—Se podría argumentar que los filmó usted.
—Los había ido recibiendo durante meses. Podríamos comparar nuestros movimientos para demostrar que no fui yo. Además, él todavía tiene la grabación del sótano de ese colegio de secundaria.
—Denos la dirección.
Se la anoté.
—Ahora su misión es aclararse, repasar milímetro a milímetro los últimos diez días y buscar algo, cualquier cosa que pueda servirnos. Y mejor que se dé prisa. —Sally arrancó la hoja con la dirección—. Nosotros, entretanto, iremos a ver a Beeman.
—Él confirmará mi versión.
—Confíe en que sea así —dijo Valentine, y ambos salieron.
Permanecí un rato sentado. Tenía escalofríos y miraba embobado el rectángulo del televisor enmudecido, montado en lo alto. Color y movimiento. Siluetas. La telenovela dio paso al anuncio de una nueva maquinilla de afeitar de cinco hojas, lo cual, para mi embotado cerebro, suponía cuatro de más. Cerrando los párpados con energía, intenté revivir todo lo sucedido desde el principio, desde que había salido en calzoncillos al porche aquel gélido martes por la mañana. Pero mis pensamientos se desviaban una y otra vez: la cárcel, mi matrimonio, los restos de mi reputación…
Me puse de pie y abrí la puerta. Había un policía de uniforme apoyado en la pared, hojeando una revista. Nada sorprendente. Levantó la vista y me sostuvo la mirada. Di un paso hacia el pasillo, y él se despegó de la pared. Retrocedí. Él volvió a apoyarse como si nada.
—Vale —dije cerrando la puerta, y regresé dócilmente a la silla.
Elisabeta salía en la televisión.
Sí, era ella, sentada en un sofá blanco, con las piernas cruzadas; unas cortinas se agitaban a su espalda.
Durante unos instantes mi cerebro no consiguió computar lo que estaba viendo. ¿Los periodistas habían descubierto mi conexión con ella? ¿Tan deprisa?
Pero no. Había un rótulo publicitario en la base de la pantalla. Me levanté, di unos pasos vacilantes y, poniéndome de puntillas, subí el volumen.
Elisabeta decía:
—… una bebida combinada rica en fibras que mantiene mi regularidad y disminuye el riesgo de dolencias cardíacas.
Sin acento. Era asombroso, desconcertante, como si hubiese sintonizado una entrevista con Antonio Banderas hablando en
patois
jamaicano.
Ahora se la veía caminar por un repecho cubierto de hierba, con un suéter sobre los hombros y una sonrisa en los labios. Una ronroneante voz en off decía: «Fiberestore. Para mantener un sistema digestivo sano. Una vida sana». Una sonrisa en primer plano. Aquella cara de rasgos totalmente vulgares y nariz un poquitín torcida… Si ella era capaz de mejorar consumiendo más fibra, cualquiera lo lograría.
Me ardían los pulmones; se me había olvidado respirar.
Elisabeta. En un anuncio de la tele. Hablando como si hubiera nacido en Columbus, Ohio.
Una actriz. Contratada para interpretar un papel.
Lo cual significaba que Doug Beeman, mi última esperanza, probablemente ya no era mi última esperanza. Me imaginé a Sally y a Valentine apresurándose hacia el apartamento en ese mismo instante. Un viaje inútil.
Retrocedí aturdido, me senté en el borde del asiento y acabé cayendo al suelo, mientras la silla se volcaba hacia atrás. Me era imposible despegar los ojos de la tele, aunque ya había reaparecido la telenovela hacía rato.
Se abrió la puerta enérgicamente, y entró Kent Gable escoltado por un grupito de tipos trajeados: pantalones oscuros, pistoleras abultando bajo la chaqueta, insignias relucientes en los cinturones… División de Robos y Homicidios de pies a cabeza, incluidos los mocasines de pisada firme. Gable ladeó la cabeza y me miró desde lo alto. Bajo mis manos, sentía las baldosas del suelo tan heladas como la muerte, como el frío que me había penetrado hasta los huesos.
—Lo siento, Davis —dijo—. Se acabó el recreo.
—¿Por qué…? —Me aclaré la garganta y volví a intentarlo—. ¿Por qué ha cambiado la fiscal de opinión?
Mientras entrábamos a toda velocidad en la autopista, Gable respondió lanzándome una carpeta al asiento trasero.
Me dio en pleno pecho. Como me habían esposado, tuve que mover las manos juntas para pasar las páginas. Tenían el aspecto de correos electrónicos impresos.
Su compañero, un hispano corpulento que no se había identificado, se encargó de aclararme la cosa:
—Hemos registrado su casa. Parece como si se nos hubiera adelantado. —No se molestó en girarse, y no le veía más que el rasurado cogote—. Y después nos hemos pasado por su trabajo; esa oficina compartida que cuenta con un ordenador Dell. ¿Qué se creía? ¿Que no íbamos a revisar todos sus ordenadores?
El primer e-mail, enviado desde [email protected] a mi cuenta de correo, decía: «Recibida su petición. ¿Es esto lo que buscaba? Avísenos si necesita alguna otra información». El documento adjunto era un plano impreso de algo parecido a una mansión. Me fijé en la fecha: seis meses atrás.
El miedo me enronquecía la voz.
—¿Qué es esto?
—Siga leyendo —indicó Gable—. Luego es más interesante.
Un mensaje de respuesta, en apariencia mío: «¿Pueden seguir a alguien y conseguir información de sus horarios?».
Miré de nuevo el plano. La mansión resultaba conocida, cómo no, incluidos la piscina olímpica y el garaje para ocho coches.
Pasé a la otra página: «Eso no lo hacemos. Solo documentos. Lo siento, amigo. Deje el dinero en el lugar indicado».
Los siguientes mensajes, que también parecían míos, eran intentos frustrados para obtener una pistola no registrada de varios proveedores que no fueran demasiado indeseables, por lo visto. La última página era una reserva
on-line
en el hotel Angeleno que, claro está, había hecho bajo un nombre supuesto.
Gable me observaba con fijeza por el retrovisor. Yo estaba paralizado de incredulidad, boquiabierto y tembloroso, incapaz de pronunciar palabra. Sally y Valentine, los únicos que me creían, estaban siguiendo una pista falsa. Y ahora incluso había más cosas que negar. Las pruebas eran abrumadoras. La primera idea que me asaltó en medio del pánico fue que tal vez había perdido el juicio. ¿No sería una crisis psicótica lo que experimentaba en mi interior?
Los coches pasaban zumbando a ambos lados, gente que regresaba del almuerzo; una morenita menuda fumaba y hablaba por el móvil, apoyando un pie en el salpicadero; unos mexicanos vendían flores en la rampa de salida, las chicas de color de Lou Reed decían dú du-dú du-dú-dú dú desde una radio…
—¿De veras cree que borrando un archivo del ordenador se libra de él para siempre? —me dijo el compañero de Gable—. Esa mierda nunca desaparece. Nuestro técnico ha sacado toda la información en diez minutos.
—Pero ¿el ordenador de casa estaba limpio? —pregunté muy despacio.
—Por ahora. —Gable me miró ceñudo—. ¿Qué más da? Con el material de ese Dell ya lo tenemos frito.
Meneé la cabeza y volví a mirar por la ventanilla. El sol me calentaba la cara. Tenía frío y hambre, y mucho más miedo del que creía posible sentir. Pero acababan de mostrarme un primer resquicio en la armadura y ello me procuraba una nueva determinación. Si quería tener la menor posibilidad de seguir fuera de la cárcel, debía repasar cada minuto de los últimos nueve días y encontrar otros resquicios parecidos. A la misma velocidad con la que ellos armaban la acusación contra mí, yo debía desmantelarla.
Y tenía que hacerlo en los próximos veinte minutos, antes de que llegáramos al centro de la ciudad y de que yo desapareciera en la Central de Hombres.
* * *
Un gigante tatuado, vistiendo un mono de color naranja y con las esposas atadas a una cadena en torno a la cintura, tapaba por completo el fondo del pasillo. Caminaba con un guardia a cada lado, y me pregunté si habría espacio para que pasáramos nosotros. Gable me sujetó con más fuerza del antebrazo y siguió guiándome hacia delante. Al acercarnos, el preso hizo amago de darme un cabezazo, y yo retrocedí dando un traspié. Continué oyendo el eco de sus carcajadas incluso después de doblar la esquina.
Entramos en la zona de admisión: varias mesas, la cámara de fotos con la mampara de fondo y unos bancos atornillados en el suelo de hormigón. Algunos funcionarios aburridos comían platos tex-mex mientras tramitaban papeleo. En un diminuto televisor se mostraba aquella foto mía, luciendo el bléiser, que mi agente me había obligado a ponerme después de vender el guión, para el anuncio oficial de la productora. Tenía la misma pinta que cualquier otro gilipollas que estuviera dispuesto a escalar la cima.
Un funcionario de mofletes caídos levantó la vista, y masculló:
—El chico de Keith Conner. ¿Podemos tomarle las huellas?
—Ya están en el sistema —dije.
—Estupendo. Entonces coincidirán a la perfección. Es el procedimiento de rutina.
Aún tenía el corazón acelerado por el susto del pasillo. Asentí, pues, y el tipo me tomó las huellas con destreza, mientras Gable y su compañero alardeaban ante los demás, diciendo chorradas sobre las películas de polis de Keith y las pifias que cometían. Las manazas del funcionario manipulaban mis dedos de un lado para otro. No me decía nada; no me miraba a los ojos, como si yo fuese un muñeco inanimado. Mis escasas pertenencias habían ido a parar a un cubo de plástico, pero al menos seguía con mi propia ropa. El hecho de conservarla todavía me parecía una ventaja extraordinaria.
—Me gustaría hacer una llamada —manifesté cuando terminó. Miradas inexpresivas—. Tengo derecho a una llamada, ¿no?
El funcionario me señaló un teléfono adosado a la pared.
—Voy a llamar a mi abogado —dije—. ¿Puedo usar una línea privada, por favor?
El compañero de Gable me soltó:
—¿Quiere que vayamos a buscar a una vidente también, para que pueda comunicarse con Johnnie Cochran?
[3]
Entre las múltiples risas, Gable me guio, doblando una esquina, hasta una sala de visitas partida por un panel de plexiglás, provisto de una ranura para pasar documentos. No había ningún abogado detrás de la ventanilla, claro; simplemente, un anticuado teléfono negro en el lado que me correspondía de la repisa de madera carcomida.
—¿Ya tiene escogido un criminalista? —inquirió Gable—. ¡Vaya, vaya! Veo que había hecho planes con antelación.
—No. Voy a llamar a un abogado de derecho civil para que me recomiende uno. Pero nuestra conversación sigue siendo confidencial.
—Tiene cinco minutos.
Me dejó solo. Oí cómo se alejaban sus pasos y cómo se reanudaba la conversación al fondo del pasillo.
Descolgué el teléfono y pulsé el cero. Cuando respondió la operadora, le pedí que me pusiera con la comisaría oeste. Tras unos segundos, me atendió la agente de recepción.
—Hola, soy Patrick Davis. Tengo que hablar de inmediato con la detective Sally Richards. ¿Podría pasar la llamada directamente a su teléfono móvil?
—Humm, un segundito… Patrick Davis… ¿Patrick Davis? ¿No acabamos de detenerlo?
—Sí, señora.
—¿Desde dónde llama, hijo?
—Cárcel Central de Hombres.
—Ya entiendo. Espere, a ver qué puedo hacer.
Se hizo un silencio salpicado de interferencias. No me había limpiado la tinta del todo; me quedaban restos de color azul marino en las puntas de los dedos. Las deslicé por la superficie de plexiglás, dejando unas rayas casi imperceptibles.
—¿Patrick? —Era Sally.
—Sí, yo…
—Nos han apartado del caso. No puedo hablar con usted, así no. Ya sabe que ahí los teléfonos públicos están intervenidos.
—Les he dicho que iba a llamar a mi abogado y me han proporcionado una línea de la sala de visitas. De modo que estamos a salvo.
—¡Ah! —Una nota de sorpresa.
—¿Está en casa de Beeman?
—No. Nos hemos marchado; no había nadie. Volveremos en unos…
—Olvídelo. Escuche. ¿Se acuerda de Elisabeta? Es una actriz. Sale en un anuncio de Fiberestore: la mujer mayor sentada en un sofá blanco. Encuéntrela. La habían contratado; seguro que a Beeman también…
—A ver, un momento. Contrataron actores…
—Para manipularme, sí. Como no tengo mucho tiempo, voy a hablar deprisa: Gable ha sacado unos documentos comprometedores del ordenador de mi trabajo.
—Ya me lo han contado.
—Creo que fueron instalados como un virus al abrir los mensajes.
—¿Por qué lo cree?
—Porque me cuidé de no abrir ninguno en casa y, según Gable, los forenses no sacaron nada de mi propio ordenador.
—Que es donde los tipos que quieren incriminarlo habrían preferido, como es lógico, que se encontrara ese material.
—Exacto. Ellos sabían cuándo entraba en la cuenta para leer los mensajes, pero creo que no sabían desde dónde entraba.
—Vale… ¿y?
—También abrí mensajes en Kinko’s y en un café de Internet. —Le di las señas—. ¿Se encargará de mirar si quedó instalado algún documento sobre Conner en los ordenadores que usé ahí?
—¿De qué nos serviría?
—Varios de esos documentos falsificados tienen una fecha anterior. Si quedó alguno instalado en los ordenadores que le menciono, mostrará una hora y una fecha en la que yo no estaba en ninguno de esos sitios pagando la tarifa para usarlos.
Me dio la impresión de que Sally se excitaba, al menos a su manera, al decir:
—Kinko’s y todos los cafés de Internet conservan registros del uso de sus equipos. Incluso utilizan códigos de acceso para rastrear a los usuarios. ¿Pagó con tarjeta de crédito?
—Sí.
—Todavía mejor. —Oía su bolígrafo garabateando a toda prisa—. Incluso si esto resulta, necesitaré algo más, cualquier cosa que se le ocurra para volver a abordar a la fiscal.
—Lo he repasado todo, milímetro a milímetro, como usted me recomendó, y he descubierto otro detalle que podría utilizar: la noche del quince de febrero, a las nueve…
—Cuando la casa de Keith sufrió el ataque vandálico. Sí.
—Yo me dirigía a casa de Elisabeta, en Indio. Me enviaron tan lejos para quitarme de en medio, para que nadie me viera en otra parte. Pero mi indicador de gasolina está estropeado.
—¿Y qué?
—Parece que tenga el depósito lleno, aunque no sea así. Debieron revisarlo para asegurarse de que no habría de parar a repostar. Así nadie podría proporcionarme una coartada.
—Pero usted sí se detuvo a repostar.
—Sí. Revise el registro de mis tarjetas de crédito y verá en qué estación de servicio lo hice.