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Authors: Gregg Hurwitz

Tags: #Intriga, Policíaco

O ella muere (49 page)

—Se me ocurre un modo de hacerlo. Pero… quizá me haga falta que le ofrezca un trabajo al tipo.

—¿Lo han despedido?

—Todavía no.

—Ya veo.

—He de hacer una llamada. Si enciendo mi móvil, ¿Ridgeline puede localizarme?

—Esto no es un episodio de
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. Cuesta mucho tiempo rastrear una señal, y eso suponiendo que estén al acecho. Hable solo unos minutos y estará a salvo. —Me señaló el balcón con un gesto, pero ya había dirigido la mirada hacia la copia de la factura de su teléfono, la que yo había usado para encontrarlo. Mientras me ponía de pie, advertí que tenía la vista fija en algunos de los números subrayados.

—¿De quién son estos números? —pregunté.

—De abogados —replicó sin mayor explicación—. ¿Puedo copiar esto también?

—Quédeselo.

—Me ha hecho usted un gran servicio. Ahora he de limitar un poco los daños. —Volvió a señalarme la puerta corredera de cristal, y lo dejé con su vodka y su teléfono vía satélite.

* * *

—¿Cómo que ayudarte? —Aunque la línea telefónica era débil, no dejaba de apreciarse la indignación de Jerry—. Joder, ¿es que no aprendes?

—No tan rápidamente.

—Estoy colgando de un hilo desde que Mickelson descubrió que había hecho el barrido en tu casa. Te dije que no debía enterarse nadie en el estudio. Y aquí me tienes, a un pelo de que me den la patada.

—Bueno, dijiste que querías volver a trabajar en cuestiones de seguridad de verdad. Tengo un puesto para ti en North Vector.

—Todo el mundo te busca Patrick: la policía, la prensa… Sin mencionar a esa gente con la que estás enredado. Ya no se trata de que me despidan, sino de ser acusado de complicidad.

—Tú hoy no has visto las noticias. Por lo tanto, no sabías que yo fuese un fugitivo.

A través de la corredera de cristal, veía cómo Kazakov, enfundado en su albornoz blanco y apoyándose el teléfono en el hombro, gesticulaba con agresiva precisión. Puse la mano en la barandilla del balcón y contemplé la fronda de ramas entrelazadas. Cerré los ojos y aspiré el olor de la lluvia y de la tierra mojada, mientras aguardaba a que Jerry decidiera el destino de mi esposa.

—Cierto —dijo poco a poco—, no las he visto. ¿Qué clase de trabajo?

—Puedes sentarte con el director general y elegirlo tú mismo.

—¿El director general? —Respiraba agitadamente—. Será mejor que no sea una artimaña.

—Tienen a mi esposa. Tienen a Ariana.

Se quedó callado. Miré el reloj, quería colgar cuanto antes.

—Dime lo que quieres.

Concretamos detalles, llegamos a un acuerdo y nos despedimos.

En cuanto colgué, sonaron las campanillas orientales del móvil. Con temor, seleccioné el mensaje:

MAÑANA, A LAS DOCE, LE DEJARÁS EL CD AL APARCACOCHES
DEL STARBRIGTH PLAZA.

En la pantalla apareció a continuación un clip de Ariana, atada a una silla. El fondo estaba borroso, pero parecía un cuarto pequeño. Se le veía el cabello suelto y desgreñado, un ojo morado y un hilo de sangre en la comisura de los labios. No había sonido, pero me di cuenta de que gritaba mi nombre.

La secuencia concluyó y dio paso a un rótulo en mayúsculas:

DOCE HORAS.

Fundido en negro.

Apagué el móvil. Con la boca seca y las piernas flojas, tuve que agarrarme a la barandilla mientras me recuperaba.

Me vino espontáneamente un vívido recuerdo: la primera vez que vi a Ari en aquella fiesta informativa para alumnos de primer año de la UCLA. Rememoré sus vivaces e inteligentes ojos; cómo me había acercado, nervioso como un flan, aferrado a una jarra de cerveza; mi frase manida: «Pareces aburrida», y su manera de preguntarme si estaba haciéndole una proposición, si era una oferta para quitarle el aburrimiento.

Yo había dicho:

—Da la impresión de que podría ser la tarea de toda una vida.

—¿Y estás dispuesto? —había preguntado.

Sí.

Allí fuera, en el balcón, el frío de medianoche se había colado entre mis ropas. Temblaba violentamente. Adentro, en la habitación, Kazakov dejó su teléfono satélite y me hizo una seña.

Solté la barandilla y me puse en marcha.

Doce horas.

Capítulo 56

El vestíbulo ofrecía un aspecto reluciente e inmaculado. Hasta los ceniceros de mármol, sin ninguna colilla, plantados obedientemente junto a los ascensores, parecían lustrados con un paño de seda. Podría haberse tratado de un hotel, de un club de campo, o de la sala de espera de un dentista de Beverly Hills. Pero no.

Era la oficina de Long Beach de Festman Gruber.

El ascensor subió con un suave zumbido las quince plantas. Una pared de arriba abajo de vidrio grueso, probablemente a prueba de balas, flanqueaba el pasillo guiando a los visitantes hasta la ventanilla del mostrador de recepción. El guardia de seguridad que había detrás llevaba pistola, y mostraba un aire ceñudo impresionante para ser las ocho de la mañana. A su espalda, se extendía una colmena de oficinas y salas de juntas, también con paredes de cristal, por donde circulaban secretarias y oficinistas con paso enérgico. Aparte de esa perspectiva de casa de muñecas, el lugar tenía el mismo aire estéril y deprimente que cualquier otra empresa. El panel frontal aislaba herméticamente las oficinas, enmudeciéndolas por completo. Todo aquel trabajo confidencial a la vista, aunque insonorizado.

El guardia no pareció reconocerme, pero mi cara amoratada decía a las claras que estaba fuera de lugar allí, entre las butacas de los ejecutivos y la mullida moqueta. Notaba las palmas sudadas y los hombros tensos.

Faltaban cuatro horas para que Ridgeline matase a mi esposa.

—Patrick Davis —dije—. Me gustaría hablar con el jefe del departamento legal.

Pulsó un botón y su voz sonó a través de un altavoz.

—¿Tiene cita? —inquirió.

—No. Dé mi nombre y seguro que querrá verme.

El guardia no dijo nada, pero su expresión revelaba que lo juzgaba improbable. Recé para que no llamaran a la policía antes de que tuviera la oportunidad de hablar con alguien.

Como era de esperar, no había dormido en toda la noche. Había recogido de madrugada el analizador de señales de Jerry en el sitio acordado, y ahora la gente de Kazakov se estaba encargando de manipularlo para conectarlo a un GPS estándar, de manera que yo pudiera identificar la ubicación de Ariana, o al menos la de su gabardina. Después, todo quedaría en mis manos. Tendría que rastrear la señal y llegar a la guarida de Ridgeline antes de que ellos salieran al mediodía para dirigirse a nuestro punto de encuentro. En este momento necesitaba algo que me permitiera introducir una cuña entre Festman Gruber y Ridgeline, algo con lo que armarme y poder presentarme ante los hombres que mantenían secuestrada a mi esposa. Había más factores de los que mi mente abotargada y falta de sueño podía abarcar. Y si alguno de ellos se inclinaba en la dirección equivocada, terminaría organizando un funeral y sometido a juicio, o bien ocupando yo mismo el ataúd.

Mientras aguardaba una invitación a pasar o una detención fulminante, escuchando una melodía de Josh Groban, observé a una secretaria que cruzaba el pasillo acristalado y entraba en una sala de juntas igualmente acristalada. Una serie de tipos trajeados rodeaban una mesa de granito del tamaño de un yate. Uno de ellos, idéntico a los demás, se levantó con brusquedad de la cabecera cuando ella le susurró al oído. Me dirigió una larga mirada a través de las paredes transparentes; la vida de Ariana oscilaba ahora en sus manos. Por fin entró con paso enérgico en el despacho contiguo. Esperando jadeante su veredicto, me asaltó la idea de que aquella profusión de cristal no era una supuesta política empresarial de transparencia y buen rollito, sino que se trataba de la encarnación de la paranoia suprema, puesto que cada cual podía vigilar a los demás en todo momento.

Sentí un alivio enorme cuando la secretaria, una mujer asiática de melenita corta, vino a buscarme y me guio hacia las oficinas. Crucé un detector de metales y dejé las llaves del coche de Don en una bandeja para que las pasaran por el escáner. El sobre de papel manila que llevaba en la mano no lo solté.

Ahora se avecinaba el verdadero desafío.

El hombre me esperaba en mitad de su despacho, con los brazos pegados al cuerpo.

—Bob Reimer —se presentó sin tenderme la mano.

Nos quedamos allí, sobre la moqueta color pizarra, estudiándonos como dos boxeadores. Él parecía encajar en la absoluta vulgaridad del escenario: un pez gordo que no dejaba la menor impresión en la retina, tan insulso como una acuarela en una fábrica de bombas. Era mayor —unos cincuenta, quizá—, de esa generación que aún usaba un alfiler de corbata y decía «pornografía» en lugar de «porno». No pude por menos de pensar en los replicantes de
The Matrix:
un caucásico del Medio Oeste, con traje impecable y sin un pelo fuera de lugar. Un hombre cualquiera. Un don nadie. En un abrir y cerrar de ojos podría reemplazarlo un alienígena de forma humana. Después de todo el miedo, el dolor y las amenazas, era una decepción abrumadora enfrentarse a un ser tan banal en un despacho refrigerado.

Pasó por mi lado, dio un golpecito con los dedos en la pared de cristal, y esta se nubló en el acto; así nos aisló del resto de la planta. Magia.

Fue a su mesa y sacó un chisme alargado que, según deduje, a la luz de mi acelerada instrucción como espía, era un analizador de espectro.

—Supongo que no tendrá inconveniente dadas las circunstancias —comentó.

Abrí los brazos, y él pasó el aparato por mis flancos, mi pecho y mi cara, así como por encima del sobre de papel manila. Resistí la tentación de hundirle el codo en la nariz.

Satisfecho al ver que no emitía señales de radiofrecuencia, guardó el artilugio en un cajón. Tenía orgullosamente expuesta una fotografía enmarcada de una mujer atractiva y dos chicos sonrientes. Al lado, había una taza de café, en la que se representaba un pescador de tebeo, y el rótulo: ¡EL MEJOR PAPI DEL MUNDO! Comprendí, asqueado, que seguramente era buen padre, que debía de haber dividido su vida en nítidos compartimentos y que los administraba con despótica eficiencia. El compartimento presente ostentaba todos los símbolos y adornos de un padre de familia ordinario, pero yo tenía la sensación de estar en el nido de una víbora, aunque equipado para simular un ambiente humano.

—Es usted un fugitivo —dijo con tono desagradable.

—He venido a negociar. —Mi voz sonaba bastante segura.

—No tengo ni idea de qué me está hablando.

—Ya. Aquí, en la planta quince, tienen las manos limpias.

—¿Para qué ha venido?

—Quería mirarle a la cara —le espeté. Aunque había asomado un matiz de furia en mi tono, su expresión no se modificó. Di un paso hacia él—. Estoy en condiciones de demostrar su relación con Ridgeline.

Si le sobresaltó oír el nombre, lo disimuló a la perfección.

—Por supuesto. Ridgeline es una empresa de seguridad. Ellos se encargan de nuestra protección ejecutiva internacional.

—Los dos sabemos que se encargan de mucho más.

—No sé a qué se refiere. —Pero mantenía los ojos fijos en el sobre.

El teléfono de la mesa dio un pitido. Se acercó y pulsó un botón:

—Ahora no.

La secretaria asiática:

—Hay aquí un equipo de reporteros de investigación de la CNBC. Dicen que quieren una declaración sobre una noticia de última hora.

Cruzó el despacho en cuatro zancadas, golpeó con los nudillos y el vidrio esmerilado se aclaró de nuevo. Más magia.

Al fondo, en el vestíbulo, había dos hombres con anorak; uno de ellos cargado con una cámara enorme que llevaba estampado el rótulo de CNBC TV y el abanico con los colores del arcoíris.

—Quíteselos… —Reimer torció el gesto ligeramente y se volvió para mirarme.

—No he filtrado nada aún —dije—. Es obvio; si no, no estaría aquí. Pero no puedo responder por Ridgeline.

—¿Por qué cree que Ridgeline va a dar un paso contra nosotros?

No respondí.

La secretaria de nuevo, a través del teléfono, preguntó:

—¿Quiere que les haga esperar fuera?

—No. —Haciendo un gesto seco de muñeca, quedó visible el reloj y le echó un vistazo—. No creo que debamos dejar a unos periodistas de investigación en el vestíbulo si estamos esperando a la delegación jordana que llegará en diez minutos. —Era un sarcasmo contenido, lo que lo hacía más mordaz—. Métalos en la sala de juntas número cuatro; así no los perderé de vista. Ofrézcales café, bollos, lo que sea. Iré a verlos con Chris en unos minutos.

Se le distendieron los labios horizontalmente, sin curvarse: su versión peculiar de una sonrisa.

—¿Podríamos abreviar? ¿De qué se trata con exactitud?

—De Ridgeline, ya se lo he dicho.

—No sé de qué historias cree estar enterado, pero debería saber que empresas como Ridgeline las hay a patadas. Se les encomienda una misión, y ellos ponen manos a la obra. La mayoría de las veces ni siquiera saben por qué están haciendo lo que hacen; por eso no es difícil que malinterpreten las instrucciones y rebasen los límites. Esas empresas suelen estar compuestas por antiguos miembros de Operaciones Especiales, los cuales, digamos que, son bien conocidos por poner a veces… un poco más de entusiasmo de la cuenta.

Hablaba en tono despreocupado, sin vacilación alguna, como si aquella situación fuese el pan de cada día. Y estar allí, entre bastidores, donde se accionaban todos los resortes y se cuadraban con brutalidad las cuentas, me hizo sentir ingenuo y asqueado. Observé cómo se le movían los rosados labios y tuve que controlar mi repugnancia para centrarme en sus palabras.

—Por ello —prosiguió—, Festman Gruber se cuida muy mucho de restringir su trato con las empresas del cariz de Ridgeline, y reducirlo a tareas específicas, como la protección ejecutiva. A veces necesitas un perro rabioso, pero has de asegurarte de que mantienes sujeta la correa.

—Sería una desgracia que ese perro rabioso conservara pruebas de todas sus transacciones con Festman Gruber. —Alcé el sobre de papel manila.

Lo miré fijamente. Él clavó la vista en el sobre, lo asió con mayor precipitación de lo que exigía su compostura y, rasgando la solapa, sacó el fajo de papeles. Un juego completo de los documentos que había extraído del disco duro de la fotocopiadora de Ridgeline: pagos, cuentas y llamadas que reflejaban la vinculación de esa empresa con Festman Gruber.

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