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Authors: Gregg Hurwitz

Tags: #Intriga, Policíaco

O ella muere (45 page)

Llegué abajo. Él se apresuraba; sus pisadas resonaban con un redoble metálico. Durante un instante, observé el sendero que me dejaría totalmente expuesto a un disparo.

La alternativa estaba clara: echar a correr y caer de un balazo, o revolverme y contraatacar.

Notando las piernas agarrotadas, me agazapé bajo la escalera. El suelo de tierra se empinaba bajo el primer tramo. Me acurruqué en la oscuridad bajo el rellano. Empezaba a sentir el dolor a causa de la voltereta. Me abrasaban los pulmones al inspirar, pero hice un esfuerzo para mantener la respiración en silencio.

Me resbaló una zapatilla y estuve a punto de caerme y delatar mi posición, pero metí la mano por un hueco y me así al peldaño, recuperando el equilibrio.

Los pasos apresurados de Valentine se ralentizaron en cuanto sus zapatos asomaron en el penúltimo tramo de escalones. Se temía una emboscada. La punta de los mocasines le relucía de sangre, una sangre que casi parecía negra, y las vueltas de los pantalones las tenía también manchadas. Mientras él iba bajando, me separé un poco de mi escondite y extendí las manos con sumo cuidado. Los peldaños lo recortaban en rodajas horizontales: pie y tobillo, muslo y cintura, pecho y cuello. Cuando se plantó en el rellano de encima, vislumbré con toda claridad la Glock, que esgrimía por delante sujetándola con ambas manos.

Avanzó todavía más despacio. El fragor del viento debería de haber ahogado mis movimientos mientras me ocultaba allí debajo… Pero ¿me habría visto? ¿O lo habría intuido?

Su siguiente paso lo situó fuera de mi vista, justo sobre mi cabeza. Contuve el aliento. No podía soltar el aire, me ardían los pulmones. Uno de sus zapatos se posó con suavidad en la plancha de metal. Otra vez. Vi por el hueco que aparecía la pistola antes que nada, y estuve a punto de ceder al pánico y salir huyendo. Pero no apuntaba hacia abajo, sino que la mantenía a media altura. Surgieron sus manos, sus muñecas, sus antebrazos. Apuntaba hacia el camino, jadeando. Puso un pie en el escalón más alto, apenas a quince centímetros de mis ojos. Percibí el olor acre de la sangre que le empapaba las suelas. El otro pie descendió casi a cámara lenta hasta el siguiente peldaño.

Mis manos, medio alzadas, temblaban en la oscuridad. Observé cómo bajaba el tacón de su zapato, milímetro a milímetro. Me quedé paralizado un instante atroz. Pero entonces se desató en mi interior una explosión de aterrada furia. Metí las manos por el hueco, le agarré los tobillos y tiré hacia mí con todas mis fuerzas.

Valentine se vino abajo violentamente con un aullido. Su torso se estampó contra los escalones y al mismo tiempo sonó un disparo, amplificado por la estructura de metal. Todavía resbaló boca abajo varios peldaños antes de dar una voltereta y detenerse con una última sacudida, mientras una mano le aparecía por un lado. Gruñó algo ininteligible, y después volvió a adueñarse de la noche el canto de los grillos y un extraño sonido sibilante que sonaba a intervalos.

Permanecí en cuclillas, incapaz de moverme, esperando no se sabía qué, hasta que vi los negros goterones que rezumaban por la malla de acero del último peldaño y goteaban sobre el suelo de tierra. Me arrastré hacia fuera.

Valentine había acabado recostado al pie de la escalera. Desorbitada la mirada, le resaltaba el blanco de los ojos a la tenue claridad de la luna. Al acercarme con cautela, me detectó y me clavó la vista. Tenía un pequeño orificio en un costado, en la base de las costillas. El roto en su camisa blanca no sería más grande que un centavo, pero la tela de alrededor se había oscurecido con una mancha de un palmo. Torcida de un modo imposible, su mano derecha aferraba aún la Glock, con el dedo enredado en el guardamonte. Se le estremecía el pecho dejando escapar aquel sonido sibilante, mientras la tela desgarrada del orificio aleteaba débilmente.

Se le había desabrochado la cazadora, y un rayo de luna que se colaba por el enrejado de la escalera iluminaba la placa de su cinturón, donde destacaba aquel número demasiado conocido:
LAPD 1117
.

Vi que apretaba la Glock con la mano y me alarmé, pero no parecía tener fuerzas para alzar el brazo y apuntarme. Se le contrajo la frente debido al esfuerzo. Meneó la cabeza, extendió una pierna rígidamente y la pistola disparó al suelo de tierra. Otra vez. Y otra. Las detonaciones rebotaron por la ladera, entre los árboles y los silos de misiles ocultos. Con el retroceso del siguiente disparo se le escapó de la mano el arma. Bajó la vista hacia ella, impotente. Las lágrimas se le mezclaban con el sudor.

El ruido sibilante de los pulmones se hizo más tenue; las piernas se le retorcieron; la tela de los bordes del orificio dejó de aletear. Fijó la mirada en la mía, tan viva en apariencia como lo había estado hacía unos momentos.

Yo había hincado una rodilla junto a él, como en un gesto de atemorizada veneración ante el acto que acababa de cometer. Más allá del fragor de mis pensamientos, no sentía nada.

Atornillada a la izquierda de Valentine, la placa con las palabras de Khrushchev parecía poner un sangriento epitafio: OS ENTERRAREMOS.

Un fuerte zumbido me arrancó de mi trance. Me eché atrás, dando un traspié. Me incorporé con cautela. El zumbido volvió a vibrar en el bolsillo de la camisa de Valentine.

Me acerqué con temor; tenía los nervios de punta. Alargué un brazo y, de un tirón, saqué una Palm Treo de su bolsillo.

Un mensaje de texto:

TU DINERO EN EL PUNTO DE ENTREGA HABITUAL.

VAMOS A ENTRAR AHORA.

ESTA CADENA DE MENSAJES SE BORRARÁ EN 17 SEGUNDOS.

16.

15.

¿Entrar, adónde?

Un escalofrío recorrió mis magullados hombros. El mensaje era una respuesta. Pulsé frenéticamente los botones para recuperar el texto original que Valentine había enviado:

SALDRÁ DE CASA A LAS 8.00

VARIAS UNIDADES RESPONDERÁN A UN FALSO AVISO DE ROBO DOS PUERTAS MÁS ARRIBA, PARA ALEJAR A LOS PAPARAZI.

ESTARÁ SOLA.

Capítulo 52

Miré atónito la pantalla. Las palabras se me deshacían en letras inconexas, mientras mi cerebro se debatía entre el deseo de comprender y el impulso de protegerse. El mensaje se borró por sí solo, produciendo un sonido de papel estrujado, pero las letras parecían persistir y flotar en la oscuridad. Volvieron a formar palabras y su sentido me arrancó de mi parálisis.

Me recobré tres metros más abajo, mientras corría por el sendero y llamaba a mi esposa con el teléfono de un muerto. Llevaba la Glock metida en la parte trasera de los vaqueros y los documentos apretujados en el bolsillo de delante. No había más que una barra de cobertura en el móvil y, cada vez que pulsaba «Llamar», parpadeaba. Al llegar al camino de tierra, la pantalla mostró una antena parabólica rotando inútilmente. Nada.

Sin dejar de correr, saqué el móvil de prepago, lo sujeté con la otra mano y fui observando una y otra pantalla. No había cobertura en ninguno de los dos: imposible allá arriba, en las inmediaciones del Parque Estatal Topanga.

El reloj del móvil marcaba las 7.56 horas. Cuatro minutos más y tendrían vía libre para irrumpir en nuestra casa.

El suelo estaba tan lleno de roderas y montículos, que tropecé en la oscuridad, me caí y me arañé las palmas. El móvil y la Palm Treo se me escaparon de las manos. Busqué a tientas, encontré el móvil y, tras unos segundos más, decidí renunciar a la Palm. El mensaje inculpatorio se había borrado de cualquier modo, y la cobertura era igual de chunga. Continué corriendo con el teléfono bien sujeto, sin quitar la vista de su maldita pantalla iluminada, mientras avanzaba a lo loco en la oscuridad dejando que mis piernas intuyeran por su cuenta el terreno.

ESTARÁ SOLA
.

Sin cobertura. Sin cobertura. Sin cobertura.

Había empezado a lloviznar. La tierra húmeda parecía multiplicarse bajo mis pies como una cinta continua plagada de agujeros. Era como si recorriese todo el rato el mismo trecho de ladera. Resollando, empapado de sudor, me sentía atrapado en el circuito infernal de una película de terror.

Por fin la verja amarilla surgió en la oscuridad. La crucé disparado, golpeándome un hombro en el marco. El impacto me hizo dar media vuelta y acabé de bruces sobre el capó del BMW. Subí, arranqué y salí volando hacia casa, hacia una zona con cobertura, manteniendo el móvil en mi sudorosa mano para manejar el volante y mirar la pantalla a la vez.

Al fin apareció una barra de cobertura. Vaciló, pero apareció de nuevo y la llamada acabó entrando. Sonó y sonó un rato…

—¡Ari!

—¿Eres tú, Patrick?

—¡Van a entrar a buscarte! ¡Sal corriendo de casa!

Pero ella no me oía.

—Me pillas saliendo de la ducha. He cambiado de sitio la camioneta y te la he dejado aparcada detrás para que la uses a partir de ahora, así que deshazte de ese coche robado antes de venir aquí. Oye, no te vas a creer lo que he logrado ensamblar. —Se oían sirenas de fondo—. Espera. Qué raro…

Su respiración se aceleró mientras bajaba la escalera precipitadamente y aumentaba el estrépito de sirenas.

Yo gritaba a voz en cuello, como si el problema fuese el volumen y no la cobertura.

—Han montado una maniobra de distracción un poco más arriba de la calle para alejar a los paparazi y dejar nuestra casa sin vigilancia. Coge la pistola y sal de ahí. Ve a la policía. ¿Ari? ¡Ari!

Ella prosiguió sin escuchar mis gritos.

—Han pasado varios coches de policía, pero no vienen aquí. Parece que están en casa de los Weetman. A ver si también han inculpado a Mike por el asesinato de una estrella de cine.

La comunicación se cortó. Miré el móvil, incrédulo. Sonó una bocina; me había metido en el carril contrario. Chirriando, salí de la carretera levantando una nube de polvo, corregí el viraje con violencia y entré otra vez en mi carril dando tumbos y esquivando a un Maserati por poco. Enderecé el coche y tomé una curva derrapando a causa de la lluvia.

Dos barras. Tres.

Marqué.

Ari respondió.

—Hola. Te había perdido. Te estaba diciendo…

—Sal de casa. De inmediato. Corre hasta donde está la policía.

El aullido de nuestra alarma.

—Mierda, Patrick. Alguien…

Un estrépito de pasos. El móvil se le cayó al suelo. El chillido de Ariana fue interrumpido de golpe y un instante después la alarma enmudeció.

El BMW rozó la pared de la ladera y un tamborileo de piedras sobre el techo me recordó que seguía conduciendo. Me escocían los ojos de tanto sudar. Gritaba al teléfono sin saber lo que decía.

Una voz amortiguada daba instrucciones:

—Que termine de vestirse. No la vamos a llevar medio desnuda. Y tú, deja de resistirte o te rompemos el brazo. Muévete.

Sonó un traqueteo mientras recogían el móvil del suelo.

Una voz serena. Verrone:

—Se acabaron los juegos. —Aquel timbre tranquilo de tenor me trajo la imagen de su tez amarillenta y de su mustio bigote.

—No le hagan daño.

—Queremos el disco.

—No lo tengo. ¡Lo juro por Dios, joder! Si lo hubiera tenido, ya se lo habría entregado.

—Nos dijo que lo tenía, pero nos envió a un falso escondite.

Me costó un momento comprender que las sirenas ahora no sonaban al otro lado de la línea, sino que se acercaban por la carretera. Al doblar la curva, vi seis coches de policía y una ambulancia viniendo de cara hacia mí, parpadeándoles las luces y las sirenas a todo sonar. Me aparté instintivamente de la ventanilla, pero ellos pasaron disparados en busca de Valentine y Richards. Tuve que gritar para hacerme oír pese al estruendo.

—¡Me tenían secuestrado! ¡Habría dicho cualquier cosa con tal de escapar!

—Tiene dos horas para encontrarlo.

El ultimátum cayó sobre mí como un puñetazo y me devolvió la conciencia plena de mi espantosa situación. Había seguido adelante a trancas y barrancas a pesar a todos los obstáculos: a pesar de la cárcel real y de la falsa, a pesar de la trampa que me habían tendido, de los tiros que me habían disparado y de la granada que me había dejado conmocionado. Y no había sido suficiente, sin embargo. La impotencia que había tratado de mantener a raya, y la rabia que me causaba ver mi vida arrebatada de mi control, me inundaron de modo abrumador. En ciento veinte minutos, mi esposa perdería la vida.

—¿Cómo coño voy a encontrar una cosa que no sé dónde está? —bramé.

—Si es así, no nos sirve. Lo cual significa que podemos matarla ahora mismo. —Una orden—: Adelante.

—¡Espere! Está bien, está bien. Lo tengo. —Me encogí y escuché, sin aliento. Pero no sonó ningún disparo—. Yo… yo…

El terror me dominaba e intenté aferrarme a cualquier cosa, improvisar una historia, lo que fuera con tal de ganar tiempo. ¿Me atrevería a mostrar las únicas cartas que tenía: los documentos que había sacado de la fotocopiadora? ¿Así como así, en medio de un ataque de pánico, sin ninguna estrategia? ¿En qué situación quedaría? No, tenía que haber otro sistema. Parecía como si hubiera pasado horas callado, aunque la interrupción debió de durar unos segundos.

—Guardé el disco en nuestra caja de seguridad —farfullé—. Pero no puedo recuperarlo hasta que abra el banco mañana.

—Tiene hasta las nueve en punto.

—Richards está muerta —dije—. Valentine está muerto. —Se hizo un gélido silencio mientras Verrone estudiaba el tablero de ajedrez. Pero no esperé a su siguiente jugada; continué, aprovechando que lo había pillado desprevenido—. Ahora soy un fugitivo. Necesito cierto tiempo para ponerme a cubierto y pensar a quién envío al banco mañana a recoger el disco. —Todavía silencio. Añadí—: Un par de horas más.

«Deja ya de hablar. Estas negociando contigo mismo», pensé.

Él se apartó el teléfono mientras hablaba con DeWitt o con quien fuera. Decía:

—Sácala por detrás y vigílala bien al saltar la cerca. Los paparazi deben de estar más arriba muy atareados, pero mantente alerta por si acaso. Escucha, cielo, si hay alguien ahí fuera, somos todos amigos que salimos a dar una vuelta. Esa es la mejor de las dos maneras posibles de hacerlo. Si forcejeas o te pones a gritar, dispararemos a quien sea y te llevaremos a rastras igual. ¿Cómo? Sí, cógelo, parecerá más normal. Andando.

¿Coger, qué?

¿Parecerá más normal?

¿Qué demonios significaba eso?

Verrone volvió a hablar conmigo:

—Muy bien. Tiene hasta mañana a las doce. Y mejor que se mantenga alejado de la policía; detenido, no nos sirve. Llame al móvil de su esposa: al auténtico, no a esa mierda desechable con la que ha estado enredando. Lo tendremos conectado a una línea imposible de rastrear, así que no se moleste en jugar al Superagente ochenta y seis. Si no suena ese teléfono a las doce en punto con buenas noticias, le meteremos a ella una bala en la base del cráneo. Y sí, esta vez va en serio.

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