—No… no me lo puedo creer —murmuró Joe—. ¿También te encontraste con ella? ¿La niña enferma? ¿La bolsa llena de dinero?
—Sí. Y los mismos que me dijeron que fuese allí, me tendieron la trampa en el hotel Angeleno.
—¿Así pues, todo iba a parar ahí? ¿Al asesinato de Keith? —Se puso las palmas de las manos sobre la cabeza, un gesto pueril de inquietud—. ¿Y por qué nosotros?
—Piénsalo.
—No puedo pensar ahora mismo.
—Ambos le guardábamos rencor a Keith Conner. Ambos tenemos pleitos en marcha contra él. ¿Un paparazi y una estrella de cine? Es evidente que no os podíais ver, igual que él y yo.
—¿Así pues, ambos éramos posibles cabezas de turco para el asesinato? —Joe soltó un silbido y se pasó las manos por sus ralos pelos—. Joder, esquivé la bala por poco.
Y yo me había puesto justo en su trayectoria. Él podía seguir sacando fotos indiscretas libremente, mientras yo luchaba por mi vida a contrarreloj. Que Joe Vente hubiera demostrado ser más prudente que yo… era una píldora difícil de tragar.
—¿Qué? —Joe me observaba—. ¿Nunca habías visto un cadáver?
Seguí su mirada: me temblaba un músculo del brazo. Me lo apreté con fuerza hasta hacerme daño.
—¿Cuándo viste a Elisabeta?
—Hace unos meses. Había ido recibiendo esos DVD en los que aparecía merodeando por ahí, espiando a famosos. Yo salía en esas grabaciones grabando a otros. Era raro de cojones, como una película francesa o algo así.
Las similitudes con la historia de Doug Beeman me llevaron a preguntarme si no sería aquello otro truco del montaje, una artimaña dentro de otra artimaña. ¿Cómo distinguiría lo que era real de lo que era una invención? Ya no me fiaba de mí mismo, ni tampoco de nadie. Dejé vagar la mirada por el galimatías de la furgoneta, buscando algún indicio de duplicidad y calibrando la distancia hasta la manija de la puerta. Pero tuve que recordarme que yo mismo había comprobado la identidad de Joe en Internet, que era una persona real, o al menos tan real como puede uno serlo en Los Ángeles. Sally y Valentine también habían hablado con él, confirmando su existencia. Algunas de mis intuiciones habían de ser ciertas; no podía continuar en aquel estado si quería mantenerme operativo.
—Al principio —decía Joe—, creí que se trataba de un rival, uno de los tipos a los que me adelanto y les quito un bocado. Sería lógico, ¿no? Después, cuando la cosa se fue poniendo más siniestra, me figuré que alguna estrella había pagado a alguien para vengarse. Algún famoso, vete a saber. Quizá le había sacado una foto a su hijo durante un entrenamiento de fútbol, o lo había pillado cagando en un baño público, algo así.
Adopté un tono ligero para disimular mi canguelo:
—¿A quién pescaste en un baño público?
Me lo dijo. Y solté un silbido.
—Debió ponerse como una pantera, ya lo creo.
—Luego recibí un e-mail como tú, pero sin esa nota de «Ella necesita tu ayuda o morirá». únicamente un MPEG del maletero de un coche aparcado en un callejón. El asunto ya me estaba sacando de quicio, y quería saber qué coño era todo aquello. Encontré la bolsa de lona, seguí el mapa y se la entregué a Elisabeta. Representó su papel, ya sabes, la historia de la nieta. Salí de allí flotando, como si llevara encima un chute de heroína. Unos días más tarde, recibo una llamada ¿vale? Me explican cómo encontrar un plano. Y resulta que el plano muestra dónde han escondido unos chismes de vigilancia en mi casa. Por toda la casa, ¿eh? Me cagué patas abajo. Saqué toda esa mierda de las paredes y la tiré en un cubo de basura que ellos me indicaron, junto con los DVD y demás. Y se acabó. Me enviaron más mensajes, pero ya no podía más.
Lo miré, fascinado. Joe Vente les había sido útil como conejillo de Indias. Con él habían descubierto lo que funcionaba y lo que no. Luego habían depurado su estrategia, modificando la secuencia de los hechos, añadiendo amenazas implícitas y montando una trampa más eficaz.
—¿Así que te dejaron en paz? —Apenas podía creerlo.
—Dejé de seguir su juego. ¿Qué coño iban a hacer?
No tenía respuesta, pero una sensación de pesar me subía por el pecho.
—Fuiste más listo —murmuré—. Tuviste más prudencia.
—¿Más listo? —Soltó una risita—. ¿Prudencia?
—Ya me dirás qué, si no.
Hurgó en una bolsa y sacó algo parecido a un dispositivo de grabación: un receptor que surgía del centro de una semiesfera invertida del tamaño de un paraguas pequeño.
—¿Ves esto? Es un micrófono parabólico. Apuntas, lo enciendes y capta las ondas de sonido. Con este trasto soy capaz de grabar un susurro a cien metros. También puedo colocar un dispositivo que detecta las vibraciones a través de un cristal en una sala de estar, un vehículo en la autopista, el despacho de un médico, y toda la pesca. Lo que digo es que conozco este mundo; lo tengo pinchado. —Se echó atrás, cruzando los brazos.
—No te sigo.
—Me vi superado por completo —afirmó, irritado—. De veras. Me jodió el tarro. Ya no sabía dónde tenía los pies, y no era cuestión de ser listo ni prudente. No tenía las agallas necesarias; no las tenía para llegar tan lejos. Soy un hipócrita y un parásito, pero por lo menos no me miento a mí mismo, joder. Me arrugué. Dejadme en paz si yo os dejo en paz. Y funcionó. No creas que no me atormenta cada puto día del año saber quién pudo conmigo y adónde iba a parar todo esa mierda.
—Al menos ahora ya sabes qué había al final.
—La silla eléctrica. —Lo dijo en broma, pero advirtió mi expresión y añadió—: Te tomaba el pelo. Te acabarás librando.
—¿Cómo? ¿Piensas corroborar mi versión?
Se echó a reír.
—Digamos que, ante la policía, mi palabra vale probablemente menos que la tuya. Te haría más mal que bien. Además, no tengo pruebas, ni nada tangible.
—Ninguno de los dos tiene ninguna.
—Sí, no te quedan testigos. No paran de morirse… —Cayó en la cuenta al fin, y una oleada de temor le cruzó el rostro y lo transformó—. Por eso me has buscado. Para advertirme.
—Sí.
—¿Crees que en realidad…?
—Yo, que tú, no me arriesgaría.
—Joder… —Recorrió la furgoneta con la vista, como si las paredes se estuvieran estrechando. El pánico que le había entrado me reafirmó en la idea de que no estaba en el ajo—. De acuerdo —dijo—. De acuerdo. Ya he desaparecido otras veces cuando la cosa se ha puesto al rojo vivo. —Hundió el pulgar en el relleno de la silla, ensanchando el roto—. Tú no tenías por qué buscarme. Gracias por el aviso.
—Trista Koan —le espeté—. Necesito una dirección.
Asintió despacio, con una pronunciada inclinación de cabeza. Era un tipo acostumbrado a hacer tratos.
—Te la conseguiré. Dame una hora. Y dime tu número.
Le di el número del móvil desechable que le había cogido a Ariana. Me lo hizo repetir dos veces sin anotarlo.
—¿Qué más? —Sus ojos, de color verde claro, resultaban llamativos en un rostro tan tosco.
El eco de los dos impactos amortiguados resonó otra vez en mi cerebro, y me provocó un escalofrío. Luego la punta de la bota negra, apenas visible junto a la ventana del baño…
Joe me miró de un modo raro.
Carraspeé antes de pedirle:
—Me gustaría que dieras el aviso de dónde está el cadáver de Elisabeta. Anónimamente, claro. Yo no puedo intervenir.
—Por lo que me has contado, esa tipa se dedicaba a estafar y había recibido amenazas de muerte. La poli relacionará una cosa con otra y sacará una idea equivocada, o te implicará otra vez a ti. En cualquier caso, los tendrás encima en cuanto aparezca muerta. ¿Para qué informar, en ese caso?
—¿Qué sugieres, entonces? ¿Dejar el cuerpo allí?
—A ella ya le da igual.
—Tendrá familia, seguro.
—¿Y qué? La seguirá teniendo dentro de una semana cuando los vecinos se quejen de la peste. Pero al menos habrás ganado unos días para hacer averiguaciones sin los polis pisándote los talones. Ella nos jodió a los dos. No merece nada mejor.
—Su familia, sí. Haz la llamada.
—Será tu sentencia.
—¿Puedes contarme algo más de Keith Conner?
—Puedo contártelo todo. Pero eso vale una fortuna, colega. ¿Yo qué saco?
—Has dicho que quieres saber quién te estuvo jodiendo. Bueno, esta podría ser tu oportunidad. Ni siquiera te pido que compartas los riesgos conmigo.
Estaba otra vez mordiéndose las uñas, pero se dio cuenta y puso las manos en el regazo.
—Por lo que yo he visto, las estrellas de cine no hacen un carajo. Reuniones, sí. Montones de reuniones. Asesores financieros, agentes, el Coffee Bean en Sunset Boulevard. Y putos almuerzos. De modo que tú merodeas con la esperanza de que pase algo que se salga de la rutina, algo raro, insólito… Un día, hará dos semanas, descubrí algo así: había otro coche siguiéndolo, vigilándolo, pero no era de los habituales. Nosotros nos conocemos todos. Y nadie anda a la caza con un Mercury Sable de vidrios tintados. Le pasé la matrícula a mi contacto en la policía, y adivina qué me dijo: «Esa matrícula no existe».
Bajó la voz, y yo me incliné hacia delante. El hedor de la furgoneta —cacahuetes, café revenido, aire viciado— me estaba causando claustrofobia, pero ahora que había lanzado el anzuelo, no iba a moverme de allí.
—Bueno, el caso es que a mí me pica la curiosidad —prosiguió Joe— y, cuando el coche se despega, voy y lo sigo. Le pierdo la pista en un semáforo, pero lo encuentro aparcado dos manzanas más arriba, en el Starbright Plaza, uno de esos centros comerciales cutres de Riverside, junto a los estudios. Tiendas abajo, oficinas arriba, ¿sabes? Me acerco a echarle un vistazo: tiene un adhesivo Hertz en el parabrisas.
Hertz de nuevo. Como el coche cuyo NIV rastreó Sally.
—Así que alguien había cambiado la matrícula —continuó—. Miro la lista del centro comercial, me doy una vuelta, pero hay la tira de oficinas y no veo nada sospechoso. Me quedo unas horas vigilando el coche, hasta que me aburro y me voy.
—¿Starbright Plaza, dices?
—Starbright Plaza. Es la mejor pista que puedo darte.
Abrí la puerta corredera, inspiré aire fresco y salí a buscar mi coche. Ya había metido la llave en la cerradura cuando oí la furgoneta a mi espalda.
—¡Eh! —gritó Joe con su ronca voz—. Si sobrevives, sigo queriendo la exclusiva.
Al darme la vuelta, ya se alejaba traqueteando.
Ante mí, un anodino complejo de dos plantas —madera marrón y estuco beis— bautizado como Starbright Plaza. La ironía involuntaria era frecuente por esa zona, en los aledaños de la Warner Bros., la Universal y la Disney: llantas y neumáticos Estrella, material de jardinería Blockbuster, motel Alfombra Roja, ¡con televisión por cable GRATIS en cada habitación! Puesto que el aparcamiento estaba lleno, dejé el vehículo en un aparcacoches frente al café que quedaba al final del complejo. Ningún cliente reparó en mí, aunque yo, nervioso y desafiante, estudié sus caras por si alguien daba muestras de reconocerme. Increíble lo egocéntrico que te volvía una buena dosis de miedo.
El empleado me entregó un resguardo en el que se incluía un anuncio satinado de un ceñudo Keith Conner:
Este mes de junio, prepárate.
Este mes de junio, no hay dónde ocultarse.
Este mes de junio… TE VIGILAN.
Un conductor tocó educadamente la bocina; me había quedado embobado en la calzada. Crucé la neblina que formaba en el exterior el aire acondicionado, y eché un vistazo a las tiendas y oficinas experimentando la misma frustración que debía de haber sentido Joe. ¿Cómo te las arreglas para buscar algo sospechoso en un enorme centro comercial?
Dos operarios sacaban de una cristalería un gran ventanal, como un par de extras de un sketch de Laurel y Hardy. Dando por supuesto que las tiendas de la planta baja, que iban desde una tintorería hasta una sucursal de Hallmark, eran igualmente inocuas, me dirigí a la escalera. Un repartidor de FedEx bajaba a toda prisa, tecleando en una tablilla electrónica, y no se molestó en levantar la vista cuando lo esquivé en el rellano.
La galería de la planta superior, dispuesta en forma de una uve enorme, albergaba una interminable hilera de puertas y ventanas. Mientras caminaba sin saber muy bien qué buscar, vi que había unas cuantas de ellas abiertas: cubículos con gráficos en las paredes, tipos jóvenes al teléfono sosteniendo esferas chinas en una mano, venta de acciones, material deportivo a pagar en tres cuotas… Pasé por delante de una agencia de seguros de aspecto poco fiable y de una tienda de películas distribuidas directamente en vídeo, cuyo escaparate exhibía con orgullo unos carteles de insectos gigantes que causaban estragos en una metrópoli. Alguna que otra oficina había sido desmantelada con prisas, y todavía se veían los cables saliendo del techo y de las paredes, y montones de teléfonos de televenta arrumbados por los rincones. Otras, con las persianas cerradas y sin rótulo en la puerta, parecían tan silenciosas como la sala de espera de un dentista. Era evidente que los elevados alquileres provocaban una rotación continua.
Eludiendo las ocasionales cámaras de seguridad, de aspecto muy cutre, seguí adelante por la galería. Me fijaba en las caras y en los nombres de los negocios, pero no dejaba de preguntarme qué demonios hacía allí. Al fin se me acabó el recorrido y llegué a la escalera del fondo. Empezaba a bajar ya cuando me llamó la atención el letrero de latón clavado en la puerta de la última oficina: NO DEJAR PAQUETES SIN ACUSE DE RECIBO. NO DEJAR PAQUETES EN LAS OFICINAS VECINAS. Obedientemente, les habían dejado un volante de FedEx alrededor del picaporte. Aparte del número, 1138, no había ningún rótulo en la puerta, igual que en muchas otras tiendas.
Saqué el volante del picaporte y miré el nombre garabateado con descuido:
Ridgeline, Inc
.
Sentí un hormigueo de excitación. Y miedo. «Cuidado con lo que buscas, porque tal vez lo encuentres.» En este caso, la probable base operativa de los tipos que me habían enviado los mensajes, que me habían embaucado para colgarme un asesinato, que habían matado a tres personas, y suma y sigue.
El volante azul y blanco indicaba un segundo intento de entrega de un paquete remitido desde una oficina de FedEx de Alexandria, Virginia: una ciudad del área de Washington, plagada de intermediarios influyentes y expertos en tráfico de influencias. La procedencia del paquete me resultaba siniestra.