Se levantó.
—Está bien —dijo, mirando al espejo, a quien estuviera escuchando detrás—. Me llevo también a DeWitt para terminar cuanto antes. —Bajó la vista hacia mí—. Espere aquí. Hay un psiquiatra en camino. Si necesita algo más, nos ocuparemos de ello cuando volvamos.
Salió y cerró la puerta. Enseguida oí otra que se abría y se cerraba también.
Pegué el oído a la pared. Ruido de tráfico. Lejano, pero no a seis plantas de distancia. Arriba, el aire acondicionado continuaba limitándose a renovar el aire a temperatura ambiente; su uniforme zumbido servía para evitar que oyera ruidos del exterior.
Había leído una vez que es factible inmovilizar a un elefante debilitado atándolo con una cuerda a una estaca. El animal cree que está atrapado y no pone a prueba esa percepción.
Tiré de la manilla para comprobar la resistencia de la barra. Los tornillos que la sujetaban a la pared parecían sólidos e imponentes. Agazapándome en el banco metálico, agarré la barra, me acuclillé con torpeza y conseguí poner los pies contra la pared, junto a mis manos. Me eché hacia atrás y empujé con todas mis fuerzas hasta que la presión me sostuvo en el aire por encima del banco. Me dolían las piernas, el filo metálico del banco me arañaba las corvas… Y entonces la barra se desprendió de la pared con un blando chasquido, y yo salí disparado y aterricé en el suelo. Ahogué un gemido, respirando entrecortadamente. Me ardían los omoplatos.
Ningún ruido de pasos. No irrumpió nadie desde la habitación contigua.
Saqué la manilla por el extremo curvado de la barra y me puse de pie. Habían clavado los tornillos en el yeso y en un listón del armazón de la pared, pero detrás no había una capa de metal o de hormigón, como habría sido necesario. Sujetando la barra, me acerqué al gigantesco espejo. Tenía la cara como un mapa: una serie de morados en la mejilla; un párpado azul e hinchado; la comisura de los labios agrietada y enrojecida; un cardenal en el cuello… Me acerqué más al espejo y me fijé en un punto oscuro en el centro del cardenal: la marca de una aguja. ¿Cuánto tiempo me habrían mantenido drogado?
DeWitt y Verrone, recordé, se habían dirigido antes de nada a sus compañeros de la sala de observación, detrás del espejo polarizado:
De acuerdo, lo tenemos, gracias. ¿Ya estáis grabando?
Un toque astuto para que me sintiera observado.
Alcé la barra de seguridad y golpeé el espejo. La barra rebotó con fuerza, como había previsto, y cayó a mis pies una lluvia centelleante de cristales.
Debajo del espejo no había ninguna sala de observación, sino la pared. Las astillas de cristal que habían quedado adheridas rompían mi reflejo en múltiples fragmentos.
Una cuerda y una estaca clavada en el suelo. Una barra de seguridad y un espejo.
La puerta de la habitación contigua estaba cerrada, pero no con llave. Armándome de valor, con la barra en la mano, me adentré en la oscuridad y busqué el interruptor a tientas. Encendí los fluorescentes. La barra se me cayó al suelo de pura incredulidad.
Conocía aquel sitio.
Aparte del escritorio, del póster y el reloj, que era la única parte visible desde el banco al que había estado encadenado, la habitación estaba prácticamente vacía.
La última vez que había estado allí, atisbándola desde fuera, había visto el escritorio de DeWitt, ahora desplazado hacia un lado para que se viera desde la sala de interrogatorio. Las persianas de lamas estaban cerradas. A la izquierda no había nada, salvo unos cables de ordenador, una trituradora de papel volcada y una fotocopiadora arrumbada en un rincón.
En el suelo, sin duda arrancado de un llavero, un volante satinado del aparcacoches:
Este mes de junio, prepárate.
Este mes de junio, no hay dónde ocultarse.
Este mes de junio… TE VIGILAN.
Renqueé hacia el escritorio. Ahí estaban mis cosas, pulcramente reunidas en el cubo de plástico; me las metí en los bolsillos con manos temblorosas. Luego hurgué en el desbarajuste de documentos acumulados en las bandejas. Se cayó al suelo un sobre de papel Manila, y su contenido se desparramó fuera. Miré atónito el abanico de hojas en blanco. Me apresuré a revisar el resto de las carpetas con creciente consternación a medida que descubría que todas contenían únicamente hojas en blanco. En el cajón superior había montones de carpetas y de cuadernos intactos. Pero al fondo de todo, encontré la llave de las esposas, y me liberé la muñeca con enorme alivio.
En el cajón del archivador había un revólver. Lo miré como si fuese una serpiente enroscada.
Estaba entumecido, agobiado e iba de un sitio para otro maquinalmente; era como si me dirigiese a mí mismo desde el exterior de mi cuerpo. Cuando me aparté del escritorio, tenía el revólver metido en la cinturilla.
Crucé la habitación, abrí el depósito de la trituradora y saqué la bolsa de plástico llena de trozos de papel. Seguramente no serviría de nada, pero no quería marcharme sin llevarme algo de allí. Abrí la puerta delantera con mano insegura y apareció ante mi vista el letrero de latón: NO DEJAR PAQUETES SIN ACUSE DE RECIBO. NO DEJAR PAQUETES EN LAS OFICINAS VECINAS.
Salí tambaleante a la segunda planta del Starbright Plaza.
Era de noche. Parecía imposible, pero en el mundo real todo seguía como siempre. Al fondo de la galería, ahora a oscuras, sonaban voces: gente trabajando todavía, hablando por teléfono, vendiendo, vendiendo, vendiendo. Desde el café de abajo, me llegó un ruido de vajilla. En el aparcamiento, las farolas de mercurio arrojaban una pátina sobre los techos lustrosos de los coches. Una llovizna lo había dejado todo cubierto de rocío.
Cuando ya estaba a mitad de la escalera, con la bolsa de papel triturado bajo el brazo, me detuve. La advertencia de Jerry la semana pasada volvió a resonar en mi cabeza: «Impresoras, fotocopiadoras, máquinas de fax… todo tiene disco duro ahora, y es posible acceder a él y averiguar qué has estado haciendo».
Subí corriendo otra vez. Al desmantelar la oficina, se habían dejado la fotocopiadora, un armatoste difícil de manejar. Era una Sharp desvencijada, con años de antigüedad. No había nada en la bandeja, ni tampoco boca abajo sobre el cristal. Abrí la tapa frontal de plástico y escruté sus interioridades mecánicas. Ahí estaba, un rectángulo beis de aire inofensivo. Enderecé un clip, lo introduje en el orificio para liberarlo y extraje el disco duro. Después anoté el número de modelo de la máquina y salí disparado.
¿Qué me esperaba ahora? ¿Habrían emitido ya una orden de arresto por el asesinato de Ariana? ¿Qué otros cambios se habrían producido en el mundo desde que había caído en mi regazo la granada aturdidora?
Como era de esperar, DeWitt, Verrone y todos los que formasen parte de Ridgeline habían pensado retenerme el tiempo necesario para recuperar el CD y dejarme sin coartada, de manera que se me pudiera inculpar por el asesinato sin margen de duda. Entonces me soltarían para que reanudase mi vida, o lo que quedara de ella, y los detectives de Robos y Homicidios me detendrían y me encerrarían por matar a Keith y a mi esposa.
Sin coche… La billetera vacía… Los había enviado a aquel callejón de Northridge porque tardarían sus buenos cuarenta y cinco minutos en llegar y darse cuenta de que no había ningún muro de ladrillo. La treta me daba el tiempo necesario para ir a casa, coger dinero, un talonario de cheques y la lista de abogados que Ariana me había preparado, y desaparecer del mapa antes de que la policía de verdad me acorralara. Luego podría recuperarme en un motel, mirar las noticias, prepararme para probar mi inocencia, conseguir un abogado y negociar mi propia entrega. Notaba en el estómago la presión de la culata del revólver: una sensación fría y tranquilizadora. Quizá se presentaran otras opciones también.
Con el disco duro de la fotocopiadora en el bolsillo y la bolsa de documentos triturados en la mano, salté a trompicones de la escalera a la planta baja y salí afuera, justo delante de una tintorería. Las luces estaban apagadas y las hileras de camisas envueltas en bolsas de plástico se vislumbraban en los colgadores como un ejército de fantasmas. Al pasar junto a la cristalera contigua, vi algo dentro que me detuvo en seco: alineados en estantes de madera y colgados en las paredes, había infinidad de espejos. El que yo había hecho añicos arriba sin duda había sido adquirido allí; un sencillo elemento de atrezo que habrían subido Laurel y Hardy, los dos empleados con los que me había cruzado la otra vez. Me vinieron a la cabeza una vez más las palabras de Ariana, mientras los ojos se me humedecían al pensar en ella: «… una interpretación errónea, un pañuelo blanco, o unos cuantos codazos bien dados…». Con qué facilidad habían ido manipulándome paso a paso, hasta que el mundo en mi mente ya no coincidía con el mundo exterior. Me quedé con la palma pegada al escaparate, empañando el cristal con mi respiración entrecortada. Los reflejos multiplicados de mí mismo —la cara magullada— me miraban a su vez estupefactos.
Seguí caminando, atajé por detrás del puesto del aparcacoches y entré en el café. Los clientes me observaron con educada incomodidad y los camareros se miraron entre sí. Era lógico dado el aspecto que ofrecía.
El local se iba vaciando ya. El barman estaba guardando las botellas. Y sin embargo, el reloj de arriba marcaba las ocho y media hacía un momento, cuando había salido.
—¿Qué hora es? —le pregunté a un caballero de pelo canoso, sentado en un reservado.
Un vistazo a su ostentoso reloj de pulsera.
—Las once y cuarto.
Me habían mantenido inconsciente más horas de lo que me habían hecho creer. ¿Había sido para dar los últimos toques a la sala de interrogatorio? ¿O tal vez mientras buscaban el momento oportuno para trasladar mi cuerpo inconsciente al callejón de atrás, para subirlo por la escalera de incendios y entrar en la oficina por la puerta metálica con cerradura nueva? ¿O había sido para trasladar a Ariana a Fryman Canyon? Quizá la habían matado antes de que yo recuperara el conocimiento.
Fuera cual fuese el contenido de aquel disco duro, no podía valer el precio que había pagado por llevármelo.
Todavía notaba la mente espesa a causa de la droga que me habían inyectado. Caí en la cuenta de que me había quedado allí plantado, interrumpiendo la cena de la pareja. Busqué las palabras indicadas para asegurarme del todo.
—¿Qué… qué día es hoy?
La esposa, inquieta, le puso la mano en el antebrazo al marido. Él me dedicó una sonrisa consoladora.
—Jueves.
—Estupendo —murmuré retrocediendo, casi chocando con un camarero—. Como tenía que ser.
Me libré de sus miradas metiéndome en los servicios. Allí tiré el móvil de prepago a la basura y me adecenté lo mejor que pude. Me vino un fogonazo de la grisácea cara de Ari, y casi me desmoroné. Tuve que controlarme; debía aguantar el tipo.
Al salir, cogí un billete de veinte que alguien había dejado de propina en una mesa. En el perchero de la entrada había un anorak negro. Lo cogí también y me lo puse sin dejar de andar mientras me acercaba al puesto del aparcacoches, con la bolsa de papel triturado bajo el brazo. La capucha, una buena protección contra la brisa húmeda, me disimulaba la cara hecha una mierda.
El empleado se levantó de un salto de su silla de director. Le señalé un BMW, cuatro coches más allá.
—Ahí está el mío —dije tendiéndole el billete—. Ya lo voy a buscar yo mismo.
Me lanzó las llaves.
Frené con un chirrido junto a la cerca trasera y dejé el BMW a tres palmos del bordillo. Pero yo no oía los neumáticos, ni sentía cómo se me clavaba la cerca en el estómago, ni olía la tierra bajo las plantas de zumaque. Sumido en el dolor, había quedado totalmente desconectado de mis sentidos. Tenía millares de sensaciones e impresiones de Ariana. Nada más.
Es extraño el tipo de cosas que se te quedan grabadas: la veía sentada en el suelo de la cocina, hurgando en el armario de abajo, aguantando varias ollas en el regazo, y bastantes más esparcidas alrededor, mientras un cartón de huevos esperaban en la encimera. Acababa de llegar después de salir a correr como todas las tardes; iba con un sujetador deportivo y le brillaba la frente de sudor. Se le veía el talón por un agujero del calcetín. Levantó la vista y se mordió el labio, avergonzada, como si la hubiera pillado in fraganti. Bajo la cinta que le sujetaba el cabello, tenía un grueso mechón apelmazado; la luz le dejaba en sombra la mitad del rostro. «¿Qué?», dijo. Yo meneé la cabeza y me limité a contemplarla. La gente habla como si una relación consistiera en baladas a la luz de la luna, sesiones de sexo y diamantes de talla princesa. Pero a veces tan solo se trata de tu mujer sentada como una rana en el suelo de la cocina, buscando una sartén.
Aturdido, me deslicé por la verja lateral llevando las llaves en la mano, y me dirigí hacia la parte delantera de la casa. El coche oscuro que apareció de pronto ante mi vista me obligó a retroceder con brusquedad. La bolsa de documentos triturados cayó a mis pies con un golpe sordo. No podía ser la policía aún; era muy improbable que hubiesen encontrado ya el cuerpo de Ariana. Tenían que ser DeWitt y Verrone, dispuestos a llevar el interrogatorio a otro nivel.
El conductor se adentró en las sombras junto a nuestro buzón y paró el motor. Lo primero que sentí fue miedo, un miedo agravado por todo lo sucedido. Pero luego, sacándome de mi parálisis, apareció otra cosa: rabia.
Me dirigí hacia el coche mientras metía la mano bajo la camisa y asía la culata del revólver. En el preciso momento en que iba a sacarla y apuntar, la puerta se abrió y la luz interior iluminó al detective Gable. Me detuve en seco.
—Solo tiene que hacer una cosa ahora —dijo saliendo del coche—. Y es quedarse quieto. ¿Dónde demonios se había…?
Estábamos cerca y me vio la cara. ¿Debía echar a correr? Toda mi energía se había evaporado, y titubeé con desánimo. Todavía tenía la camisa medio levantada. Me tiré del faldón, tratando de alisarla por encima del revólver.
—Joder, pero ¿qué le ha pasado?
—¿Fue usted quien entró en mi casa y se llevó un disco del despacho? Porque no tiene ni idea de lo que ha provocado.
—Sí, sobre todo. Entré sin una orden judicial y robé no sé qué mierda para estropear mi caso más importante. —Me miraba con su expresión arrogante de siempre, pero mi agresividad lo había pillado desprevenido.