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Authors: Gregg Hurwitz

Tags: #Intriga, Policíaco

O ella muere (51 page)

Hasta distinguía el Post-it que había dejado pegado en el volante; en él figuraba la dirección de la casa de madera de un solo piso que quedaba a dos manzanas más arriba del lugar donde yo estaba.

Me apresuré hacia el Dogde Neon robado que un anónimo amigo de North Vector me había conseguido: el último favor de Kazakov. North Vector ya no me acompañaría a partir de ahí. Proporcionarme apoyo técnico para contribuir a derrotar a una compañía rival era una cosa; salvar a mi mujer, otra muy distinta, pues suponía un enfrentamiento a tiros, la publicidad, las responsabilidades consiguientes… El riesgo de acabar en el lado equivocado era demasiado alto en este punto.

Pero yo no tenía alternativa.

Volví a usar mi teléfono móvil, y mi paparazi favorito, recién salido de su escondrijo, respondió.

—¿Estás en tu posición? —pregunté.

—Sí. —Joe Vente, mascando chicle, sonaba tenso.

Lo había llamado la noche anterior. A cambio de una exclusiva cuando todo hubiese terminado —siempre que viviera para contarlo—, accedió a hacer correr la voz entre sus colegas. Ellos llegarían justo antes que yo y permanecerían ocultos hasta que yo apareciera. Se lo había dejado bien claro a Joe: la coordinación era fundamental. Yo entraría en la casa primero, antes de que se dejaran ver los fotógrafos y de que llegase la policía; expondría la situación a DeWitt y Verrone, explicándoles que la casa estaba rodeaba con equipos de grabación de todo tipo y agentes de todos los cuerpos imaginables, y después rezaría para que mi discurso funcionara como elemento disuasorio y para que me dejaran salir de allí con Ariana.

—Pero —añadió Joe— tenemos un inconveniente.

Se me cortó el resuello. Todo había de funcionar como un reloj. Si la gente de Ridgeline se olía algo antes de que yo llamase a la puerta, era probable que mataran a Ari y huyeran.

Las palabras de Reimer resonaron otra vez en mi interior: «Si va a enfrentarse solo con ellos, mejor haría pegándole un tiro en la cabeza a su esposa».

En caso de que ellos no lo hubieran hecho ya.

—¿Un inconveniente? —El miedo me estrangulaba la voz—. ¿Cuál?

—Los Grandes se han enterado de la historia. No sé cómo lo han hecho, pero están enviando equipos. Y en cuanto se presenten, los míos no se quedarán atrás. Ya nos conoces.

Yo corría hacia el coche.

—¿Cómo demonios ha ocurrido, Joe?

—Como siempre. Alguien ha pagado a cambio del soplo. Ahora eres un asesino de policías también. Vaya, que esto es más gordo que el caso O.J. Simpson. «Patrick Davis: El desenlace.»

Subí al coche, lo puse en marcha y salí disparado. En el asiento contiguo reposaba el analizador de señales portátil de Jerry, donde las emisiones de la gabardina de Ariana aparecían representadas con una llamativa amplitud de onda. El analizador tenía un GPS manual enchufado, y el punto de destino parpadeaba en la calle que quedaba justo después de la curva que divisaba a través del polvoriento parabrisas.

—Mantén escondido a todo el mundo —le ordené—. ¿Les has explicado que es peligroso, que hay un rehén?

—Claro, pero esto está a tope. La gente se está poniendo nerviosa y se asoma para atisbar. Es cuestión de tiempo: los de dentro acabarán viendo a alguien.

Pisé a fondo el acelerador, y el coche coleó sobre la grava.

—¿Tienes algún indicio de que os hayan visto?

—No, tío. Todas las cortinas están corridas. Calla. —Un segundo—. Mierda. Allá vamos. Entramos en directo.

—¿Qué suce…?

Doblé la esquina chirriando justo a tiempo para ver un helicóptero de la tele que pasaba sobre la cima rugiendo y arrojándome tierra en el capó. Noticias del Canal 2. Al fondo, los paparazi se habían puesto en movimiento, pasando de un jardín a otro y saltando setos con las cámaras en ristre. Varias furgonetas se acercaban a la casa desde la dirección opuesta. Un segundo helicóptero se unió al tumulto y voló en círculos sobre la zona. Más abajo, todavía bastante lejos, se oía el aullido de las sirenas. La caballería en camino.

Todo estaba yendo demasiado deprisa.

Apenas oía a Joe entre todo el alboroto.

—… movimiento en las ventanas. Será mejor que llegues ya.

—¿Ves a Ariana?

—No… nada.

Varios tipos corrían junto a mi coche, sacándome fotos. Un poco más adelante había cámaras de televisión, aunque bien alejadas de la acera. La voz de Joe iba y venía.

—… micro direccional… oírlos dentro… asustados de cojones…

Los periodistas mezclados confusamente con los paparazi se arremolinaban alrededor del coche. Unas casas más allá, abrí la puerta de golpe y bajé, gritando:

—¡Aléjense de la casa! ¡Hay hombres armados dentro!

Una oleada de pánico. Gritos. Preguntas.

Su miedo no hacía más que aumentar el mío. ¿Y si veían las cámaras, mataban a Ariana y se abrían paso a tiros?

Eché a correr, dejando atrás a la multitud y seguido cada vez por menos gente a medida que me acercaba a la casa. Ni siquiera los paparazi parecían dispuestos a llegar a primera línea. Algunos, no obstante, se habían internado en la zona de peligro: una mujer desastrada, peinada al estilo hippie, apuntaba con la cámara desde detrás de un poste telefónico; un tipo con guantes sin dedos se agazapaba junto al buzón. A este se le había caído un objetivo que rodó hasta el sendero, pero parecía demasiado asustado para salir a buscarlo.

Observé la casa: pintura azul desconchada, un amplio porche, el cartel de «Se alquila» todavía clavado en el césped… Parecía increíble que aquellas sencillas paredes de tablilla contuvieran tal amenaza en su interior. Pero, bueno, ¿qué esperaba? ¿Una mazmorra con cañerías goteantes? Ahí se producían los horrores más silenciosos: todos los días, en barrios respetables como aquel, detrás de alegres fachadas residenciales.

A mi derecha, Joe estaba boca abajo en un macizo de espliego, estornudando y apuntando el micrófono direccional, con un auricular en el oído, para captar vibraciones de sonido a través de las ventanas de la parte delantera de la casa. Reparé un instante en él mientras corría por la acera.

—¿Captas algo del interior? —le pregunté.

Manteniendo la cara pegada a la tierra, repitió inexpresivamente:

—«¿Qué coño, qué coño…? Mierda, estamos jodidos».

Las sirenas subían ya aullando.

Un sombra en la cortina. Y luego la silueta oscura de una cara. Me miró fijamente. Yo le devolví la mirada, petrificado.

—Un momento. —Joe carraspeó, mientras escuchaba—: «Acabemos con ella y salgamos de aquí, joder».

No tenía la sensación de correr, sino de flotar por la acera.

«No se imagina siquiera cómo son esos hombres… No quedará de su esposa más que un charco de sangre.»

Aporreé la puerta.

—¡Esperen! —chillé—. ¡Soy Patrick! ¡Tengo toda la información que necesitan!

Silencio. Cerrada. Aporreé de nuevo, di patadas.

—¡Esperen, esperen! ¡Tienen que hablar conmigo!

Se abrió la puerta, y una mano enorme salió disparada, me agarró de la camisa y me arrastró adentro. Entré girando como una peonza. DeWitt me miraba desde lo alto con aire maligno. Verrone estaba a su lado; otros dos hombres de aspecto militar se habían apostado en las ventanas con fusiles de cañones recortados. Uno de ellos, de rostro rubicundo, movía la pierna con nerviosismo. Giró el arma y me apuntó a la cabeza.

—Acabemos con él y salgamos cagando leches.

Me encogí ante la mirada mortífera del cañón, pero grité:

—¡Han de saber lo que tengo!

Ya teníamos casi encima las sirenas.

Había una puerta cerrada al fondo. Ariana. Hice un esfuerzo para apartar la vista de allí.

—¿La tienen ahí detrás?

Ninguno de ellos respondió.

—¿Está bien? —Me temblaba la voz.

DeWitt tenía la frente cubierta de sudor.

—¿Qué coño ha hecho? —farfulló—. ¿Qué coño ha hecho?

Me saqué de la chaqueta una carpeta y se la lancé. Las páginas se desparramaron por el suelo: órdenes de pago, fotografías de vigilancia, todos los extractos bancarios, las facturas de teléfono y los pagos por los asesinatos de Mikey Peralta, Deborah B. Vance y Keith Conner.

—¡No! —exclamó Verrone, y dio un paso atrás, tambaleante—. ¿Cómo?

—El disco duro de su fotocopiadora.

Le lanzó una mirada furiosa a uno de los hombres de la ventana, que replicó:

—No me dijiste nada del puto disco duro.

—Esos documentos —expliqué a toda prisa— prueban, por un lado, la implicación de Festman Gruber. Pero también prueban la suya.

—¿Qué importa? —dijo Verrone—. Tenemos material de sobra para que Festman haya de emplearse a fondo en nuestro favor. No les queda otro remedio. O también se hunden ellos. Y esos tipos no son de los que se hunden, se lo aseguro.

—Ya —repliqué—. Destrucción mutua garantizada. Pero ¿sabe qué? Yo no formo parte de esa entente.

—¿Qué quiere decir?

—Que soy yo quien tiene las cartas en la mano. También el disco: esos niveles ilegales de decibelios. Y sé lo que significa todo ello para las partes implicadas.

—¿Cómo?

Lentamente, me saqué la grabadora digital del bolsillo. Pulsé el botón, y la voz de Bob Reimer resonó en la habitación: «Estos documentos dejan claro que Ridgeline no está interesada en cumplir sus compromisos. Pero eso es un arma de doble filo. Nosotros ya no estamos obligados a ofrecerles la protección acostumbrada».

—¿Reimer lo sabe? —se sorprendió DeWitt—. ¿Festman ya lo sabe, joder?

—¿Este pedazo de mierda se lo ha contado? —soltó el de la ventana.

—Hemos de hacer limpieza y largarnos —opinó el otro—. Ahora.

Verrone daba vueltas, tirándose del pelo. Su amarillenta tez se había vuelto gris. Sacó una pistola y me apuntó a la cara; la sien le temblaba. Retrocedí, aguardando la detonación.

—No pueden manipular a Festman a su antojo —advertí—. Su «seguro» ya no existe; se lo he dado a ellos. Y ahora lo saben. Están ustedes acabados; no les quedan más jugadas. Jaque mate.

La voz grabada de Bob Reimer prosiguió: «Esa empresa cree que ha conseguido con esto un seguro de vida. Pero no han hecho más que organizar sus funerales».

Los hombres de Ridgeline se miraron unos a otros. Sus miradas saltaban de una cara a otra, descifrando la situación, sopesando opciones y lealtades. Percibí cómo DeWitt tragaba saliva. Los dos tipos situados junto a las ventanas se apartaron de las cortinas.

—La policía ya está aquí —dijo el del tic nervioso—. Van a rodear la zona. Todavía podemos huir a tiros, pero ha de ser de inmediato.

Pistola en ristre, Verrone reflexionó. Dio un paso adelante, me apoyó el frío metal en la frente y empujó hasta obligarme a ponerme de rodillas. La grabadora se me cayó, pero siguió sonando en el suelo. Mi escaramuza con Reimer en su oficina refrigerada parecía una partida de bádminton en comparación.

—¿Se cree que está al mando, o tal vez que el guión lo escribe usted? —cuestionó Verrone—. Muy bien. Ha hecho unas cuantas jugadas y nos ha metido en un aprieto. Pero ahora estamos nosotros y usted solos en una habitación. ¿Por qué se hace el importante?

—Porque todas las cámaras me enfocan a mí.

—Un par de reporteros…

—No, no son un par —aseguré—. Hay helicópteros enviados por los noticieros, un ejército de paparazi por toda la zona y unidades de élite. Todo el mundo está mirando y presenciando la escena. Ustedes no pueden salirse con la suya; no pueden hacer nada sin que ellos lo vean y se enteren.

«Juega las cartas que te han tocado.»

Se acercaban más sirenas y resonaba el tableteo de nuevos helicópteros sobre nuestras cabezas. Las cortinas no nos dejaban ver el alboroto, pero oíamos gritos, pasos, vehículos, las voces de los fotógrafos, alguien ordenando que colocaran los coches en formación.

—No les conviene añadir otro asesinato a los que ya tienen a sus espaldas —recomendé.

—Y una mierda —exclamó DeWitt, plantado amenazadoramente junto a Verrone.

El cañón me apretó con más fuerza. Me armé de valor y traté de ahuyentar el pánico, mientras rezaba para seguir vivo otro segundo y para que el corazón de mi mujer continuara latiendo detrás de aquella puerta.

Me salieron las palabras a borbotones, casi en un grito:

—Espere… Piénselo. ¿Cuál es la única jugada? Hablar con la policía. Colaborar. Delatar a Festman Gruber. Piense en el poder de esa gente. Es la única posibilidad que les queda frente a ellos. Y ha de ser ahora, en este mismo instante.

Desde la grabadora, la voz de Reimer decía: «Todos los crímenes se los atribuirán a usted. Y las repercusiones recaerán en Ridgeline, en todo caso».

Me habían rodeado los cuatro hombres. Me dolían las rodillas, la cabeza me estallaba, el corazón me bombeaba tan acelerado que se me nublaba la vista. Se alzaban todos sobre mí como pálidos verdugos. El brazo de Verrone permanecía tan inmóvil como el de una estatua, y la articulación del dedo flexionado sobre el gatillo había adquirido un tinte blanquecino.

Cerré los ojos, me quedé solo en la oscuridad. No existía nada en el mundo salvo aquel cerco de acero sobre mi frente.

La presión se aflojó.

Abrí los ojos. Verrone había bajado la pistola y los demás se apartaron. DeWitt se mordió los labios; el tercer hombre se sentó en el suelo; el cuarto volvió a la ventana… Era como si se hubiera roto un hechizo, dejándolos mudos y aturdidos.

Me puse de pie, vacilante. Caí en la cuenta de que no había salido ningún ruido de la habitación del fondo. Ni un grito ni un sollozo.

—¿Mi esposa está ahí?

Ellos siguieron inmóviles, con las armas depuestas.

Parpadeé para contener las lágrimas.

—¿Está viva? —insistí.

Verrone le hizo un gesto al tipo de la ventana, que alargó el brazo y arrancó la cortina. La luz entró de golpe y nos deslumbró. Un impreciso panorama de objetivos, gafas militares, bocas de fusiles y vehículos: el mundo entero apostado fuera, enfocando y apuntando, volcado sobre el repentino espectáculo. Y nosotros devolviéndoles la mirada a través de los cristales.

Guiñando los ojos, Verrone alzó las manos. Los otros lo imitaron.

Cuando DeWitt levantó los brazos, me fijé en una franja roja que le recorría la cara interior del antebrazo. Una gota le resbaló hasta el codo y quedó allí colgando.

El griterío del exterior había cesado de golpe, así como el tableteo de los helicópteros. Por la ventana vi a un agente que gritaba por un megáfono, aunque la boca le quedaba semioculta; se le notaban los tendones del cuello en tensión. Pero no me llegaba el menor sonido.

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