O ella muere (25 page)

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Authors: Gregg Hurwitz

Tags: #Intriga, Policíaco

¿Cuál de los nombres de mi agenda se enfrentaba a un plazo fatídico parecido?

* * *

Frente al semáforo, mi desazón se disparó a cien: me brincaban las rodillas, tamborileaba con las uñas y me agitaba en el asiento como un crío antes del recreo. El reloj del salpicadero marcaba las 18.53. Faltaban, pues, siete minutos para que el siguiente e-mail entrara en mi buzón. Me vino de nuevo a la memoria que, aunque era martes y la jornada había terminado, todavía no había tenido noticias de mi abogado sobre las condiciones de la productora para llegar a un acuerdo. ¿Sería cosa de ellos? ¿Estarían esperando a ver si me portaba como un buen chico? Yo seguía siendo, a fin de cuentas, una rata en su laberinto: aprieta la palanca, toma una pildorita.

El semáforo rojo parecía eterno. Bajé el cristal de la ventanilla, tarareé la canción de moda que simulaba escuchar y seguí el ritmo con el pie. Pese a que intentaba no prestarle atención, sabía que estaba allí (lo veía desde el límite del rabillo del ojo), asomado tras la valla publicitaria de la iglesia… Al fin miré el rótulo de Kinko’s, que parecía hacerme señas como el neón de un bar a un borracho. En primer plano se alzaba un mensaje imponente: SIN LEÑA SE APAGA EL FUEGO; y por primera vez en mucho tiempo sentí que el universo me hablaba, aunque me estuviera diciendo algo que no quería escuchar. Resultaba muy fácil seguir el MENSAJE; yo estaba en el carril de giro a la izquierda; Kinko’s quedaba en la dirección opuesta, cruzando tres carriles llenos de tráfico. No era en absoluto una tentación.

La única manera de vencerlos es no jugar.

Forzando la vista hacia el frente, esperando que se pusiera el semáforo verde, me concentré en el tic-tic de mi intermitente.

* * *

El hotel Angeleno era un gran cilindro blanco de piedra junto a la 405, en el límite entre Brentwood y Bel Air. La nítida fotografía, que abarcaba las diecisiete plantas, tenía todo el aire de una imagen publicitaria. El hotel pertenecía a la cadena Holiday Inn y había sido remozado hacía poco. A decir verdad, tampoco costaba demasiado convertirse en un punto de referencia en Los Ángeles.

Encorvado ante la pantalla, en el cubículo del rincón de Kinko’s, contemplé la imagen mientras preparaba el móvil y lo sujetaba en alto. Pulsé «Rec», y la cámara se puso en marcha. Me había adiestrado para manejar los botones con el pulgar, y ahora era capaz de grabar todo el rato que quisiera en fragmentos seguidos de diez segundos, sin apartar los ojos del monitor.

La imagen se desvaneció para dar paso al número en primer plano de una habitación del hotel:
1407
.

Luego se veía una puerta de servicio metálica de aspecto macizo, asomando un contenedor por un lado del encuadre. Las líneas que delimitaban las plazas de aparcamiento y el suelo de hormigón indicaban que se trataba todavía del hotel.

Sentí una opresión en el pecho al ver la siguiente imagen: mi llavero de plata sobre la encimera de la cocina de casa. Una foto diurna, aunque no era posible saber cuándo la habían tomado.

A continuación, también en primer plano, una de las llaves aislada y separada del resto; gruesa, de latón. No era de las mías.

Desconcertado, me llevé la mano al bolsillo. Saqué el llavero, me lo puse en la palma de la mano y lo sostuve ante mis ojos. Ahí estaba, oculta entre el revoltijo como un regalo de Navidad. Una llave nueva; la había llevado encima todo el tiempo.

La presentación en PowerPoint había seguido adelante. Ahora, el interior de mi Camry visto desde el asiento del acompañante (el fotógrafo debía de haberse sentado en él); la guantera estaba abierta, y se veía una tarjeta de acceso de hotel sobre mi cajita de pastillas de menta Altoids.

Apareció brevemente un mensaje:

2.00 h. ESTA NOCHE.

VEN SOLO SIN SER VISTO.

Seguido de otro:

TIENES QUE VERLO.

A él. ¿Él?

Mi móvil dejó de grabar un momento antes de que la ventana se cerrase y quedara únicamente en la pantalla el mensaje con un hipervínculo que me habían enviado a mi cuenta de Gmail. Me dolían los dedos de tanto crisparlos sobre el teléfono; los aflojé y observé cómo volvían a recuperar el color.

Pulsé «Responder» en el e-mail, y vi sorprendido cómo aparecía una dirección: una larga serie de números de aspecto aleatorio, terminados en gmail.com.

El reloj digital del escritorio indicaba que llegaba tarde para cenar y dar un paseo con Ariana, para continuar con mi vida. Pensé en mi maletín, rebosante de guiones todavía pendientes de leer; en las paredes de casa, desgarradas a trechos y con los cables y tuberías al aire: la casa que tenía que poner en orden, con todo lo que ello implicaba. Se lo debía —eso y mucho más— a los que formaban parte de mi vida. A todos salvo a aquel cuya suerte estaba ahora en juego.

Tecleé:
No pienso seguir adelante. Al menos sin saber quiénes son ustedes y por qué me están haciendo esto
, y lo envié antes de que las dudas me dominaran.

Me quedé mirando la pantalla, preguntándome qué demonios acababa de hacer.

Interrumpiendo mis sombríos pensamientos, sonó un
plop
por los altavoces del ordenador. Había surgido de golpe en la pantalla una burbuja de tira cómica:

ESTA NOCHE LO ENTENDERÁS TODO.

Yo ni siquiera había entrado en un programa de mensajes instantáneos, pero ahí estaba.

Apretando los dientes, estudié aquella frasecita engreída. Estaba harto de que me manipulasen, de que jugaran conmigo, de tener que recorrer el camino del patíbulo a ciegas. Algo había cambiado en mí, no sabía bien si por los persistentes razonamientos de Ari o por el ominoso silencio con el que acababa de tropezarme en casa de Beeman. Mi determinación, en todo caso, se había ido debilitando poco a poco, y ya no estaba nada seguro de que el camino que había venido siguiendo fuese el acertado.

Respirando con agitación, me armé de valor.

Pulsando violentamente las teclas, formulé la pregunta cuya respuesta temía conocer: ¿
Y si me niego?

Me balanceé hacia atrás en la silla. En el interior del local, la caja registradora tintineaba y las fotocopiadoras zumbaban y soltaban chasquidos como seres futuristas; el aire acondicionado me deslizaba ráfagas de aire helado por el cuello.

Otro
plop
, otro mensaje. Bien podría haberse tratado esta vez de la burbuja de mis propios pensamientos; las palabras parecían atravesar mis ojos y leer mi pensamiento.

ENTONCES NUNCA LO SABRÁS.

Capítulo 32

Medianoche.

No pensaba ir a esa habitación de hotel.

Mientras Ariana dormía a mi lado, yo permanecía tendido y controlaba el reloj. Ella se había tomado un Zolpidem para dormirse, pero yo estaba seguro de que ninguna pastilla podría tumbarme esa noche. Aquel asunto, fuera el que fuese, me tenía agarrado por el cuello, o yo lo tenía por la cola; más o menos venía a ser lo mismo. Cuando vieran que no me presentaba, ¿vendrían otra vez a por mí con bríos renovados? Y si no lo hacían, ¿soportaría el no saber nunca la respuesta? ¿Sería capaz de volver a corregir exámenes, de bromear en la sala de profesores y de salir a pasear por el barrio? Tendría que hacerlo. Como Ari había dicho, estaba manipulando las vidas de otras personas. Y si seguía cumpliendo órdenes, ¿cuándo se terminaría todo esto? No presentándome, en cambio, tomaba mi destino en mis propias manos. Y si reaccionaban con furia, estaba preparado para hacerles frente. Si la demanda se reactivaba, tampoco estaría peor de lo que estaba hacía un par de días. En la callada oscuridad, fui haciendo la lista de las precauciones que empezaría a tomar en cuanto amaneciera.

24.27; 24.28.

No pensaba ir a esa habitación de hotel.

ESTA NOCHE LO ENTENDERÁS TODO
.

¿Quién me estaba esperando en la habitación 1407? ¿Un rostro del pasado, un amigo agraviado, o un hombre de traje oscuro, piernas cruzadas y la pistola con silenciador en el regazo? ¿O un completo desconocido portando un regalo, alguien tan ajeno como yo lo era para Doug Beeman? ¿Cuánto tiempo esperaría esa persona antes de deducir que yo no iba a cruzar aquella puerta?

24.48; 24.49.

No pensaba ir a esa habitación de hotel.

Rememoré a Doug Beeman arrodillado, con la cara pegada al televisor, y luego en cuclillas, balanceándose, y recordé que yo no me había dado cuenta de que estaba llorando hasta oír sus sollozos entrecortados. Evoqué también la foto escolar en la mesita de Elisabeta, la sonrisa sin incisivos de la niña, los montones de pieles de plátano; la desesperación, densa como un perfume recargado, en la angosta sala de estar. Y, por último, pensé en la bolsa de lona que, rogaba al cielo, disiparía esa desesperación, tal como el DVD había disipado la de Beeman; que serviría acaso para poner un poco de luz al final del túnel.

1.06; 1.07.

No pensaba ir a esa habitación de hotel.

En medio de la oscuridad, flotaban fragmentos de texto:
ALGUIEN QUE CONOCES. UN ASUNTO DE VIDA O MUERTE
. ¿Qué iba hacer? ¿Yacer insomne y angustiado hasta que me sobresaltara el timbre del teléfono? ¿O la noticia de la muerte me llegaría más tarde? Un día, una semana, tres meses. ¿Sería capaz de soportar la espera, sabiendo que yo podría haber evitado lo que ahora se avecinaba?

1.17; 1.18.

La única manera de vencerlos es no jugar.

No pensaba ir a esa habitación de hotel.

1.23.

Besé el cálido cuello de Ari y contemplé su rostro dormido. Sus labios, gruesos y suculentos, se entreabrieron emitiendo un leve silbido.

—Lo siento —susurré.

Culpable, abatido, estremecido de temor, me escabullí de la cama. No era tanto que tuviera que ir; era que no podía dejar de hacerlo.

* * *

Aparqué un poco más arriba, en Sepúlveda, para que no me viesen los conserjes. Saqué de la guantera la tarjeta-llave y me la metí en el bolsillo; también me guardé mi teléfono Sanyo y el móvil de prepago para cubrir cualquier contingencia, por si tenía que grabar o hacer una llamada. Esperé a que se abriera un hueco en el tráfico y me colé por el aparcamiento del hotel Angeleno. Vestía vaqueros y camiseta negra. Llegué a la parte trasera y, con la llave en la mano, examiné la puerta de servicio que había visto en la fotografía.

Estrujada en el bolsillo, llevaba la nota que había garabateado bajo la lamparilla del coche: «He recibido un mensaje anónimo diciéndome que fuera a la habitación 1407, porque era un asunto de vida o muerte. No sé quién habrá en la habitación. Tampoco sé cómo acabará esto. Si me pasase algo malo, póngase por favor en contacto con la detective Sally Richards, de la comisaría oeste de Los Ángeles».

Aunque no los veía, oía los coches de la autopista, que pasaban disparados por detrás del muro de mi izquierda produciendo un suave y monótono zumbido, como una ola interminable. El cilíndrico edificio se alzaba ante mí, iluminado por un frío resplandor verde que se derramaba desde la cornisa del ático.

Se aproximaba un vehículo por la vía de acceso, conducido sin duda por algún botones, lo cual acortaba el tiempo que tenía para actuar. Antes de que surgieran los faros por la curva, pasé la tarjeta por la ranura y giré el picaporte: un chasquido satisfactorio. Me colé dentro, inspiré el cálido aire del hotel y traté de sacudirme el hormigueo de los dedos.

Casi en el acto, oí el chirrido de unas ruedas y vi que un empleado doblaba la esquina con un carrito del servicio de habitaciones. Un segundo antes de que se cruzaran nuestras miradas, puse la mano en la puerta más cercana y descubrí con inmenso alivio que daba a una escalera. Confiando en que no me hubiera visto la cara, giré en redondo y crucé el umbral.

—Disculpe, caballero… —La puerta ahogó su voz cuando se cerró.

Subí resoplando. Las recias paredes me devolvían el eco de mis Nike. Por fortuna la planta catorce estaba en calma. A Ari le habría gustado aquella decoración a la última moda de Los Ángeles: pizarra y piedra lustrosa, acabados de madera oscura, candelabros de resplandor ambarino en las paredes y moqueta silenciosa en los suelos. Un reloj marcaba la 1:58. Pasados los ascensores, sentí un acceso de pánico al ver que salía de una habitación una mujer con ropa deportiva. Por fortuna, estaba ocupada con el móvil y ni se molestó en mirarme.

Con la tarjeta-llave en ristre como si fuera un cuchillo, seguí la cuenta atrás de los números de las habitaciones. Al llegar a la 1407, la introduje en la ranura. El sensor se puso verde. Giré la pesada manija y empujé la puerta unos centímetros.

Oscuridad.

Unos centímetros más. Desde el umbral, atisbé un pasillo estrecho junto al baño y un resquicio del dormitorio. Habían descorrido las cortinas, y se veían unas puertas de cristal desde el techo hasta el suelo que daban a un angosto balcón.

—¿Hola? —Me salió una voz grave y tensa que no reconocía.

El resplandor lejano de la ciudad rasgaba apenas la negrura, trazando pálidas manchas en el suelo, y el zumbido del tráfico de la autopista se mezclaba con el palpitar de la sangre en mis oídos, mientras avanzaba muy despacio. La puerta se cerró a mis espaldas y clausuró la débil claridad del pasillo.

Percibí de algún modo que la habitación estaba vacía. ¿Tendría que esperar a alguien? ¿Se trataría de otra llamada telefónica que me conduciría, a su vez, a una nueva búsqueda inútil?

Un leve aroma: dulce, picante, con un toque de ceniza. Manteniendo el cuerpo en tensión, llegué al umbral del dormitorio. El edredón estaba un poco hundido, como si alguien se hubiera sentado, y al lado había un objeto largo, de algo más de un metro.

Escrutando la habitación, di un paso corto y cogí el objeto por la empuñadura de goma; la cabeza metálica osciló al final del mango de grafito, y destelló pese a las escasas luces de la ciudad que se colaban en la estancia: un
driver
de golf. ¡Mi
driver
de golf! El mismo que le había arrojado al intruso cuando saltaba por la cerca trasera. La muesca de la cabeza estaba manchada, probablemente de tierra. Yo había dejado el palo tirado entre la vegetación, al fin y al cabo. Pero aquello no se comportaba como si fuese tierra.

Resbalaba con lentitud por la cara de titanio.

Arrojé el palo sobre la cama. Había descifrado el olor que había en el ambiente, aquel resto casi imperceptible de humo: cigarrillos de clavo.

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