La comunicación se cortó.
* * *
Mi cerebro oscilaba entre un pánico desbocado y un bloqueo total. Recuerdo haberme cruzado con otro convoy de coches de policía. Recuerdo haberme dicho que debía reducir la velocidad, que no podía arriesgarme a volcar, pero continué igual. Recuerdo que me subí al bordillo derrapando y ahuyentando a los paparazi, y que dejé el BMW en medio del barro del jardín, con la puerta abierta bajo la lluvia.
Y luego me encontré dentro, en el silencioso vestíbulo, goteándome la ropa. Junto a la ventana de la sala de estar, había una taza rota en el suelo, el móvil de prepago, un lirio mariposa de color lavanda…
Me acuclillé junto a la flor con el corazón palpitante. El instinto me lo trajo a la nariz: el olor de Ariana. En el rincón, ambos mirábamos desde la foto de boda tirada en el suelo. El simbolismo era excesivo, sin duda, pero igualmente me dejó hecho polvo. La refinada pátina del blanco y negro, nuestra rígida formalidad y el vidrio resquebrajado conferían a la imagen un matiz antiguo y luctuoso. Época pasada, costumbres olvidadas, fantasmas de días más dichosos. Mirando la imagen levemente difuminada del rostro de Ariana, hice un voto silencioso: «Lo prometo».
La mera imagen de Ari, encajonada entre DeWitt y Verrone en la trasera de una furgoneta, estuvo a punto de derrumbarme. Pero no podía dejarme vencer por el miedo, ahora no. ¿Cuánto tiempo me quedaba antes de que la policía encontrara a Valentine y Richards y viniese a buscarme?
Traté de ordenar mis ideas. ¿Había algo en casa que debiera recoger antes de emprender la huida? La primera vez que me había comunicado con Ari, parecía muy emocionada por algo que había resuelto: «No vas a creer lo que he logrado ensamblar». ¿Habrían encontrado ellos su hallazgo, o todavía seguía allí?
Fui corriendo al salón. Aparte de unos cuantos retales, habían recogido los montones de papel triturado y se los habían llevado.
«Ensamblar», había dicho. Ensamblar.
Entré disparado en la cocina. El estropicio que había dejado la policía seguía tal cual: la basura volcada, los cajones vacíos… Pero no veía cinta adhesiva por ningún lado, y dudaba mucho que Ari se hubiera entretenido en buscar allí. Lo cual solo dejaba una posibilidad: mi despacho.
Subí a toda velocidad. En efecto, sobre mi escritorio había un rollo de cinta adhesiva y, al lado, un pedazo redondo de papel formado por varios trocitos pegados.
¿Un disco?
Lo examiné de cerca. Estaba compuesto con los cuadrados blanco-plateados que le habían llamado la atención a Ariana de entre el montón de confeti: unos trozos que destacaban por su textura más firme. Doblé el CD. Rígido pero flexible. Había visto discos como esos otras veces:
singles
promocionales de hip-hop metidos entre las páginas de
Vanity Fair
, o el DVD que incluían a veces en la revista antes de empezar la temporada de premios.
Habían destruido ese CD junto con otros documentos antes de vaciar la oficina de Ridgeline. Aunque ensamblado, ya debía de ser irrecuperable. Pero no necesitaba hacer la prueba para comprender que un CD de ese tipo, flexible y más fino, reunía ciertas ventajas para una operación clandestina. Era más fácil de destruir.
Y también de esconder.
La lluvia tamborileaba en el tejado con un redoble que aceleraba mis pensamientos.
Cerré los ojos, me vi abriendo el sobre de FedEx dirigido a Ridgeline. El CD vacío, envuelto en cartón corrugado.
¿Y si el disco no era sino lo que parecía: un CD vacío? En caso de que alguien como yo interceptara el paquete, pensaría que no contenía más que un disco inútil. El verdadero destinatario sabría, en cambio, que el CD vacío era un símbolo, una clave de lo que realmente venía en el mismo paquete.
Bajé corriendo a la cocina y escarbé entre la basura. Allí estaba, debajo de media rebanada de pan de molde y de una caja de barritas energéticas, el cartón corrugado que yo había tomado por un simple material de embalaje. Lo aplané, metí las uñas en el borde y despegué la base.
Embutido en uno de los orificios biselados, había un disco de color blanco plateado.
Me invadió una oleada de excitación. El CD había estado allí siempre, tirado en el suelo, enterrado entre la basura: el único sitio donde a nadie se le habría ocurrido mirar. Lo saqué y lo sujeté a contraluz, observándolo como lo haría un joyero.
De modo que había sido gente de Ridgeline quien había irrumpido en casa para registrarlo todo y recuperar el paquete de FedEx. No querían dejar ningún indicio y se lo habían llevado todo: el sobre, el volante del envío y el CD en blanco. Pero como el cartón no estaba a la vista, dieron por supuesto que yo había descubierto lo que ocultaba y lo había puesto a buen recaudo. Así pues, me citaron en casa de Keith, me arrojaron la granada y luego se hicieron pasar por policías para que desembuchase y les dijera dónde había escondido el disco. No se les pasó por la cabeza la posibilidad de que yo no le hubiera dado valor al embalaje y lo hubiera tirado al montón de basura de la cocina.
La euforia de mi descubrimiento se vio interrumpida por un ruido lejano. Una sirena. Y otra.
Saqué del monedero de Ari un puñado de billetes y las llaves de la camioneta, giré en redondo en la cocina, estudiándolo todo, tratando de pensar qué otra cosa podía hacerme falta.
¿Qué les había pedido Ariana que le dejaran llevarse antes de que la sacasen de casa? Las extrañas palabras de Verrone me daban vueltas en la cabeza: «¿Cómo? Sí, cógelo, parecerá más normal. Andando».
Las sirenas, más cerca.
Con las llaves de Ariana en la mano y el preciado disco metido entre los documentos del bolsillo, salí por la puerta trasera hacia la acogedora oscuridad. Menos mal que Ari me había dejado la camioneta detrás. Crucé el césped corriendo, cayéndome la lluvia en la cara. Ya se oía un chirrido de frenos en la parte de delante. Verrone había reducido las cosas a una simple ecuación: si la policía me capturaba, ella moriría.
Salí a toda velocidad por detrás, siguiendo el mismo camino que le habían obligado a hacer a ella. «Si hay alguien fuera, somos todos amigos que salimos a dar una vuelta», le había dicho Verrone. A él le convenía que Ariana no llamase la atención. Su respuesta a lo que ella le había dicho volvió a resonar en mis oídos: «Sí, cógelo, parecerá más normal».
Me detuve. Alcé la cara hacia la lluvia, sintiendo el repiqueteo de las gotas en mis mejillas.
«Lluvia —pensé—: gabardina.»
«Juega con las cartas que te han tocado.»
Di media vuelta y entré disparado en casa. Tenía las zapatillas mojadas y resbalé entre la basura por las baldosas de la cocina. Tras las cortinas del salón, parpadeaban luces azules y rojas. Sonaban voces, un tumulto de botas en la acera. Corrí hacia allí, al ropero del vestíbulo.
Se oyó un grito y un golpe brutal. La puerta se estremeció y los paneles de la base cedieron, pero la cerradura resistió.
Abrí el ropero y miré dentro: cinco perchas, una cazadora y un revoltijo de zapatos. Pero ninguna gabardina.
«Parecerá más normal.» Llevándola puesta, una mujer que salía bajo la lluvia pasaría más desapercibida. Ariana los había embaucado para que le dejasen coger la gabardina: la gabardina con el transmisor cosido en el forro, un transmisor de cuya existencia ellos no sabían que estábamos enterados.
Un transmisor que quizá podría arreglármelas para rastrear.
Me precipité hacia la cocina dando resbalones, y conseguí quitarme de en medio justo cuando un estampido me indicó que la puerta principal había volado en pedazos. Sonó la voz ronca e imperiosa de Gable:
—Registren arriba. Rápido, rápido.
Las paredes temblaron. El estrépito de pasos y las órdenes a gritos no transmitían únicamente eficacia y energía, sino también cólera, furia concentrada. Buscaban a un asesino de policías, a un criminal que había acribillado a dos de los suyos.
Crucé volando el patio trasero, me encaramé a la cerca y vi un par de patrulleros cruzados delante de la camioneta de Ari, bloqueando la calle. Los agentes estaban bajándose de los vehículos y hablando, pero no vislumbraron el trazo blanco de mi rostro en la oscuridad. Me dejé caer jadeando sobre el césped junto al invernadero.
—¿Has oído? —dijo uno.
Había dado un golpe con la rodilla en los listones: un crujido que a mí me resonó como un retumbo atronador.
La maleza y las ramas me ocultaban a medias. Por las ventanas de ambos pisos, vislumbré a agentes de élite con armas semiautomáticas. Arriba, una cara escudada tras unas gafas militares se inclinó sobre el escritorio de mi despacho y un barullo de papeles revoloteó por el aire.
A mi espalda, al otro lado de la cerca, oí el clic de una linterna. Un haz de luz barrió las ramas de encima, balanceándose mientras el agente se acercaba. Desde la casa, una voz aulló en medio del silencio nocturno: «¡Registrad el patio trasero!». Por la ventana de la cocina entreví un pasamontañas y el cañón de un MP5 que se dirigían hacia la puerta de atrás.
Sujetando las inútiles llaves de Ariana, mi blanquísimo puño, de tan crispado como estaba, resaltaba sobre la tierra oscura. Sentía la presión de la pistola en el riñón. Puse la mano en la culata y la aparté enseguida como si quemara. ¿Qué iba a hacer? ¿Enfrentarme a tiros con una unidad de élite?
Pegado a los listones de la base de la cerca, noté en la espalda una vibración de pasos que se acercaban. Se me había pegado una telaraña en la frente, muy sudada. Al otro lado del patio, el pomo de nuestra puerta trasera giró, como si estuvieran forcejeando, Justo encima de mí, una mano rechoncha se agarró a lo alto de la cerca.
Estaba encajonado en el rincón donde se juntaban la madera astillada y la tierra húmeda. No tenía dónde meterme. Maldiciendo, miré alrededor frenéticamente.
A través de una maraña de zumaque polvoriento, entreví una sección de la cerca vencida entre nuestro patio y el de los Miller. Un poste se había derrumbado, dejando un hueco entre los listones, de modo que avancé a gatas por la mullida capa de mantillo.
Las botas del policía golpearon la cerca por fuera; oí que soltaba un gruñido tratando de encaramarse para echar un vistazo. El pomo de la puerta trasera saltó al fin, llevándose un trozo del marco, y un agente de élite apareció en el umbral.
A mi espalda, el policía saltó y aterrizó en nuestro lado con un golpe sordo. Me metí por el hueco de la cerca en el jardín de los Miller un segundo antes de que nuestro patio se iluminara con los haces de varias linternas. Rodé hacia un lado y me encontré al pie del macizo de flores de Martinique. Me escabullí por su jardín trasero. En dos zancadas crucé el patio de hormigón y me colé en la cocina por la puerta de atrás.
Martinique bajó el cuenco que estaba fregando, provista de unos ridículos guantes amarillos, y me miró con la boca entreabierta. Yo también me había quedado paralizado en el escalón, aunque apoyando todo mi peso en la mano con la que agarraba el picaporte. En el salón, dándonos la espalda, Don miraba la CNBC con el volumen muy alto. Todo parecía haberse detenido, salvo la charla del experto financiero que despotricaba sobre la crisis económica en la televisión, y el grifo del fregadero, abierto al máximo, por el que salía un potente chorro de agua. Casi no me atrevía a mover los ojos. A mi derecha, estaba la lavadora-secadora, llena de ropa sucia, el montón del correo y el estuche del portátil de Don. Cinco pasos más allá, la puerta del garaje.
Martinique volvió la cabeza y abrió la boca para llamar a Don, pero algo la detuvo.
«Ayúdame», le rogué con los labios.
Por la parte de delante, se oía cómo los coches salpicaban el agua de los charcos, mientras que en el techo pintado a la esponja se reflejaba una temblorosa luz azulada.
—¿En qué coño se habrá metido ahora ese gilipollas? —dijo Don, poniéndose de pie y tirando el mando sobre un almohadón—. Voy arriba, a ver si se ve algo desde el estudio. —Se dio la vuelta, apuró su
whisky
escocés y, sin molestarse en levantar la vista hacia nosotros, dejó el vaso en la mesita—. Este también está sucio —murmuró, y subió lentamente la escalera. Ni ella ni yo habíamos respirado.
Al fin Martinique volvió la mirada hacia la ventana. Las linternas recorrían ahora la cerca. Momentáneamente, pensé que iba a gritar pidiendo ayuda.
Pero su voz sonó como un leve ronroneo:
—Yo no pienso meterme. —Muy seria, puso el cuenco a secar, pasó por mi lado, esparciendo el aroma a jabón de almendras, y abrió el armario que había sobre la lavadora. Las llaves del Range Rover de Don colgaban de un gancho plateado—. Tengo demasiados platos que lavar para enterarme de nada.
Volvió al fregadero, cogió otro cuenco del montón y empezó a restregarlo, tarareando entre dientes. Me acerqué al armario, cogí las llaves y entré en el garaje.
Pensándolo mejor, retrocedí y tomé el portátil de Don. Martinique ni siquiera levantó la vista, pero juraría que percibí un mohín de satisfacción en sus labios.
La puerta del garaje se deslizó silenciosamente por las ranuras bien engrasadas. Una furgoneta de las unidades de élite y varios coches de policía bloqueaban la calle frente a nuestra acera. La casa estaba infestada de agentes, así como la entrada y el patio lateral. Un tirador había subido incluso a registrar el tejado; pero sobre todo buscaban entre los arbustos y las sombras del jardín. Gable se había asomado a la ventana del pasillo de arriba y escrutaba la oscuridad con el entrecejo fruncido. Barrió con la mirada el césped, la calle y el Range Rover negro que salía del garaje vecino.
Puse el intermitente como un buen ciudadano, arranqué y, girando a la izquierda, descendí calle abajo.
Aparcado en un callejón detrás de una gasolinera, examiné los objetos que había logrado rescatar, ahora alineados en el asiento contiguo: el portátil de Don, el fajo de documentos doblados en cuatro, que saqué del bolsillo bastante arrugados y un poco húmedos, y el elemento clave de toda la intriga: un disco blanco-plateado.
Me había encasquetado la gorra de golf que estaba en el asiento trasero para cubrirme la cara magullada, y llevaba la pistola en la parte trasera de los vaqueros; asimismo había reemplazado las matrículas del Range Rover por las de un Buick verde estacionado en un aparcamiento comunitario. Debía ganar tiempo antes de que se descubriera el robo, y la leyenda que figuraba bajo la matrícula del Buick —¡LA ABUELA DE ZACHARY Y SAGE!— daba a entender que su dueña no había salido a las nueve y media de la noche para mover el esqueleto. Como si birlar coches no fuese suficiente delito, me había visto obligado a robarle a una abuelita.