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Authors: Gregg Hurwitz

Tags: #Intriga, Policíaco

O ella muere (26 page)

TIENES QUE VERLO
.

Jadeando, di otro pequeño paso de lado para conservar el equilibrio, y mi pie chocó con algo blando.

Algo que formaba parte de una masa oscura despatarrada a mi izquierda, junto a la cama. Inspiré resollando, que a mí me sonó como un chillido, y parpadeé en la oscuridad, escrutando el cuerpo grotescamente tendido boca arriba: manos crispadas, frente abollada, y unos hilillos negros de sangre reptando hacia el cuero cabelludo y la oreja, encharcándose en la cuenca de un ojo; las famosas cejas, los dientes inmaculados… Y mi perdición: aquella mandíbula perfectamente dibujada.

ESTA NOCHE LO ENTENDERÁS TODO
.

El horror me atenazó la garganta, me ahogó y me provocó una arcada. Lo supe incluso antes de oír los pasos apresurados en el pasillo. Apartándome de la cama, me detuve en mitad de la habitación frente al magnífico paisaje urbano enturbiado por la neblina; me saqué del bolsillo la nota —un seguro lamentablemente inútil— y levanté las manos por encima de la cabeza una fracción de segundo antes de que se viniera abajo la puerta y me enfocaran las potentes linternas de la policía.

Capítulo 33

«Yo no lo he matado. Yo no lo he matado.» Parecía mi voz, repitiendo lo mismo una y otra vez, pero no estaba seguro de si sonaba solo en mi cabeza o si salía de mis labios, hasta que uno de los polis dijo: —Sí, vale, ya lo hemos entendido.

Agrupados en corrillos de dos o tres, los agentes recibían llamadas y hablaban en voz baja por radio. No me miraban con animosidad, sino con una especie de divertido asombro, maravillados ante las dimensiones de lo que acababan de encontrarse. Los oía hablar como desde el fondo de un túnel, y sus palabras me llegaban con dificultad inmersas en un fuerte zumbido de oídos. Estaba conmocionado, pero yo creía que, en ese estado, uno no se sentía tan espantosamente aterrorizado.

Me habían cacheado con rudeza y trasladado a otra habitación del pasillo, idéntica a la 1407. Habían cogido la nota donde pedía que contactaran con Sally Richards, pero no sabía si la habían llamado. Como el hotel Angeleno quedaba dentro de su jurisdicción, venía a ser mi único rayo de esperanza.

Me senté en el borde de la cama. Al bajar la vista, vi que no llevaba esposas, aunque tenía el vago recuerdo de haber sido esposado en algún momento, mientras me pasaban unos bastoncillos de algodón por las manos. Daba la impresión de que aún no sabían qué hacer conmigo.

—¿Quiere que telefoneemos a su esposa? —me preguntó una de las agentes.

—No. Sí. No. —Me imaginé a Ari despertándose, descubriendo que no estaba a su lado. Le bastarían dos segundos para deducir que me había ido al hotel pese a que le había prometido que no lo haría—. Sí. Dígale que estoy bien, que no estoy herido ni muerto, quiero decir. —Ese comentario provocó miradas de extrañeza—. Ellos me guiaron hasta aquí; me pusieron un dispositivo de rastreo. Deme un bolígrafo. Aquí, ya verá. Se lo voy a enseñar.

Uno de los polis se sacó un bolígrafo del bolsillo de la pechera, presionó el botón y me lo tendió.

—Vigílalo —recomendó otro.

Metí la punta en el talón de mi Nike, justo donde se veían las incisiones. El bolígrafo se arqueó y estuvo a punto de partirse, pero conseguí separar un pedazo de goma.

—Me pusieron un dispositivo. Justo aquí. Me seguían la pista… —Doblé la suela hacia atrás y metí los dedos en la hendidura.

No había nada.

Me quedé sin aliento y me sentí desfallecer.

Un poli soltó una risita disimulada. Parecía que los demás me compadecían. Se me escapó la zapatilla deportiva y cayó al suelo; tenía un agujero en el calcetín, en el dedo gordo.

—Da igual —murmuré.

Extendí una mano temblorosa para devolver el bolígrafo. No podía levantar la vista siquiera, pero noté que el agente lo recogía.

Entonces sonó un golpe enérgico en la puerta, y apareció Sally, seguida de Valentine. Me miró y frunció el entrecejo.

—Está palidísimo —le dijo al poli más cercano—. ¿No irá a desmayarse? ¿Seguro? Bueno. Déjennos solos. —El otro masculló algo, y Sally soltó un bufido—. Sí, creo que podremos con él.

El tono irónico de la detective —un rasgo familiar por fin— me apartó un paso del abismo. Los restantes policías salieron de mala gana; Valentine se apostó junto a las puertas correderas por si se me ocurría lanzarme hacia el balcón. Sally arrastró una silla del recio escritorio de la habitación, le dio la vuelta con un giro de muñeca y se sentó frente a mí.

—Lo han encontrado con una llave de seguridad falsificada en una habitación que no es suya, junto al cadáver de su enemigo declarado y querellante en un litigio legal; y el arma homicida contiene sus huellas dactilares. ¿Qué tiene que alegar?

La habitación olía a polvo y a limpiacristales. Al lado de mi pie derecho estaba el espacio donde —cuatro o cinco habitaciones más allá— yacía el cuerpo de Keith Conner. Ya debía de haber empezado a ponerse rígido. Me notaba la garganta tan seca que no sabía si sería capaz de hablar.

—¿Soy un idiota?

Sally asintió secamente, diciendo:

—Ya es algo para empezar. —Comprobó la hora—. Disponemos de unos veinte minutos antes de que lleguen los de Robos y Homicidios, y tomen el mando…

—¿Qué? ¿Cómo demonios voy a fiarme de la División de Robos y Homicidios?

—Eso no es precisamente su…

—Si se hacen cargo ellos, estoy perdido. Me tienen atrapado desde todos los puntos de vista. Nadie más creerá lo que yo diga. —Me había puesto de pie; ella me indicó con energía que volviera a sentarme—. ¿Por qué no puede quedarse usted el caso?

Alzó las cejas casi imperceptiblemente, y razonó:

—¿Se hace una vaga idea del aspecto que ha adquirido este asunto? A estas horas la desaparición de Keith Conner se ha filtrado a la prensa, y ya han circulado comparaciones con River Phoenix y, ¡agárrese!, con James Dean. La fiscal del distrito me ha llamado dos veces mientras venía hacia aquí. La fiscal en persona. Estamos hablando de la muerte de una estrella de cine. Valentine y yo no hemos trabajado en el asesinato de una estrella desde… bueno, mmm…, nunca. Tenga por seguro que este caso será para los de arriba, para los de muy arriba. O sea, que si tiene algo que contarnos, mejor que hable deprisa.

Eso hice. A pesar de mi confusión, y aunque me fallaba la voz, me esforcé por calmarme y les expliqué todo lo ocurrido. Valentine permaneció impasible con los brazos cruzados; se le oía chasquear de vez en cuando la lengua, mientras el bolígrafo de Sally arañaba aceleradamente el papel del bloc. Como sonido de fondo, nos llegaba un tableteo de helicópteros que volaban en círculo sobre nosotros, coloreando de vez en cuando las cortinas con sus focos.

Sally me miró inexpresiva cuando hube terminado, y comentó:

—Habla en serio.

No parecía una pregunta, pero yo respondí:

—Si pudiera inventarme algo así, seguiría siendo guionista.

—Los agentes —explicó ella— recibieron el soplo gracias a una llamada anónima realizada desde un teléfono público del hotel. Un hombre dijo que había visto a alguien, que se ajustaba a su descripción, metiendo a la fuerza a Keith Conner en la habitación 1407.

—Ese es el asesino. Para que la trampa funcionara, tenía que programar la hora de la muerte justo antes de que yo llegase. Keith acababa de ser asesinado cuando…

Sally levantó la mano. Me callé y aguardé, desesperado y expectante, tratando de descifrar su rostro. Ella me devolvió la mirada. Parecía irritada consigo misma, o quizá conmigo.

—Tiene que creerme —rogué—. Nadie más me creerá.

Se mordió el carrillo un rato, que pareció muy largo.

—Con los sospechosos inocentes —dijo—, cuanto más presionas, más se enfurecen. Es una gran regla. Bueno, la mitad de las veces.

Me recorrió un escalofrío. ¿Yo me había enfurecido? ¿Con la furia suficiente?

—¿Y la otra mitad? —pregunté.

—La otra mitad no se enfurece.

—Lo cual es un problema —intervino Valentine.

—¿Verdad? —Sally se apretó un puño hasta que le crujieron los nudillos: lo más parecido a un signo de nerviosismo que yo le había visto—. A mí no me gustan las generalizaciones. Doy crédito al calentamiento global y a la Segunda Enmienda, y pienso que a veces la guerra es la respuesta; creo en Yoda, en Gandalf y en Jesús; me gustan la ternera y el porno, aunque no en este orden ni tampoco mezclados. El mundo es endiabladamente complicado, y creo que esta historia apesta de aquí a China. Así que haré algo alarmante: voy a tomarle en serio.

Solté un trémulo suspiro.

Ella me apuntó al pecho con un dedo, y sentenció:

—Pero para que tengamos alguna posibilidad de ayudarlo, esto es lo que debe decir…

La puerta se abrió con brusquedad y entró sin prisas un tipo alto y flaco, trajeado.

Sally mantuvo los ojos fijos en mí mientras decía:

—Llega con cinco minutos de antelación.

—Kent Gable, división de Robos y Homicidios.

—Yo soy Sally Richards. Y este es el detective Valentine. Él mismo le dirá su nombre si se siente sociable.

—Mi compañero ya está en la 1407 —dijo Gable—. Gracias por mantenerlo todo en orden. Nosotros seguimos a partir de ahora.

Sally continuó mirándome con fijeza. Una mirada preñada de significado, como si, mediante ella, pudiera transmitirme todo lo que había estado a punto de decirme. Valentine también tenía la vista fija en mí. Me devané los sesos buscando una salida.

—Hemos acordonado la zona, pero ya está abarrotada de periodistas. —Gable se pasó una mano por la mandíbula pulcramente rasurada, y me miró al fin cara a cara—. ¿Cómo es que no está esposado?

—Pienso cooperar plenamente con la detective Richards y el detective Valentine —afirmé poniéndome las manos en las rodillas—. Pero solo con ellos. Si es otra persona, me negaré a responder y exigiré la presencia de mi abogado.

No sonaba convincente, en absoluto, pero era lo más plausible que se me ocurría para cumplir con lo que Sally esperaba de mí.

A Valentine le temblaron levemente los orificios nasales. Aliviada, Sally suspiró en silencio (se le abultaba una vena en la frente), y parpadeó muy despacio una vez; luego se volvió hacia Gable, que me miraba boquiabierto.

—Tuvimos cierta interacción con el sospechoso la semana pasada —expuso ella—. Llevaba encima una nota requiriendo nuestra presencia si se metía en…

—Sé lo de la nota, encanto… —dijo Gable, seco. Valentine hizo una mueca dolorida—. Pero pese a eso, no creo que el sospechoso esté en condiciones de decidir el curso de la investigación.

Un punto muerto. Nos miramos unos a otros: ellos tres, de pie; yo sentado en la cama, igual que un crío que contempla cómo discuten los adultos. Totalmente a su merced.

Valentine carraspeó y se retorció el bigote antes de decir:

—¿Sabe quién se juega el tipo en este asunto, incluso más que nosotros? Pues, la fiscal del distrito. Quizá sepa por los periódicos, que su historial en los juicios con celebridades no ha sido precisamente estelar, ni siquiera cuando ustedes se encargaban de la investigación. Ahora bien, si resulta que tenemos al principal sospechoso del asesinato de Keith Conner dispuesto a hablar, yo diría que la fiscal preferirá que siga hablando, en vez de que se ponga a montar un equipo legal de primera.

En ese momento sonó una musiquilla, y Sally señaló su teléfono móvil.

—Hablando del rey de Roma… —Le dedicó a Gable una almibarada sonrisa—. Disculpe un momento, cariño. —Pasó por su lado y salió de la habitación; él la siguió con una prisa repentina.

Valentine se acercó y se acuclilló delante de mí, curvando los labios en un gesto de acritud. A su espalda, la luz del amanecer se colaba entre las cortinas, y le circundaba con un nimbo de cobre la ensortijada masa de cabello.

—He trabajado un montón de años con un montón de polis —afirmó—. Y déjeme que se lo diga: esa mujer tiene el mejor instinto de todo el cuerpo. No la subestime. Ella y yo usamos todo ese rollo como fachada: que si a mí no me cae bien, que si yo soy un intolerante… Nos funciona y nos permite observar desde distintos ángulos. Pero ese juego, permítame también que se lo diga, ya se ha acabado. Sé cómo se siente en estos momentos. El miedo. Se lo veo en los ojos, se lo huelo en los poros. Y eso que no se hace una idea, todavía no, de lo mal que lo tiene. Sally y yo no hemos de jugar al poli bueno, poli malo. Si llegamos a tener la ocasión, usted nos cuenta todo lo que sepa, y nosotros haremos lo posible para salvarlo. Ese es el plan. El único plan. ¿Lo capta?

—Lo capto —afirmé.

Se abrió la puerta, y ambos aguardamos en tensión para ver cuál de los dos detectives volvía a entrar.

Sally se asomó, con la mano apoyada en el pomo.

—Mejor ponle esposas. Para las cámaras.

Me levanté, mareado. La vista se me enturbió, pero enseguida me recobré. Valentine me ajustó las esposas en las muñecas y me guio hacia fuera. Me notaba los pies dormidos, como si fuesen de madera.

Sally inspiró hondo. Bajo su fachada imperturbable, noté que estaba alterada. Al acercarme, me examinó con aquellos ojos inexpresivos.

—¿Listo para un primer plano, señor DeMille?

Capítulo 34

—Comencemos a aclarar todo esto —dijo Sally.

Después de verme asaltado por los equipos de los noticieros y los flashes de las cámaras, tuve un rato de relativa calma durante el trayecto en coche para ordenar mis pensamientos. Los helicópteros nos seguían de cerca, no obstante, agravando mi dolor de cabeza, y no me libré de su estruendo hasta que las puertas a prueba de bala de la comisaría se cerraron a nuestra espalda. Nunca se me había pasado por la imaginación que llegara a sentir alivio por el hecho de ser detenido. Ahora me encontraba entre bastidores, por así decirlo, en un despacho diminuto desde donde se veía la sala de interrogatorios, en el lado de la policía del espejo polarizado; un sitio aislado, vacío y, dejando aparte las mesas de grabación y los monitores de circuito cerrado, tan espartano como el despacho compartido de Northridge: una silla giratoria, una taza de café, un televisor montado en un soporte… En fin, un ambiente informal y amigable para que la información siguiera fluyendo. La visión de la sala de interrogatorios, incluida la ominosa silla de madera provista de anillas para las esposas, servía para recordarme dónde acabaría en cuanto dejase de colaborar.

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