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Authors: Gregg Hurwitz

Tags: #Intriga, Policíaco

O ella muere (24 page)

—Pero no era tuyo. Así que no está en deuda contigo.

Noté una sensación de náusea, un chorro helado en las entrañas. Me senté poco a poco en la silla que tenía Ari delante. Se le veía en la cara que se sentía fatal. Hurgó en el bolso y sacó un paquete de pastillas de bicarbonato. Aquel bolso era como el estómago de Tiburón; siempre salía algo distinto: unas gafas de sol, un nuevo lápiz de labios, un destornillador…

Mientras masticaba la tableta, comprobó que había apretado el botón de la cajetilla-inhibidor y prosiguió.

—Si el dinero se lo ofrecen sin condiciones, ¿por qué no se lo entregaron ellos mismos? Quizá el hecho de aceptarlo la ponga en peligro; no puedes saberlo.

—Ella estaría dispuesta a correr el riesgo para que no muera su nieta —murmuré.

—Pero no ha llegado a tomar esa decisión.

—Porque la he tomado yo por ella. —Me froté los ojos, y solté una especie de gruñido—. Pero ¿qué demonios se suponía que iba a hacer? ¿Llamar a la policía porque pensaba que la mujer podía morir?

—Entonces, no. Pero ahora… ¿por qué no?

—Porque lo averiguarán. Después de lo que nos han mostrado hasta ahora, ¿nos apetece en realidad descubrir qué represalias toman cuando están cabreados? Además, ¿olvidas que podría estar en juego una demanda millonaria dependiendo de mi actitud?

—Entonces, ¿piensas seguir así? —me preguntó—. ¿Cumpliendo a ciegas las órdenes de un jefe todopoderoso al que ni siquiera conoces, y quedarte esperando como un payaso en una obra de Beckett? ¿Cuánto tiempo durará?

—Hasta que cerremos el acuerdo con el estudio. Hasta que se me ocurra cómo llegar al fondo del asunto, cómo llegar a ellos.

—¿Y mientras? No es tu propia vida, sino las vidas de otros lo que estás manipulando.

—No es tan sencillo, Ari.

—Probablemente hay miles de críos en este país con la misma dolencia que esa niña. Millones de personas con millones de problemas. ¿Qué es lo que distingue su vida de la de otro?

—Que yo puedo salvar la suya. —Ari alzó las cejas, y yo levanté las manos, en parte para disculparme, en parte para serenarme. Notaba la nuca agarrotada—. Sé que suena como una especie de complejo de dios…

—Ni siquiera eso, Patrick. Es un complejo de dios por persona interpuesta.

—Pero esas personas vienen a ser como rehenes, aunque no lo sepan. Esa niña me ha sido confiada, igual que Beeman. Ha sido convertida en mi problema, en mi responsabilidad. Si me han dado una bolsa llena de dinero para salvar su vida… ¿cómo no voy a entregársela?

—Bastaría con no prestarse a su juego, sencillamente. ¿Cómo era esa frase de
Juegos de guerra
?

—«La única jugada ganadora es no jugar.» —recité soltando un hosco bufido.

Asintió con solemnidad.

—Mira, los dos estamos de acuerdo en que hemos de salir de este lío. Y para ello, tú puedes seguir tu juego tanto como quieras. Pero no juegues el suyo.

Miré por encima de la cerca vencida. La ventana del dormitorio de Don y Martinique estaba oscura y la cortina, inmóvil. Un dormitorio como el nuestro, una casa como la nuestra. Nuestro pequeño y tranquilo barrio; cada cual con su propia historia. Y sin embargo, las dimensiones y el peligro de lo que yo afrontaba se habían disparado repentinamente. ¿Cómo me las había arreglado para salir del marco de aquella vida ordinaria?

—Tienes razón. —Me golpeé los muslos con ambos manos—. Mientras siga mordiendo el anzuelo, me tienen atrapado. Voy a parar. Basta de mirar el e-mail. Basta de seguir sus instrucciones. Y que pase lo que tenga que pasar.

—Yo estaré a tu lado. —Se inclinó y me besó en la mejilla—. Es la única opción acertada. Has de desafiarlos y conseguir que descubran su juego.

Se levantó y entró en casa, cabizbaja.

Me quedé un rato en compañía de los grillos, mirando hacia la parte del jardín que se perdía en las sombras.

—¿Y si no es un farol? —murmuré.

* * *

Permanecí despierto junto a Ariana en la tranquila oscuridad del dormitorio. Ella se había dormido hacía una hora, y yo me había pasado el rato desde entonces mirando el techo. Al fin me levanté. Fui a mi despacho, desenchufé el móvil del cargador y miré la secuencia de diez segundos que había conseguido grabar con él del último vídeo.

La perspectiva a través del parabrisas mientras el coche circulaba. La grabación se interrumpía mucho antes de llegar al callejón y al Honda Civic.

Descargué el clip en el ordenador y lo amplié para que llenara por completo la pantalla: un camión que pasaba con las luces de posición encendidas ocupaba unos segundos todo el campo de visión y provocaba una serie de reflejos en el parabrisas. Al llamarme la atención un punto plateado en la parte inferior, retrocedí y paralicé la imagen. No pasaba de ser una mancha alargada en la base del cristal. Me acerqué a la pantalla, guiñando los ojos: era un reflejo de la parte superior del salpicadero…

La placa. La placa metálica donde iba grabado el número de identificación del vehículo.

Estaba muy borrosa, pero tal vez con las herramientas adecuadas pudiera verse con claridad. Constituía mi primera pista concreta. Pasé el dedo por la imagen como saboreándola.

Las campanillas orientales de mi móvil sonaron de improviso. Bajé la vista con lentitud y lo miré, ahí junto al teclado. Lo cogí. Una notificación de mensaje. Sin asunto.

Me entró un sudor frío, y mi pulgar se movió casi por sí solo.

E-MAIL MAÑANA, 19.00 H.

ASUNTO DE VIDA O MUERTE.

ESTA VEZ ES ALGUIEN QUE CONOCES.

Capítulo 31

Sentado en el coche, en el aparcamiento, miré cómo desfilaban los alumnos hacia las clases. El teléfono sonaba y sonaba. Por fin me respondió.

—Diga.

—¿Papá?

—Detén las rotativas. —Y luego, apartando el teléfono y gritándole a mi madre—: ¡Es Patrick! ¡Patrick! —Otra vez a mí—: Tu madre está en el coche. —Mi padre, de Lynn, Massachussets, tiene el áspero acento de Boston; yo no lo había adquirido porque me había criado en Newton—. ¿Todavía hay problemas con Ari?

—Sí, pero lo estamos arreglando. —Escuchar su voz me hizo pensar en lo mucho que los echaba de menos, y en lo triste que era que hubiera de producirse una situación semejante para que yo descolgara el teléfono—. Lamento haber estado un poco desaparecido estos dos últimos meses.

—No importa, Paddy. Has tenido una mala racha. ¿Ya has encontrado un trabajo?

—Sí. Otra vez en la enseñanza. Se acabó lo de escribir.

—Escucha, tu madre y yo estábamos a punto de ir a la ciudad. ¿Va todo bien?

—Solo quería saber cómo estáis. De salud y demás. Si necesitáis algo, puedo subirme a un avión en cualquier momento, sin importar lo que esté haciendo.

—¿Es que te has unido allí a una de esas sectas?

—Era un decir. Es para que lo sepas.

—Todo va bien por aquí. Aún nos queda mucha cuerda.

—Lo sé, papá.

—Todavía no estamos en la tumba.

—No pretendía…

Unos bocinazos de fondo.

—Escucha, tu madre acaba de descubrir la bocina. Hazme un favor, Patrick: llámala esta semana. No tienes que telefonear solo cuando estás bien. Somos tus padres.

Se despidió, y yo me quedé un momento sentado, sintiendo otra vez el escalofrío que me había recorrido la noche anterior cuando el mensaje amenazador había aparecido en mi móvil. Como era de prever, se había desvanecido segundos después de que lo leyera. El hecho de que los mensajes se autodestruyeran sistemáticamente me obligaba a preguntarme si toda aquella intriga no sería una invención mía. Pero no: el nudo que tenía en la garganta me decía que era demasiado real.

Me saludó un alumno que pasaba por delante, y a mí me costó un esfuerzo levantar la mano y devolverle el saludo. A juzgar por lo aislado que me sentía allí del mundo exterior, cualquiera habría dicho que no estaba en un coche, sino en un submarino.

ESTA VEZ ES ALGUIEN QUE CONOCES.

Repasé los números guardados en mi móvil. Todos los nombres… Abarcaban mucho más de lo que yo podría cubrir, aun suponiendo que supiera qué buscar; para no hablar de los nombres que no figuraban en el aparato. Podía ser cualquiera: desde Julianne hasta Punch; incluso Bill, el cajero de Bel Air Foods; un alumno mío; un compañero de habitación de la universidad; un vecino al que alguna vez le había pedido un poco de azúcar, o una persona a la que había amado.

Cerré el móvil y lo puse otra vez en el salpicadero.

—La única manera de vencerlos —dije en alto— es no jugar.

* * *

Encontré a Marcello solo en la cabina de edición, manejando la consola de sonido digital. En el monitor adosado, se veía a un tipo en traje de baño detenido a medio salto al borde de un trampolín. Cuando Marcello liberó al saltador con un clic del ratón, el
bang
de la plancha de madera sonó desincronizado.

—¿Quieres echarle a esto un vistazo? —le pregunté.

Paralizó al saltador mientras impactaba contra el agua, y se inclinó sobre mi móvil. Accioné el clip de diez segundos.


Cinema verité
—dijo él al final—. Yo diría que el coche es una metáfora del camino de la vida.

—No puedo pausarlo en el móvil, pero fíjate bien. —Volví a pasar la secuencia—. Hay un pequeño reflejo en el parabrisas, justo cuando pasa el camión. ¿Lo ves? Me parece que es el número de identificación del vehículo. ¿Habría algún modo de descargarlo en Final Cut Pro y aumentar la resolución?

—Costaría bastante. Enfocar la imagen, quiero decir. —Un matiz de irritación en la voz—. Patrick, ¿qué es todo esto?

Cruzó los brazos con impaciencia mientras yo pensaba cómo formular lo que quería decirle.

—Me están enviando atisbos de la vida de otras personas; de sus problemas.

—¿Como los que te enviaban a ti?

—Sí, más o menos. Es un poco complicado. —Me miró, ceñudo—. ¿Qué? —dije.

—Ya no existe ni una pizca de maldita privacidad. Es como si nos hubiéramos acostumbrado, o como si hubiéramos ido cediendo poco a poco: leyes de escuchas, ciudadanos considerados «combatientes enemigos», Seguridad Nacional registrándote de arriba abajo… Por no hacer referencia a todos esos
reality
de mierda:
Girls Gone Wild
,
[2]
políticos llorando en YouTube, esposas sacando los trapos sucios en
Dr. Phil
… Ni siquiera puedes morirte ya en la guerra sin que cualquier imbécil con pantalla plana consiga ver la secuencia tomada con infrarrojos. No hay… —movió la mandíbula e hizo una mueca, buscando el término adecuado—… decoro. —Suspiró agitado—. Antes tenías que ser famoso para ser famoso. Pero ¿ahora? Todo es real; todo es falsificación. ¿De dónde sale esa maldita fascinación por monitorizarlo todo, por pegar el ojo a cada cerradura?

—Supongo… —Me callé y me miré los mocasines.

—¿Sí?

—Supongo que a la gente le consuela comprobar que las cosas pueden irle mal a cualquiera, que no le ocurre solamente a uno y que nadie tiene la respuesta mágica.

Me sentí desnudo ante su comprensiva mirada.

—Cuando era un crío, creía que las películas eran mágicas. Y luego me metí por dentro. —Soltó una risa melancólica, pasándose la mano por la barba—: tipos trabajando en despachos, en platós, o ante monitores de ordenador. Y ya está. Hay una pérdida evidente ahí. Supongo que todo el mundo la siente. Como cuando alcanzas algo que andabas buscando y lo ves en primer plano, con verrugas y todo. ¿Qué haces entonces?

Chasqueó los labios, se giró con brusquedad hacia la consola y se aplicó otra vez a ajustar la mezcla del clip de su alumno. La secuencia retrocedió a toda velocidad: el saltador emergía y se elevaba por los aires; las salpicaduras se reabsorbían y dibujaban otra vez una superficie plana. ¡Con qué facilidad se disolvía el desorden!

—Marcello. —Me salió una voz algo ronca—. Esto se ha convertido en algo mucho más serio que un juego de voyerismo.

—Lo sé —dijo sin volverse—. Dame el móvil. Ya he terminado de despotricar.

—¿Estás seguro? —pregunté dejando el teléfono encima del escritorio.

—Creo que sí. Iba a decir algo sobre Britney Spears y su tendencia a andar sin bragas, pero… no sé, he perdido el hilo.

Empezaron a entrar alumnos. Bajé la voz:

—Nadie ha de saber que lo estás haciendo. Podría ponerte en peligro. ¿Eres consciente?

Me ahuyentó con un gesto.

—¿No llegas tarde a ninguna clase?

* * *

Aunque no se veía luz en el apartamento de Doug Beeman, volví a llamar a la puerta de pintura desconchada. Tampoco hubo respuesta. Ningún ojo atisbaba por la cerradura esta vez; solo había oscuridad. Apoyé la frente en la jamba y permanecí allí impotente, dejándome invadir por los sonidos y los olores del vecindario: el estruendo del equipo de sonido de un coche tuneado, un aroma de comida especiada, quizá india, el alboroto amortiguado de un partido de Los Lakers que se colaba a través de los muros…

Me moría de impaciencia por hallar respuestas. O a falta de respuestas, por un poco de comunicación, por una oportunidad para detenerme sobre las piezas del rompecabezas y poder pulirlas a fondo. De camino a casa de Doug Beeman, pasé por el callejón, junto al campus, y no me sorprendió observar que el Honda ya no estaba. En cuanto hube sacado del maletero la bolsa del dinero, ellos debieron de haber retirado el coche. Y ahora, ese silencio en la puerta de Beeman y la oscuridad tras las cortinas. Mientras me daba media vuelta, comprendí hasta qué punto me afectaba aquel asunto.

Las palabras de Ariana, advirtiéndome sobre todas las consecuencias que yo no había considerado siquiera, continuaban resonando en mi mente. Me habría gustado encontrar allí algo que aplacase su inquietud. Volvería al día siguiente a primera hora para asegurarme de que Beeman seguía bien. Y ya tenía decidido ir a Indio después de las clases de la mañana para comprobar cómo estaba Elisabeta.

El edificio entero y las calles colindantes rebosaban de vida y movimiento, de música y rumor de motores. Se oían risas infantiles, chasquidos de latas de cerveza, los gritos de alguna mujer hablando por teléfono. Montones de personas. ¿Cuántas se encontrarían al borde de la catástrofe? Un aneurisma, un coágulo acechando, una válvula cardiaca a punto de fallar… ¿En cuántos de aquellos apartamentos habría una fuga de gas, un tejado en peligro, o una capa de moho letal creciendo bajo la tabla de yeso?

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