te lo he dicho, Richards, no me gusta nada este rollo en plan Garganta Profunda.

—Una pregunta —insinué—: ¿Los de Robos y Homicidios se llevaron ayer un CD de mi casa?

—No —respondió Sally—. Al menos, oficialmente. —Parecía cada vez más incómoda ante la mirada escandalizada de Valentine—. He seguido el caso de cerca —le dijo, a modo de explicación—. Vamos, lo que se comenta por los pasillos.

—Te estás jugando el puesto, Richards —le contestó él, alzando las manos y dirigiéndose a la escalera—. Yo no pienso seguirte por este camino.

—Ya estamos aquí —replicó ella—. Vamos a ver qué tiene. Nada más.

—Tengo la copia de una foto del cadáver de Keith Conner tomada cinco minutos antes de que yo entrase en la habitación.

Los labios de Sally se tensaron, pero Valentine continuó como si yo no estuviera presente.

—Esto es una patata demasiado caliente. El comisario nos dejó claro de cojones lo que pasaría con nuestros traseros si seguíamos husmeando. Tengo cuatro hijos que mantener, de manera que, sí, muchas gracias, conservar mi puesto y mi pensión sería un buen modo de llegar a la próxima semana.

Les acerqué la foto del cuerpo de Keith para que la vieran. Sally se apartó con escepticismo del telescopio y se me aproximó. Tras una pausa desafiante para echar un vistazo a mi rostro amoratado, bajó la vista y entornó los ojos. Su expresión permaneció inalterable un momento, pero después tragó saliva y se ruborizó.

—Aunque la hora sobreimpresa esté manipulada —dijo—, usted no llevaba una cámara. —No lograba apartar la vista de la imagen. Buscó la barandilla con la mano y agarró un puñado de aire; por fin la encontró y apoyó una robusta cadera en la estructura, como apuntalándose—. ¿Qué más?

Abrí varias hojas en abanico para mostrarle las fotos del seguimiento que le habían hecho a Keith.

—Todas fueron tomadas por una empresa llamada Ridgeline. Dos de sus hombres me secuestraron.

Sally arqueó las cejas.

Alcé una mano.

—Un momento. Ahora se lo explico. Pero primero déjeme exponerle el móvil: Keith estaba haciendo un documental contra el sistema de sónar naval porque mata a las ballenas.


Profundidades
—dijo Sally—. A los delfines también, dicen.

—Hay una votación inminente en el Senado para rebajar el nivel de decibelios del sónar. El documental estaba programado para influir en esa votación. Hay una empresa de material militar muy importante llamada Festman Gruber que está especializada en equipos de sónar. Deduzco que tendrían mucho que perder si esa votación no se inclina de su lado.

—¿No podríamos cortar antes de que nos vuelva locos? —rogó Valentine.

—¿Así que se cargaron a Keith y lo inculparon a usted? —Sally hizo una mueca y esbozó una sonrisa inquieta—. ¿Qué tiene para respaldar una teoría tan sofisticada?

—Tengo extractos bancarios, transferencias, registros de llamadas que vinculan a Ridgeline con Festman Gruber. Tengo los nombres de las víctimas asesinadas escritos junto a algunos pagos en concreto.

Pasé las hojas deprisa, muy ufano. Sally las miró frunciendo el entrecejo y mordiéndose los labios. Valentine, a pesar de sí mismo, se asomó tras ella y miró también.

—Y además —expuse—, tengo estas curiosas retiradas de fondos.

—¿Curiosas, por qué? —cuestionó Valentine.

—Tienen un código asociado. Aquí. —Volví la página, señalé las órdenes de pago con el #1117 escrito en lo alto.

Valentine bajó la vista y casi distraídamente abrió el cierre de seguridad de la pistolera. La mano le tembló sobre la culata durante un segundo de indecisión. Luego, con agilidad, sacó la Glock de la funda de cuero y le disparó a Sally en el pecho.

Capítulo 51

Mientras le brotaba de la camisa un hilo de sangre, Sally dio un paso atrás. Todo su peso se ladeó sobre una pierna doblada y luego se vino abajo. Valentine y yo miramos horrorizados cómo se estremecía y jadeaba; luego él levantó el arma y me apuntó.

El cañón chisporroteó de nuevo. Noté una ráfaga de aire que me rozaba la sien, pero yo ya saltaba hacia la escalera con los documentos aferrados en la mano. Caí a la mitad del último tramo, golpeándome el hombro con la barandilla, y la inercia me hizo dar una voltereta. Me estrellé contra el descansillo y, entre tumbos y caídas descendí por el siguiente tramo de peldaños, poniendo la ingente cantidad de metal entre mi cuerpo y Valentine. Resbalé y me detuve, dolorido. La malla de acero se me clavaba en la espalda. Entonces lo oí allá arriba.

—¡Oh, Dios, estás herida! ¿Por qué has tenido que meterte en esto, Richards? Habías de emperrarte, joder. Intenté disuadirte. Pero tú nada. No lo soltabas. Estás herida, joder, estás herida. No me has dejado alternativa. Ninguna alternativa.

Un gorgoteo y un líquido salpicando el suelo metálico.

Un ronco gemido, que no lo emitía Sally, comprendí, sino Valentine, se elevó hasta convertirse en un alarido casi femenino, acompañado de una serie de golpes brutales. ¿Estaba dando puñetazos a la plancha de metal?

Lloraba.

—No podía jugármela. Si yo desaparezco, ¿quién va a cuidar de mis hijos?

Ella no respondía.

—Lo siento —sollozó—, lo siento. ¡Venga, abre los ojos, Richards, abre los ojos! Reacciona. ¡Oh, Dios, lo siento!

Doblé los documentos y me los metí en el bolsillo. El viento arreció con fuerza y ahogó la serenata de los grillos.

Me deslicé por otro tramo de escalones, y Valentine pareció percibir mi movimiento y volver en sí. Sonó el pitido de su radio y le oí gritar:

—¡Agente abatido! Agente abatido en la torre de observación de las instalaciones Nike, en el camino de tierra de Mulholland. ¡Envíen refuerzos y asistencia médica de inmediato! —Le falló la voz, y me di cuenta de que incluso la conmoción que me ofuscaba a mí no podía compararse con la suya. Jadeó un momento, recuperando el aliento, y prosiguió—: El responsable, Patrick Davis, me ha arrebatado la pistola y le ha disparado a ella. Tengo el arma de mi compañera y voy tras él. Corto.

Sonó una angustiada respuesta llena de interferencias; luego el volumen descendió hasta enmudecer, y ya solo quedamos él y yo, respirando en silencio.

Los pies de Valentine se desplazaron con lentitud por la plataforma y luego por la escalera. Dos tramos por debajo, envuelto en una especie de sereno terror, fui dando pasos al mismo tiempo que él: silenciosa, regularmente. El recuerdo de la foto del escritorio de Sally, donde aparecía con su crío en brazos, me provocó unos instantes de incredulidad. Parecía imposible que hubiera presenciado lo que acababa de presenciar.

Ahora él bajaba un poco más deprisa: se veía la sombra fugaz de sus piernas por las ranuras entre los peldaños. Aceleré. Un tramo más y perdería toda mi ventaja. Ya no se trataría más que de correr en la oscuridad con una pistola cargada a mi espalda.

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