Las persianas del escaparate no estaban bien cerradas. Me puse de puntillas para atisbar entre las lamas. La habitación de delante era de lo más sencilla: ordenador, fotocopiadora y trituradora de papel; no había plantas, ni cuadros ni retrato familiar pegado al monitor, y ni siquiera una segunda silla para una visita. La puerta sin ventanilla del fondo debía de dar a un pasillo y a otras habitaciones.
Bajé corriendo y crucé el mugriento callejón que discurría por detrás del complejo para examinar la parte posterior de la oficina 1138. Una desvencijada escalera de incendios subía hasta una gruesa puerta metálica. La cerradura estaba reluciente y los restos de serrín del rellano indicaban que había sido instalada recientemente.
Di de nuevo la vuelta entera jadeando, y examiné una vez más la puerta delantera por si había decidido abrirse por sí sola entretanto. Pero no.
¿Y ahora, qué?
Recordé al repartidor de FedEx, con el que me había cruzado en la escalera.
Marqué el número que figuraba en el volante, introduje el código de referencia y aguardé oyendo la versión en xilofón de
Arthur’s Theme
que sonaba como música de fondo. Cuando la operadora de atención al cliente me atendió, le dije: «Llamo de Ridgeline. Se me acaba de escapar una entrega y creo que el repartidor sigue todavía por la zona. ¿Podría decirle, por favor, que vuelva a pasar por aquí?».
Me alejé un buen trecho por la galería descubierta. Prefería no quedarme junto al 1138, no fuera a presentarse alguien con unas botas Danner. Pasaron veinte minutos lentísimos. Mi ansiedad y desaliento habían llegado casi a un punto culminante cuando vi la trasera blanca del camión de FedEx abriéndose paso entre el tráfico. Me situé en la puerta de la oficina, puse la punta de una de mis llaves en la cerradura y esperé durante lo que me pareció una eternidad. Al fin, oí pasos en la escalera y me giré, con la llave a la vista, mientras él se acercaba.
—¡Ah, me pilla cerrando!
—Nunca los encuentro últimamente. —Me tendió un sobre express y la tablilla electrónica—. Son ustedes algo complicados.
Firmé J. Edgar Hoover con letra ilegible, y se la devolví.
—Sí —afirmé—, es cierto.
Tuve que hacer un esfuerzo inmenso para no bajar la escalera y cruzar la calle corriendo. Mientras esperaba que el empleado me entregara el coche, recorrí con la mirada, hecho un manojo de nervios, todo el complejo hasta la oficina Ridgeline. Fue entonces cuando me percaté de la cámara de seguridad plateada montada en el alero, justo encima del 1138, que desde la galería no quedaba a la vista. No era igual que las demás.
Y me enfocaba a mí.
* * *
En la etiqueta de FedEx, debajo de «Contenido», habían escrito: «Póliza de seguro».
Sentado a la mesa de la cocina, con toda la casa en silencio, rasgué el sobre. Saqué un trozo de cartón corrugado, doblado y pegado con cinta adhesiva para proteger el contenido. Un Post-it decía: «Cortando comunicación. No contactar». Rompí la cinta metiendo el pulgar. Dentro, había un CD. Inspiré hondo y me froté los ojos. Lancé el cartón al montón de basura del suelo.
¿Un seguro? ¿Para quién? ¿Contra qué?
¿«Cortando comunicación» quería decir que lo había enviado una especie de agente infiltrado? ¿Un espía, quizá?
Subí a mi despacho con el disco y lo metí con febril expectación en el portátil de Ariana.
Vacío.
Solté una maldición y golpeé el escritorio con tal fuerza que el portátil dio un brinco. ¿Es que no podía funcionar ni una sola pista? Después de todos los riesgos que había corrido para conseguir el sobre, y de haber dejado mi imagen grabada en la cámara de seguridad para los tipos de Ridgeline… ¡La ira que ello podría desatar sobre nosotros!
Ariana estaba en el trabajo, estudiando las opciones financieras que teníamos. Inquieto, la llamé como ya había hecho unas cuantas veces y de nuevo me salió el buzón de voz. Tenía apagado el móvil, como habíamos acordado, para que no consiguieran localizarla a través de la señal. Yo había recuperado y estaba usando en ese momento el móvil desechable que le había comprado para que llevase encima, y pudiéramos así ponernos en contacto de día. Muy listo por mi parte.
En la planta baja, en la libreta de direcciones de Ari, encontré el móvil de su secretaria. Dejé que sonara, moviendo nerviosamente la rodilla. Sentí una oleada de alivio cuando respondió.
—¿Patrick? ¿Estás bien? ¿Qué sucede?
—¿Por qué no respondéis al teléfono?
—Es que aún estamos recibiendo llamadas estúpidas sobre…, ya sabes; por eso es más fácil dejar puesto el buzón de voz.
—¿Dónde está Ari?
—En otra reunión. No ha parado en todo el día. No puedo comunicar con ella porque tiene el móvil apagado.
—Está bien. Solo quería saber si…
—Si todo va bien, ¿no? No te preocupes. Está tomando muchas precauciones. Se ha llevado con ella a los dos repartidores más forzudos que tenemos.
La información me hizo sentir mucho mejor.
—¿Puedes decirle que me llame cuando vuelva? —le pedí.
—Claro, pero la reunión debería estar acabando, y me ha dicho que regresaría directamente a casa, así que lo más seguro es que hables con ella antes que yo.
Colgué y me quedé con el teléfono pegado a los labios. Dado que estábamos en pleno día, las cortinas corridas daban una opresiva sensación de encierro. Me había colado otra vez por la cerca trasera, y caí en la cuenta de que no había estado en el patio de delante de casa desde que había vuelto de la cárcel. Armándome de valor, salí al porche. ¿Quién habría imaginado que una cosa tan sencilla pudiera parecer una osadía? Sonaron varias voces, y enseguida apareció una multitud en la acera, haciendo preguntas a gritos y sacando fotos. Cerré los ojos y ladeé la cabeza hacia el sol. Pero allí, tan expuesto, no podía relajarme. En la oscuridad que me proporcionaban mis párpados bajados, volví a ver cómo se abría bruscamente la puerta del baño de Elisabeta mientras yo me escapaba por la ventana para salvarme.
De vuelta en la cocina, me bebí de golpe un vaso de agua y busqué algo de comida, con lo que añadí unas cajas de cartón y un pan enmohecido al montón de basura del suelo. Masticando una barrita energética rancia, volví al despacho y contemplé un rato más el disco vacío en la pantalla. ¿Tal vez había un documento oculto? Pero la memoria marcaba cero. Parecía muy improbable que hubieran conseguido introducir información de tal manera que no ocupase memoria, aunque con aquellos tipos todo era posible. Escondí el disco entre mis DVD vírgenes, ensartándolo en el eje del cartucho, y guardé en un cajón el sobre de FedEx.
Sonó el teléfono. Me apresuré a descolgar.
—¿Ari?
—Estoy fuera de circulación. —Joe Vente—. Memoriza este número. —Me lo dijo de un tirón—. Me encuentro a buen recaudo. A salvo. Nadie tiene este número; quiero decir que, si vienen a matarme, me cabrearé contigo de verdad.
—No diré una palabra.
—Ya he dado el aviso de lo de Elisabeta, o como coño se llamara. Prepárate, porque la mierda empezará a salpicar.
—De acuerdo.
—¡Ah! Y me he ganado esa exclusiva por partida doble.
—¿Eso significa…?
—Ya puedes apostarte el trasero. La he encontrado.
Sorprendí a Trista fuera de su bungaló de Santa Monica, tirando unos envases de Dasani en el cubo de reciclaje.
—¿Agua embotellada? —pregunté—. ¿Le parece responsable desde un punto de vista ecológico?
Se dio media vuelta, protegiéndose los ojos del sol poniente y esbozó una sonrisa triste al reconocerme. Una sonrisa que enseguida se volvió reticente.
—Su camisa está hecha de algodón —observó—, que requiere ciento diez kilos de fertilizante nitrogenado por hectárea cultivada. Y en cuanto a ese coche suyo —un giro de su encantadora cabeza—, si lo convirtiera en un híbrido, ganaría cinco kilómetros por litro, lo cual le ahorraría a la atmósfera diez toneladas de dióxido de carbono al año. —Mientras me acercaba, se inclinó, cayéndole por la cara la rubia cabellera, y me miró los pantalones—. ¿Y ese móvil que lleva en el bolsillo? Tiene un condensador de tantalio, obtenido del coltán, que se extrae del lecho de los ríos del este del Congo, la zona donde viven los gorilas. O donde vivían.
—Me rindo.
—Somos todos unos hipócritas. Todos causamos daño. Simplemente, por el hecho de vivir. Y sí, también bebiendo agua embotellada. —Guardó silencio un momento—. Veo que me sonríe. ¿Va a ponerse coqueto y paternalista?
—No, no. Pero es que he pasado un par de días muy largos, y verla es como un soplo de aire fresco.
—Le gusto.
—No en ese sentido.
—¿Ah, no? ¿Entonces por qué?
—Porque no piensa igual que yo.
—Me alegro de verlo, Patrick.
—Yo no lo maté.
—Ya.
—¿Cómo lo sabe?
—Toda su ira está en la superficie. En realidad no es más que una herida que no quiere reconocer. Vamos adentro.
Había cajas de mudanza esparcidas sobre las baldosas. Evidentemente, la productora no se había demorado en despedirla, ahora que ya no hacía falta que cuidase de Keith. Eché un vistazo al bungaló: bien situado, a cuatro travesías del océano, unos ochenta metros cuadrados que debían de salir por dos mil dólares al mes. Una encimera flotante daba cabida apenas a un fregadero, un microondas y una cafetera. Aparte del baño diminuto, junto al armario, la vivienda era una sola habitación.
Las paredes estaban adornadas con carteles de ballenas.
—Ya sé —dijo al ver que las miraba—, es la decoración de una cría. Pero no puedo evitarlo. ¡Son tan espléndidas! Se me parte el corazón. —Recogió del suelo una botella de Bombay Sapphire y volvió a llenarse el vaso, añadiendo un chorro de tónica—. Disculpe. Seguramente pensará que soy…
—No, por favor. Siempre puedes fiarte de una mujer que bebe ginebra.
—Le ofrecería un poco, pero se me está acabando y voy a tener que estirarla para pasar todo esto. —Metió la lamparilla de noche en un cubo de basura metálico, junto con un puñado de calcetines, y luego miró alrededor, abrumada—. Regreso a Boulder. Me irá bien. Pondré otro proyecto en marcha y… y…
Me estaba dando la espalda; se llevó una mano a la cara, encogió los hombros y comprendí que estaba llorando. O tratando de evitarlo. Soltó un agudo gemido y, al volverse, tenía la cara roja, pero por lo demás parecía normal; un punto cabreada, si acaso.
Bebió un trago, se sentó en la cama y dio una palmadita a su lado. Obedecí. Sobre el edredón había esparcidas fotos satinadas de ballenas varadas o en plena autopsia. Eran imágenes de gran crudeza, imposibles de ignorar. Me produjo una sensación de desesperanza ver a esos magníficos animales convertidos en meros despojos arrastrados por la marea. Una impotencia que se transformaba en asco en el fondo de mi garganta.
Ella cogió una de las fotos y la miró casi enternecida, como si fuese un recuerdo de otra vida.
—Es todo una mierda, Patrick. Ya lo sabe. El sueño nunca llega a cumplirse. Al final, todo se reduce a un montón de componendas y, con mucha suerte, a unas cuantas personas decentes con las que tropiezas de vez en cuando. —Apoyó la cabeza en mi hombro y noté el olor a ginebra.
Se secó la nariz con la manga y volvió a sentarse derecha.
—Mi trabajo era cuidarlo como una niñera. Impedir que se estrellara borracho, que se follara a una chica de diecisiete años o algo parecido. Mantenerlo con vida y sin que acabara en la cárcel hasta que tuviéramos nuestra película. ¿Le parece difícil?
—Muy difícil.
—Sé que lo odiaba. —Arrastraba ligeramente las palabras.
—Quizá no fuese tan mala persona.
—No —dijo—. No lo era. Era una especie de perro labrador bobo, pero sintonizaba lo bastante con la causa para que lográramos enrolarlo. Estrellas, películas, oportunismo… Joder, suena todo tan cínico. —Bajó la vista a una de las fotos: grasa y carne rosada—. Pero yo realmente creo en toda esta mierda.
—¿Y Keith?
—Él era una estrella. ¿Quién coño lo sabe? Lo utilizaban para toda clase de causas. —Ahora hablaba con ironía—. Se aburren, ¿entiende? Buscan pasatiempos, causas nobles. Pero él no tenía por qué escoger esta; no tenía por qué escoger ninguna. Y sin embargo, la escogió. ¿Recuerda cuando las ballenas grises empezaron a varar en la bahía de San Francisco?
—No, lo siento.
—Justo al pie del Golden Gate. Yo lo llevé allí. Ya sabe, una inspección sobre el terreno con biólogos marinos, donde te ensucias los zapatos… Esas chorradas les encantan. Keith estaba emocionado, se compró un anorak Patagonia nuevo. Después, cuando todo el mundo se había ido ya, me puse a buscarlo y no lo encontraba. Resulta que había vuelto junto al agua; estaba acariciando a la ballena, cayéndole una lágrima por la mejilla. Como la lágrima de ese indio de Keep America Beautiful, ¿sabe? Igual. Pero nadie lo vio. Se la enjugó enseguida… «No pasa nada —me dijo—, tranquila, todo va bien.» Pero yo le perdoné muchas cosas por esa lágrima. —Se puso de pie con brusquedad—. He de terminar de recoger. Lo acompaño afuera.
Pero se quedó ahí inmóvil, mirando los carteles combados de las paredes.
—¿Qué demonios hago aquí? —explotó—. Yo no sé nada de cine. Ni de finanzas. No soy sino una estúpida sentimental con un título universitario a medias y una pasión loca por las ballenas. —Examinó el bungaló como si las cuatro paredes mostraran todos sus defectos y sus desilusiones. Cuando recuperó la compostura, se percató de que la contemplaba y se ruborizó por haberse mostrado tan diáfana—. He dicho que he de terminar de recoger.
—Oiga, concédame un minuto, por favor. Usted pasó con Keith mucho tiempo al final…
—¿Hace falta que me lo recuerde?
—¿Le puedo preguntar un par de cosas?
—¿Como qué?
—¿Alguna vez mencionó una empresa llamada Ridgeline?
—¿Ridgeline? No, no me suena de nada.
—¿Alguna vez fue al Starbright Plaza? Es un centro comercial con oficinas junto a Riverside, en Studio City.
—Él jamás bajaba al Valle. —Volvió a desplomarse en la cama—. ¿Nada más?
—Tengo un tiempo limitado, Trista. Soy el principal sospechoso. He de averiguar quién me tendió una trampa para inculparme, y he de hacerlo antes de que la policía venga a por mí y me meta en la cárcel. Porque entonces ya no quedará nadie para averiguarlo.
—¿Y qué quiere que haga? ¿No lo he ayudado bastante ya?