—He de localizar a mi esposa —dije—. ¿No podría acompañarme alguien hasta mi coche?
Se detuvo sin volverse y se encogió de hombros.
—Yo, no.
La puerta se cerró. El pitido perpetuo del monitor me llegaba a través de la pared. Permanecí en la penumbra, escuchando los latidos del corazón de un muerto.
Al ver desde el taxi mi desvencijado Camry, di un suspiro de alivio. Como no había sido detenido formalmente, no me lo habían confiscado. Aún quedaban algunos periodistas frente al hotel Angeleno, pero por suerte yo había aparcado más arriba la noche anterior, y en aquel lugar no había movimiento.
Mientras sacaba los últimos billetes de mi cartera recién recuperada, el educado taxista punyabí señaló el hotel y me preguntó con un inglés impecable:
—¿Ya se ha enterado de lo que pasó aquí anoche?
Asentí y me bajé sin más. Me metí deprisa en mi coche para hundirme en el anonimato del anochecer. No encendí la radio. Mis manos, exangües sobre el volante, tenían un aire cadavérico. Las calles estaban oscuras y húmedas, y las mariposas nocturnas revoloteaban en torno a los globos de las farolas. Al subir por la ladera de la colina, oí un tableteo de helicópteros, la banda sonora de Los Ángeles. Tenía el Sanyo pegado a la oreja; mi padre me estaba diciendo:
—No tienes más que decirlo, y tomamos un avión.
—Yo no lo he hecho, papá. —Notaba la boca seca—. Quiero que lo sepas.
—Claro que lo sabemos.
—Le aconsejé que no fuera a esa ciudad.
—Ahora no, mamá —murmuré, aunque su voz sonaba de fondo, sollozando, y ella no podía oírme.
—¿A que se lo dije?
—Ya —replicó mi padre—, ¡como que habías previsto algo así!
Doblé la curva y vi los helicópteros de la tele volando en círculo y barriendo nuestro jardín con los focos. Me quedé anonadado. Aunque había oído el ruido de hélices, no se me había ocurrido pensar que nuestra casa pudiera ser el motivo. Ahora era yo el sórdido reclamo de las noticias, la rana clavada con alfileres bajo las luces del laboratorio. Los coches y las furgonetas estacionados ocupaban ambos lados de la calle, y las aceras hervían de técnicos y reporteros. Un tipo con gorra de béisbol echaba una ojeada a nuestro buzón. La camioneta blanca de Ari estaba en medio de la pendiente, a metro y medio del bordillo, como si hubiera sido abandonada durante una inundación o una invasión alienígena.
Dejé caer el teléfono, aunque todavía le oí decir a mi madre con voz trémula:
—Cualquier cosa, Patrick. Cualquier cosa que necesites.
Pisé el freno para salir de allí marcha atrás, pero ya era tarde. Se lanzaron sobre mí, obsequiándome con una panorámica frontal de la inundación que había obligado a Ari a dejar tirada su camioneta. Los flashes destellaban, los nudillos aporreaban los cristales, gritos… Maniobré con cuidado hacia el sendero de acceso, entre piernas y caderas apretujadas, hasta que me dominó el impulso de huir y me di por vencido.
Cogiendo el móvil, abrí de un empellón la puerta entre una maraña de brazos y codos. Una lente se resquebrajó contra la ventanilla. Logré ponerme de pie, pero la masa me empujó de nuevo al coche. «¡Dejadle espacio, dejadle espacio!». Volví a levantarme y me abrí paso. Las cámaras, las caras bronceadas y una selva de micrófonos se volcaron sobre mí. «Cómo se siente ahora Sabe su esposa Es verdad que Keith Díganos con sus propias palabras Está usted…»
Me seguían como una masa flotante, tropezando con el bordillo, chocando entre sí. Llegar a nuestra parcela fue como cruzar una línea mágica. La mayoría de reporteros se quedaron atrás, empujando una cerca invisible, pero algunos de ellos me siguieron. Yo estaba demasiado aturdido para protestar. El foco del helicóptero resplandecía sobre mí con una luz blanca y abrasadora, aunque el calor sin duda me lo imaginaba yo; y el aire que levantaban las aspas me arrojaba motas de polvo a los ojos. El porche estaba sembrado de cajas de DHL, con el rótulo ENTREGA EN EL MISMO DÍA impreso en rojo chillón a los lados. Mientras buscaba las llaves, me saltaron a la vista varios de los nombres de los albaranes:
Larry King Live, 20/20, Barbara Walters
.
Metí la llave en la cerradura, pero la puerta cedió por sí sola y apareció Ariana gritando:
—Fuera del porche, ya se lo he dicho, o llamo a la policía otra…
Se quedó paralizada. Nos miramos, pasmados, sin movernos del umbral, mientras una cascada de flashes le iluminaba el rostro en un
crescendo
que iba a la par con mi corazón desbocado. «Qué tal un abrazo de bienvenida Está furiosa con su Puede concedernos un momento entre Cómo debe sentirse…»
Ari me cogió de la mano y me arrastró dentro, mientras la puerta se cerraba de golpe. Ya estaba en casa.
«Cierra con llave», me dijo, y obedecí. No me soltaba la mano. Caminamos hasta el diván y nos sentamos el uno junto al otro casi con calma. En la pantalla enmudecida, Fox News mostraba una vista aérea de la secuencia que yo acababa de protagonizar. Me contemplé a mí mismo: un punto vacilante emergiendo de la masa y avanzando a duras penas por la acera.
Llamaron al timbre. La sudada mano de Ariana se tensó alrededor de la mía. Sonó el teléfono fijo. Luego su móvil. Luego el mío. El fijo de nuevo. Una vez más. Alguien llamó a la puerta con los nudillos educadamente. El móvil de Ari. El mío.
Algunos almohadones del diván estaban tirados por el suelo y otros, colocados de cualquier manera. Sin duda había sido la policía al registrar la casa. Había papeles y facturas esparcidos por la moqueta; los armarios de la cocina permanecían abiertos, y los cajones fuera de su sitio, puestos de pie. Ariana había pasado un infierno, y la culpa era mía.
Junto a un pie vi una de las muchas facturas de mi abogado, que la policía habría revisado y dejado tirada en el suelo. Ahora necesitaría además un criminalista, lo cual significaba, si no se producía un milagro, que habríamos de vender la casa.
¿Qué había hecho? ¿Qué «nos» había hecho?
—Me desperté. Y te habías marchado —dijo Ari.
—No quería asustarte.
—¿Te imaginas lo que ha sido?
—Horrible.
Se disponía a decir algo más, pero bruscamente soltó una maldición. Hurgó en el bolso, encendió el inhibidor y lo tiró sobre el almohadón que había entre ambos. El artilugio se quedó allí, con su aire inocuo, bajo la mirada feroz de Ari, que trató de serenarse antes de proseguir:
—La cama aún estaba caliente. Y tuve que aguantar ahí, sabiendo que te habías ido al hotel.
—No pude resistirme —dije—. Debía ir.
—Yo presentía que era algo malo. Creía que te iban a matar, y estuve a punto de avisar a la policía. Entonces me llamaron. Pensé… —Se tapó la boca hasta que se regularizó su respiración—. Bueno, digamos que nunca me habría imaginado que la noticia de que estabas detenido fuera un alivio.
Los teléfonos comenzaron su serenata de nuevo. Cuando el fijo enmudeció un momento, como si quisiera tomar aliento, Ari se levantó y descolgó el auricular de un manotazo. Volvió al diván, me cogió otra vez la mano y permanecimos el uno junto al otro, mirando al frente, embobados.
—Lo han registrado todo, hasta la puta caja de Tampax. Han vaciado la basura. He entrado un momento en el dormitorio, y un poli estaba leyendo mi diario. Ni siquiera se ha disculpado; se ha limitado a pasar la página.
Sentía la boca seca, pastosa.
—Tú lo sabías. Y no te hice caso.
—Yo tampoco he sabido escuchar muchas veces.
Bajé la vista hacia la factura que tenía al lado de la zapatilla deportiva. Me ardía la cara.
—¿Qué nos he hecho? Si pudiese volver atrás…
—Te perdono.
—No deberías.
—Aun así.
Parpadeé; noté que se me humedecían las mejillas.
—¿Así de fácil?
Me agarraba la mano con tanta fuerza que casi me dolían los dedos. El tableteo de los helicópteros seguía inundando el ambiente nocturno.
—De alguna manera hay que empezar.
* * *
Cada acto parecía exigir una reflexión previa: cambiar de canal en la televisión, pasar junto a la rendija de las cortinas, borrar los mensajes del móvil… En mi Sanyo, que no paraba de funcionar, había veintisiete mensajes: Julianne me apoyaba; un vecino lloraba; un amigo de secundaria disimulaba su excitación bajo un barniz preocupado; mi abogado civil me confirmaba que no había llegado a recibir la propuesta de acuerdo de los estudios y que ahora, cosa comprensible, no conseguía que le dieran ni la hora (quedaba pendiente, no obstante, la cuestión de su provisión de fondos agotada). Y la directora de mi departamento, la doctora Peterson, lamentaba «una jornada entera de clases perdidas. Entiendo que hay circunstancias atenuantes, pero por desgracia seguimos teniendo alumnos bajo nuestra tutela. Hemos de hablar. Te espero mañana a las diez.»
Su brusca manera de colgar me llenó de consternación. Acudiría a la cita, aunque me costara la vida. En medio de todo lo que estaba pasando, necesitaba desesperadamente aferrarme a algo normal. Yo era un simple profesor adjunto, pero ahora me daba cuenta del valor que tenía ese puesto para mí. Era lo que me había obligado a levantarme todas las mañanas, cuando lo que deseaba era rendirme y quedarme acurrucado, y le debía a ese empleo mucho más de lo que yo le había dado a cambio hasta ahora. Me proporcionaba estabilidad. Un lugar de trabajo, una función concreta. El último fragmento de mi antigua identidad. Si llegaba a perderlo, ¿en qué me convertiría?
Apagué mi móvil y lo dejé en el escritorio, en el sitio que ocupaba mi ordenador antes de que se lo llevase la policía. Afuera, la masa de periodistas se había reducido, una vez que los fotógrafos hubieron obtenido las imágenes de mi llegada y que los reporteros hubieron grabado sus reportajes, pero todavía quedaban unas cuantas furgonetas aguardando junto a las aceras, y los helicópteros de la tele continuaban su ronda, incansables. El reloj marcaba las 3.11 de la madrugada. Sentía una extenuación como jamás habría imaginado que fuera posible.
Había utilizado el portátil de Ariana hacía un rato para buscar datos de Ridgeline, Inc., y no había encontrado nada que valiera la pena. Una empresa dentro de otra empresa. Subí la persiana y contemplé los tejados, preguntándome quién me estaría observando. ¿Quién demonios me había hecho aquello? ¿Estaban ahí fuera, regodeándose? ¿Planeaban ya su siguiente paso, o esperaban a que la policía volviera a buscarme?
Crucé el pasillo. Ariana yacía bajo la colcha en posición fetal, manteniendo la falsa cajetilla de Marlboro en la mesilla. Se oyeron un grito afuera y el ladrido de un perro, pero luego regresó el silencio, punteado únicamente por el rumor uniforme de los helicópteros.
—Cuando escribía —le dije—, mis personajes siempre actuaban con calma y sensatez; pensaban deprisa, incluso con elegancia en situaciones extremas. Menuda chorrada. No es así de ningún modo. Yo estaba cagado de miedo.
—Te has portado muy bien. Te las has arreglado para salir.
—Por ahora. —Me metí en la cama, nuestra cama nueva, y le acaricié el cabello—. Quiero decir… ¿asesinato?, ¿cárcel? Vivimos en un estado con pena de muerte. Joder, solo de pensarlo…
—Si nos quedamos así, estamos perdidos. Es demasiado deprimente. Vamos a prometernos una cosa. La última vez que estuvimos en un aprieto, con lo de Don y la película, nos vinimos abajo. Quedamos a la deriva. —Le relucían los oscuros ojos—. Ahora, pase lo que pase, nos mantendremos juntos y lucharemos a muerte. Si nos hundimos, que sea peleando.
Sentí una oleada de gratitud en mi pecho. Mi esposa estaba renovando los votos que nos habíamos hecho mutuamente ante un altar, cuando todo era sencillo y el camino parecía despejado. Aquel día, mientras escuchaba con las piernas flojas el murmullo del cura, no sabía lo que significaban esos votos; ignoraba que eran más importantes que nunca cuando más difícil resultaba mantenerlos.
—Pase lo que pase —dije con la voz ronca de la emoción—, nos mantendremos juntos.
Me abrazó con más fuerza, y el instinto protector se despertó en mí de nuevo, incluso más decidido y vigoroso.
—Ellos no esperaban que saliera de la cárcel —le dije—. Tendría que conseguir una pistola para ti y otra para mí.
—¿Tú sabes disparar? —Me rozó el pecho con el pelo mientras se incorporaba—. Yo no. Y dudo mucho que a la familia Davis se le conceda una licencia de armas próximamente. Además, no creo que nos interese que haya un arma no registrada dando vueltas por aquí. Al menos esta semana.
—Ellos siguen sueltos. Y nadie los busca. Ten por seguro que nos vigilan.
—Sí, pero también todos los demás. —En ese preciso momento oímos cómo un helicóptero sobrevolaba la casa con un zumbido ensordecedor, aunque se alejó enseguida—. Lo cual nos deja a salvo, al menos por esta noche. Con todos esos focos, nadie se va a colar aquí dentro para amenazarnos. Tiene sus ventajas ser el centro de atención. Hemos de ingeniárnoslas para usar a nuestro favor todo lo que nos caiga encima. Es la única manera de salir de esta situación.
—Jugar con las cartas que nos toquen.
—Es lo mismo que te ha dicho la detective Richards —añadió—. Hay muchos interrogantes que despejar antes de que un jurado escriba tu nombre con tinta indeleble.
—¿Quién quería ver muerto a Keith Connor? ¿Quién se beneficia de su muerte? ¿Quién se oculta tras el pasamontañas de ese tipo con botas Danner del cuarenta cinco y con un guijarro incrustado en el tacón?
—Mañana haré averiguaciones sobre abogados criminalistas.
—Y yo seguiré buscando —afirmé—. Si encuentro algo sólido, Sally y Valentine tendrán que escucharme.
Me deslicé junto a ella. La claridad de la luna se colaba por las rendijas de las persianas y bañaba las sábanas con un pálido resplandor. Ariana yacía bocabajo, vuelta hacia mí. La línea donde su piel se posaba sobre la almohada partía su rostro en dos mitades perfectas. Yo tenía la palma de la mano extendida junto a la cara. Y la suya al lado. Nos miramos, dos partes de un todo. Sentía su aliento. La contemplé. Ahí mismo, delante de mí. El corazón palpitante que me había acompañado no solo esa noche, sino casi todas las demás desde hacía once años. Sus oscuros rizos trepaban por la almohada. Un atisbo, una premonición apenas de patas de gallo en el rabillo del ojo. Yo las había visto asomar y cobrar existencia en los últimos años. Eran tan mías como suyas: míos el dolor, la risa, la vida que se había depositado allí. Deseaba quedarme a su lado, y observar cómo se iban ahondando, pero ahora no tenía ninguna garantía de que pudiera hacerlo. Parpadeó lentamente, luego otra vez, y se le cerraron los ojos.