—Pero usted podría haber enviado a otro a llenar el depósito con su tarjeta. No todas las gasolineras tienen cámaras de seguridad instaladas junto a los surtidores.
—Entré en la tienda a comprar un paquete de chicle. Siempre hay cámaras dentro. Apuesto a que encuentra una grabación donde aparezco más o menos a la misma hora en la que alguien con una gorra de los Red Sox dejaba una rata muerta en el parabrisas de Keith. Eso le proporciona un segundo sospechoso y apoya mi tesis de una conspiración para inculparme. Quizá baste para mantenerme fuera de la cárcel mientras Robos y Homicidios elabora una acusación de causa probable.
—A lo mejor no es usted un guionista de segunda…
—Claro, pero soy un sospechoso de segunda también. —Un golpe en la puerta metálica. Bajé la voz—. Ya vuelve. Otra cosa: no me han anotado en el registro. No creo que en realidad esté arrestado.
Gable abrió la puerta de golpe.
—Se acabó la charla, Davis —me espetó—. Ya es hora de salir.
—¿Qué quiere decir? —inquirió Sally—. ¿Le han tomado las huellas y leído sus derechos?
—Lo primero, nada más —contesté mirando a Gable.
Un breve silencio.
—O sea que le han preguntado si podían tomarle las huellas, y eso lo ha convertido en un acto consentido, aunque usted haya pensado que no tenía otro remedio.
—Exacto.
—Pueden retenerlo para interrogarlo durante un tiempo razonable sin que esté arrestado.
—¿No me ha oído? —insistió Gable.
—Sí —dije—. Estoy terminando.
—Si no lo han anotado aún —dijo Sally—, es que la fiscal del distrito no se decide a presentar una acusación.
—¿Por qué? —pregunté.
—Es un caso raro de cojones, y me quedo corta, y la fiscal me tiene —o me tenía— a mí y a Valentine investigando una hipótesis alternativa. Su oficina no puede permitirse otro fiasco, lo cual significa que ha de moverse despacio y con tino. A usted pueden acusarlo cuando ella quiera. Pero no le interesa lanzarse el primer día, a menos que esté segura de que todo encaja y de que tiene el caso bien armado. Esperaron un año para presentar la acusación contra Robert Blake, y mire cómo acabó la cosa.
—Suelte el teléfono —ladró Gable.
Agarré con fuerza el auricular.
—Pero este último material…
—Lo sé —contestó Sally—. No voy a mentirle. Esos e-mails, falsificados o no, son incriminatorios. La fiscal está sopesando si acusarlo ahora o no; el hecho de que haya pasado el caso a Robos y Homicidios indica de qué lado se decanta.
Gable soltó un bufido y arrancó hacia mí.
—Escucha, Frank —musité—, tengo que dejarte. ¿Podrías…?
—¿Contarle a la fiscal las nuevas pistas que me ha dado? Si dan fruto, sí. Una prueba de este tipo podría ser crucial… La induciría a actuar de modo conservador y a postergar el arresto.
Pensé en el gigantón del pasillo y en el amago que había hecho de lanzarse sobre mí. Si la cosa salía mal, esta misma noche compartiría una jaula con tipos como él.
—¿Cuánto tiempo necesitarás?
—Denos un par de horas y luego póngalos entre la espada y la pared.
Hice lo posible para borrar cualquier matiz de desesperación en mi voz.
—¿Y cómo se supone que voy…?
—Ellos han de acusarlo formalmente o soltarlo —informó Sally.
—Pero no me interesa forzar la cosa si… —Gable me miraba fijamente, así que me interrumpí.
—Es la única jugada que le queda —dijo ella—. Dos horas. Para entonces, o le hemos proporcionado algo a la fiscal o es que las pistas son un fiasco.
Gable extendió con impaciencia la mano para quitarme el teléfono, pero yo me di la vuelta. Sujetaba el auricular con tanta fuerza que me dolían los dedos.
—¿Y cómo voy a saber cuál de las dos…?
—No lo sabrá.
Gable puso el pulgar en la base de la horquilla y cortó la comunicación.
* * *
Una hora y cincuenta y siete minutos en la dura silla de madera de la sala de interrogatorios me dejó dolorido y con las lumbares agarrotadas. Actuando por turnos, Gable y su compañero me habían machacado con montones de preguntas sobre todos los aspectos de mi vida. Yo había respondido con sinceridad y coherencia, tratando siempre de dominar mi pánico y devanándome los sesos para decidir cómo iba a jugar mis cartas cuando llegase la hora. Hasta el momento, Gable se había cuidado de plantearlo todo como una pregunta: «¿Quiere pasar a esta habitación?». Mientras obedeciera, no había necesidad de arrestarme, y yo no había demostrado que conociera cuáles eran mis opciones. Hasta ahora.
Nervioso, el policía se paseaba ante mí; el reloj le relucía una y otra vez en la muñeca. Ya les había conseguido a Sally y a Valentine sus dos horas para buscar pruebas discordantes y hablar con la fiscal. Había llegado el momento de forzar la mano y ver si acababa libre o metido en una celda.
—¿Estoy bajo arresto?
Gable se detuvo. Hizo una mueca. Luego afirmó con cautela:
—Yo no he dicho eso.
—Lo ha dado a entender con bastante claridad.
—Usted ha dicho en el escenario del crimen que estaba dispuesto a colaborar con los detectives Richards y Valentine, y ha dado su consentimiento para acompañarlos a comisaría. Lo único que hemos hecho ha sido transferirlo. Le hemos pedido que viniera con nosotros, le hemos preguntado si podíamos tomarle las huellas y si no le importaría responder a unas preguntas.
—Entonces —dije—¿puedo irme con toda libertad?
—No exactamente. Estamos autorizados a retenerlo aquí durante…
—Un tiempo razonable para interrogarme. Muy bien. Llevo ya bajo su custodia unas dieciséis horas. Si me mantiene mucho más tiempo detenido, el jurado podría mosquearse. Suponiendo que lleguemos a ese punto.
—Cuando lleguemos a ese punto.
—No tiene motivos para prolongar mi detención porque he respondido a todas sus preguntas, y ha tenido tiempo para registrar mi casa y mi despacho; por lo tanto no es que necesite retenerme para impedir que destruya pruebas. Y sabe dónde encontrarme si decide volver a detenerme. Tampoco hay riesgo de huida en mi caso: mi cara está en los noticiarios de todos los canales; por consiguiente, aunque no estuviera en serios aprietos financieros, no me sería muy fácil precisamente ponerme unas gafas Groucho y tomar un vuelo a Río.
Había dejado de pasearse, y la sorpresa empezaba a dar paso a la irritación. Proseguí:
—Así que dígale por favor a la fiscal del distrito que ya he terminado de cooperar. Ahora ha de apretar el gatillo y arrestarme… o dejar que intente volver a mi vida.
Se acuclilló ante mí, de manera que su cabeza quedaba por debajo de la mía. Se mordió el labio.
—Usted lo sabía —musitó—. Lo tenía planeado. Todo el tiempo. —Me observó con una mezcla de odio y diversión a partes iguales—. Era su abogado quien estaba al teléfono, ¿no?
Permanecí en silencio.
—Buen abogado —murmuró.
—El mejor.
—Ahora he de hacer yo una llamada. Volveré enseguida con una respuesta. Sea la que sea.
La puerta se cerró, y me quedé solo con mi dolor de espalda y mi triste reflejo en el espejo polarizado. Decir que mi aspecto era desastroso sería quedarse corto: la cara pálida e hinchada, con cercos oscuros bajo los ojos, y el pelo totalmente desgreñado, porque no había cesado de mesármelo con ansiedad. Además, me dolían las articulaciones. Echándome hacia delante, me froté los ojos con las manos.
Tal vez no volviera nunca a casa.
¿En California había inyección letal o silla eléctrica?
¿Cómo demonios había ido a parar allí?
La puerta se entreabrió con un chirrido, y Gable apareció en el umbral. Traté con desesperación de descifrar su rostro: una expresión tensa y llena de desdén.
Le dio a la puerta un empujón en un estallido de ira, y se alejó por el pasillo. La plancha de metal chocó contra la pared y rebotó temblorosamente, vibrando como un diapasón.
Me quedé sentado, mirando cómo temblaba la puerta. Me levanté. Salí al pasillo. Ni rastro de Gable. En el suelo, junto a la jamba, estaba el cubo de plástico con mis pertenencias; el móvil desechable encima de todo, a la vista de cualquiera. Busqué mi Sanyo, pero enseguida recordé que Sally se lo había llevado para examinar los fragmentos que había grabado. Me crujieron las rodillas al agacharme para recoger el cubo. Los ascensores estaban al fondo del pasillo. Con un jadeo que reverberaba en mis oídos, caminé hacia allí pensando que en el último momento surgiría alguien para detenerme y condenarme: lo contrario de un indulto en el último minuto.
Pero no, nadie me detuvo. Una vez que se cerraron las puertas a mi espalda, me apoyé débilmente en la pared con el cubo en la mano. El descenso a la planta baja me pareció eterno. En el vestíbulo no había nadie esperando para apresarme. Lo recorrí con paso vacilante, crucé las sólidas puertas de entrada y salí a la oscuridad. Fuera soplaba un viento cargado de contaminación, pero a mí me pareció tan fresco como una brisa primaveral. Tiré a la basura el móvil de prepago.
Me costaba mantener el equilibrio mientras bajaba la escalinata. Llegué a la acera y me desplomé en el bordillo, con los pies junto a la alcantarilla. Los coches y autobuses pasaban lanzándome una ráfaga de aire. Una hoja revoloteó sobre el asfalto como un pájaro moribundo. La miré; la seguí mirando un rato más.
—Levántese. —Allí estaba; su sombra se alzaba junto a mí. Me sorprendió, aunque un poco nada más—. Tenemos mucho trabajo.
Sally me tendió la mano y yo la acepté tras un instante. Cuando ya me había incorporado a medias, me fallaron las piernas. Volví a sentarme en el bordillo.
—Me parece que necesito un minuto.
—Han influido dos cosas —me contó Sally mientras circulábamos a toda velocidad por la 101—. En la cámara de seguridad de la gasolinera había imágenes suyas frente al mostrador; el empleado nos las ha mandado por e-mail. Eso le proporciona una coartada para el allanamiento en casa de Connor, e implica a un segundo sospechoso en el asunto. Es suficiente para que la fiscal haya decidido tomarse su tiempo.
Dado que Valentine aún seguía por ahí, tratando de localizar a Elisabeta, yo ocupaba el asiento delantero, cosa que me hacía sentir otra vez vagamente humano. Telefoneé a Ariana por quinta vez, pero todos sus números comunicaban. Sally me había devuelto mi Sanyo, diciéndome que los clips grabados no servían de nada. Al encenderlo, el aparato casi se había colapsado debido a la cantidad de mensajes de apoyo que me habían mandado todos los que tenían mi número: demasiados para escucharlos ahora, teniendo en cuenta mi estado.
—Y además —continuó Sally—, el ordenador que usó en Kinko’s —un Compaq— tenía un montón de documentos implantados en el disco duro, que muestran sus planes para cometer el crimen, su obsesión enfermiza por Conner, en fin, toda una serie de archivos que se remontan incluso a un año atrás. Habría que explicar por qué iba a dejar esos documentos en un ordenador alquilado. Pero, por otra parte, es imposible que fuera usted quien los creara.
—Porque las fechas de los documentos no coinciden con los días en que alquilé el ordenador, ¿cierto?
—No. Algo todavía mejor. —Dejó escapar una sonrisa complacida—. El número de serie del Compaq demuestra que formaba parte de una remesa de ordenadores expedida el quince de diciembre pasado. Lo cual quiere decir que el ordenador todavía no existía cuando usted, presuntamente, estaba generando en él documentos comprometedores. Parece que fue más listo que ellos en este punto. Esos tipos dieron por supuesto que usted abriría la cuenta de correo en casa o en su despacho.
—Vale. Patrick, uno; chicos malos, noventa y siete.
—Bueno, ya es algo para empezar.
Volví a llamar a casa, al móvil de Ariana, a su trabajo: comunicaba o estaba descolgado; buzón lleno; no respondía.
Me llamó la atención un icono parpadeante en mi móvil. Un mensaje de texto. ¿Una nueva amenaza? Pulsé nerviosamente los botones para abrirlo y comprobé con alivio que era de Marcello: ME FIGURO QUE QUIZÁ NECESITES ESTO AHORA. La foto adjunta era una imagen estática de la secuencia que había grabado en mi teléfono: el reflejo en el parabrisas del número de identificación del vehículo, ampliado y aclarado. Cerré los ojos y di gracias al cielo por el talento de Marcello para los trucos de posproducción.
—¿Qué pasa? —quiso saber Sally.
Sostuve el teléfono para que viera la imagen.
—Es el NIV del coche del segundo e-mail. Cuando el tipo fue filmando a través del parabrisas para indicarme el camino hasta el Honda del callejón.
Cogió la radio del salpicadero y, transmitiendo el número a comisaría, le pidió a la agente de recepción que lo investigara. Soltó unos cuantos «Ajá» y luego un «¿En serio?». Cuando cortó la comunicación, me informó:
—Esa chica del
night club
, ¿se acuerda? Ha tenido un aborto. Por ello, la demanda de paternidad no nos lleva a ninguna parte. Al menos esa demanda de paternidad en concreto. En cuanto al NIV, no debería resultar difícil localizarlo. Nos responderán enseguida.
—Gracias —le dije—. Por tomarme en serio. Por creerlo todo. Sé que está corriendo un riesgo.
Los neumáticos chirriaron mientras tomábamos la salida.
—Aclaremos una cosa, Patrick. Usted me cae bien, pero no somos amigos. Un hombre ha sido asesinado. Tal vez era un gilipollas, pero lo han matado en mi jurisdicción, y eso me jode. Profundamente. Quiero averiguar quién lo mató y por qué, aunque haya sido usted; y para mí no hay nada tan estimulante como la curiosidad. Además, considéreme anticuada si quiere, pero la mera idea de que una persona inocente permanezca entre rejas me irrita sobremanera. Ya sabe, la justicia, la verdad y todas esas chorradas. Así pues, muchas gracias por darme las gracias, pero conviene que sepa que nada de todo esto lo hago por usted.
Seguimos adelante en silencio. Miré un rato por la ventanilla antes de intentar hablar con Ariana otra vez. Y otra. El teléfono de casa seguía comunicando. ¿Lo habría dejado descolgado? Entre dos intentos sonó mi propio móvil. Miré el identificador de llamada con ansiedad, pero correspondía al departamento de cine de Northridge. Seguramente no llamaban para ofrecerme un aumento de sueldo. Tiré el teléfono con irritación sobre el salpicadero; mientras traqueteaba contra el parabrisas, bajé la cabeza y respiré hondo varias veces. Tardé un rato en darme cuenta de que habíamos dejado de circular.