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Authors: Gregg Hurwitz

Tags: #Intriga, Policíaco

O ella muere (18 page)

Nos hicimos ambos a un lado, manteniendo las distancias, y cambiamos de posición. Yo no continué por el pasillo, y ella, en lugar de meterse en la cama, se apoyó en la cómoda, todavía cubierta de polvo de yeso. Nos estudiamos mutuamente. Yo doblaba y desdoblaba la toalla, y volvía a doblarla.

Carraspeé.

—¿Quieres que me quede arriba esta noche?

—Sí —contestó.

Dejé de juguetear con la toalla.

Me invitó a pasar con un gesto. Intentaba actuar con desenvoltura, pero sus ojos no se habían enterado.

—¿Tú quieres quedarte?

—Sí —afirmé.

Se acercó a la cama y abrió el edredón por mi lado. Me senté sobre el colchón. Ariana dio la vuelta y se deslizó bajo las sábanas; aún llevaba la ropa puesta. Me metí dentro, también vestido del todo. Ella alargó una mano y apagó la luz. Permanecimos los dos con la espalda apoyada en el curvo cabecero. No recordaba haber tocado nunca aquella cama nueva hasta ahora; era tan cómoda como lo parecía por su aspecto.

—¿De veras lo haces? —me preguntó—. ¿Me miras cómo lloro algunas mañanas por la ventana?

—Sí.

Incluso en la oscuridad, manteníamos la vista al frente sin mirarnos.

—Porque quieres saber… ¿qué? ¿Si todavía lo siento? —Su voz sonaba quebradiza, vulnerable—. ¿Si todavía me importa?

Nos quedamos un rato en silencio.

—Quisiera entrar y abrazarte —respondí—. Pero nunca reúno el valor necesario.

Noté que volvía lentamente la cara hacia mí.

—¿Qué tal ahora? —preguntó.

Levanté el brazo. Ella se me aproximó y apoyó la mejilla en mi pecho. Le acaricié el cabello. Notaba su piel cálida y suave. Pensé en las manos de Don; en su perilla, y sentí el impulso de apartarla, pero no lo hice. Reflexioné en la distancia que había entre lo que quería hacer y lo que creía que debía hacer: un choque entre dos posibilidades de mi yo, una intersección de dos futuros alternativos. Mi esposa me había engañado, pero ahora la estaba abrazando. Estábamos juntos. Me daba miedo lo que aquello podría parecer: no a los demás, sino a mí mismo en mis momentos de tranquilidad, al conducir hacia el trabajo, mientras sorbía un café entre las clases, o al mirar una escena inteligente de jodienda extramarital, sintiendo que Ari se ponía rígida a mi lado y que nuestra desazón se presentaba de golpe en la oscuridad del cine. Esa aguda punzada de los modelos deteriorados, de cómo deberían haber sido las cosas.

—Creo que quiero tener un hijo —dijo Ariana.

Mis labios se habían quedado secos de golpe.

—Tengo entendido que para eso hay que practicar el sexo.

—No ahora mismo.

—No pretendía insinuar…

—Quiero decir, no un niño ahora mismo. Ni siquiera muy pronto. Pero al sentirme amenazada de esta manera, he pensado mucho en nuestra vida. Estoy segura de que tú también. Hago cosas que me gustan: los muebles, mis plantas. Pero no voy a contentarme con ser una de esas mujeres que andan por ahí con su todoterreno, acudiendo a citas estúpidas o yendo a comprar comida orgánica a Whole Foods. Mira a Martinique, por ejemplo. Y yo voy en la misma dirección…

—Tú no eres…

—Lo sé, pero ya me entiendes. —Su mano se crispó, como buscando un asidero—. Quiero tener un hijo, pero al mismo tiempo me aterroriza la idea de desear tenerlo por motivos equivocados. ¿Comprendes de qué hablo?

Solté un murmullo de asentimiento. Un destello de la tubería de cobre brillaba junto al baño, allí donde habíamos horadado el tablero de yeso. La cabeza de Ariana subía y bajaba con mi respiración. Seguimos así un rato, mientras yo buscaba el modo de formular mis sentimientos con palabras.

—Yo ya no deseo hacer más lo que he estado haciendo hasta ahora —confesé—. O al menos, no quiero sentirme de la misma manera mientras lo hago.

—Sí, eso es. —Se incorporó, excitada—. Y fíjate, aquí estamos ahora. Trastornados por toda esta mierda, pero al menos viendo las cosas con claridad. No lo estropeemos.

—¿Qué quieres decir?

—¿Y si no abres esa cuenta de correo el domingo? ¿Y si enterramos la cabeza en la arena y fingimos que no pasa nada?

—¿Crees que así desaparecerá el problema?

—Finjamos que sí. Finjamos que todo está como solía estar antes de las cámaras ocultas, de Don Miller y de la venta del guión. Al menos esta noche.

Nos tendimos los dos en la cama, completamente vestidos. La seguí abrazando hasta que su respiración se regularizó; luego me quedé despierto junto a ella, velando su sueño.

Capítulo 24

La página de inicio de Gmail me miraba destellante desde mi pantalla; los recuadros del usuario y la clave ya estaban completados. Ariana atisbaba ansiosa por encima de mi hombro; el aliento le olía a perfume por las fresas con leche y cereales que acababa de tomarse. El día, igual que ayer, había transcurrido con una espantosa lentitud. Nos habíamos pasado el tiempo pegados el uno al otro, aturdiéndonos con tareas y quehaceres domésticos, procurando no mirar el reloj. Ahora, según la barra del menú, eran las 16.01 de la tarde.

Ya bajaba el dedo cuando Ariana me dijo:

—Espera. —Se quitó el lirio mariposa de detrás de la oreja, otra vez de color naranja, y jugueteó con él—. Escucha, sé que desde hace algún tiempo nos han entrado sospechas… mutuas. Ahora que estamos aclarando las cosas, quería preguntarte…

—Di.

—¿Hay algo, cualquier cosa, que desees contarme?

—¿Como qué?

—No sé; lo que pueda haber en ese mensaje.

—¿Una foto mía esnifando coca en el muslo de una estríper? No, Ari: nada de nada. Me he devanado los sesos y no se me ocurre ninguna cosa. —Bruscamente, hice clic en «Iniciar sesión» en protesta por su pregunta. Entonces se me ocurrió preguntarle—: ¿Hay algo que quieras contarme tú?

—¿Y si se trata de mí y de Don? —aventuró ella, inclinándose sobre la pantalla.

Mientras la página se cargaba, barajé esa posibilidad, notando su peso en el fondo del estómago. Era lo que me faltaba: el lío de una noche de mi esposa, enviado directamente a mi escritorio. Sería el punto culminante de aquella invasión de mi intimidad. Eso me recordó un fragmento de la conversación con Punch: que los correos electrónicos, incluso una vez borrados, dejan rastro en el disco duro.

Miré con aprensión la página que se estaba cargando. No se me había pasado por la cabeza que, en cuanto abriera el mensaje, no podría controlar lo que contuviera. Y eso ocurría en mi ordenador.

Antes de que consiguiese reaccionar, surgió ante nuestros ojos. Allí estaba: un único e-mail en mi buzón de entrada. La casilla del remitente, vacía; la del asunto también. Por ahora, el mensaje sin abrir seguía en el servidor. No había riesgo mientras no lo descargase. Desplacé el cursor hasta el borde de la pantalla, por si se le ocurría seleccionar el e-mail por su cuenta.

Ellos ya habían entrado en aquel ordenador para imprimir los JPG del plano de la casa. Revisé el historial del Explorer para ver que páginas web habían sido visitadas recientemente. No aparecía en la lista ninguna que no me sonase.

—Oye —preguntó Ariana—, ¿por qué no abres el mensaje?

Le indiqué con gestos que podían estar escuchando y le pregunté dónde tenía el inhibidor. Ella respondió sacándose el falso paquete de Marlboro del bolsillo; nunca lo perdía de vista.

—No quiero hacerlo aquí, desde mi ordenador —musité.

—Escucha —me interpeló, todavía pensando en el tema anterior—, si se trata de mí y de Don, será mejor que lo afrontemos juntos.

—No es eso; me refiero a que no debería bajarme aquí ningún archivo que provenga de ellos. Aunque después lo borre, el registro se mantiene en algún rincón del disco duro. Y tal vez podrían usar un e-mail para colarme un virus que les permita leer toda mi información a distancia.

—¿No crees que habrían aprovechado para instalarlo cuando estuvieron aquí?

Me había levantado y ya me dirigía a la escalera; Ariana bajó pisándome los talones.

—Jerry revisó nuestros ordenadores —le dije—, ¿recuerdas?

Me calcé y abrí la puerta del garaje.

—Un momento —dijo Ariana, señalándome los pies.

Bajé la vista. Me había puesto las Nike pinchadas. Renegando, me las quité de un par de patadas y me puse los mocasines. No quedaban muy bien con los calcetines blancos, pero no estaba dispuesto a que mis acosadores supieran que me iba a Kinko’s.

Patrick Davis.

Era lo único que decía el e-mail, aunque habían convertido el nombre en un hipervínculo. Encajonado en un cubículo alquilado, giré la cabeza para observar el local. El empleado de Kinko’s parecía muy ocupado atendiendo a una mujer gritona de ropa estridente, y los demás clientes hacían fotocopias y grapaban folios junto a las máquinas alineadas en la entrada.

Me sequé el sudor de la frente con el faldón de la camisa, apreté los dientes e hice doble clic en mi nombre.

Se abrió una página web. Mientras leía la dirección de Internet (una serie de cifras demasiado extensa para memorizarla), apareció un rótulo destacado en negrita:

ESTA PÁGINA WEB SE BORRARÁ AL CONCLUIR SU VISIONADO.

Las letras se difuminaron en el fondo oscuro produciendo un efecto fantasmal.

Entonces desfilaron fotografías digitales, como en una presentación de PowerPoint:

El invernadero, de noche, entre los árboles del jardín.

Luego una toma de su interior, bañada en un resplandor verdoso y como de otro mundo.

La hilera de tiestos en el estante intermedio de la pared este: los lirios mariposa de color lavanda que Ariana no había recogido ni se había puesto en los últimos meses.

Una mano conocida con guante de látex levantaba el último tiesto y el platillo. Debajo, sobre la superficie de madera, había un estuche morado de plástico.

Ese disco no estaba ahí tres noches atrás cuando Ariana y yo habíamos registrado el invernadero.

Me había inclinado sobre el monitor con las manos crispadas. A pesar de los discos, los micrófonos y la llamada, aún no me había habituado a ver cómo alguien se movía y fisgoneaba por nuestra casa, por nuestras vidas. La impresión, en todo caso, era peor que antes: como un trauma agravado por otro trauma, como un papel de lija sobre la carne viva.

La foto desapareció y dio paso a una dirección:

2132 Aminta St., Van Nuys, CA 91406

Busqué con desesperación un bolígrafo y un pedazo de papel: no había ninguno en el cubículo. Me metí en el contiguo a toda prisa, volcando el protector de plástico, y me hice con un lápiz y un
post-it
. Al volver frente a mi monitor, la dirección había sido reemplazada por una pantalla de Google Maps, con la ubicación marcada en la parte más cutre de Van Nuys. Logré anotar la dirección, tomándola del indicador de la localización, antes de que la imagen cambiase de nuevo.

La siguiente mostraba cuatro números separados con intervalos regulares:

4 7 8 3

Los anoté también un segundo antes de que dieran paso a la foto de una lóbrega puerta de apartamento: pintura desprendida, juntas agrietadas y dos números herrumbrosos en lugar de mirilla:
11
. Uno de los clavos estaba suelto, de manera que el segundo
1
quedaba inclinado.

Entonces, como una ráfaga helada bajándome por la columna, apareció un mensaje en negrita:

VE SOLO

La ventana se cerró por sí sola y, con ella, también el navegador. Cuando volví a abrirlo, no había nada registrado en el historial de páginas visitadas.

No existía ninguna prueba de que todo aquello fuera algo más que un mal sueño. Lo único que tenía era una dirección y cuatro números misteriosos escritos con mi propia letra.

Capítulo 25

—¿Nada más? —preguntó Ariana.

Sentada a mi lado en el diván, le dio la vuelta al estuche morado como si fuese a encontrar la etiqueta del videoclub. La superficie de plástico todavía mostraba la mancha de humedad del platillo de la maceta.

—Se nos debe de haber pasado algo —dije manipulando el mando. Volvimos a mirar la pantalla de plasma, montada de nuevo en la pared, aunque algo torcida.

La imagen reapareció parpadeando. Era una toma en blanco y negro muy granulada, probablemente de una cámara de seguridad: un sótano, demasiado amplio para pertenecer a una casa particular; una bombilla oscilante, que arrojaba un débil resplandor, y una escalera sumida en la oscuridad; un generador, un calentador de agua, varias cajas de cartón sin rótulo ni etiqueta y un extenso tramo de suelo de hormigón; en el segundo peldaño de la escalera, algo parecido a un montón de colillas, y en la pared del fondo, una caja de fusibles visible. Sobreimpresas en la pantalla, la fecha y las horas de grabación transcurridas: 03/11/05, 14.06.31 y siguiendo.

La secuencia concluyó.

—No lo entiendo —dijo Ariana—. ¿Habrá algún significado cifrado que se nos escapa?

Miramos el DVD otra vez. Y una vez más.

Ari se levantó del diván, exasperada.

—¿Cómo demonios vamos a deducir qué es?

Me miró con temor mientras yo despegaba el Post-it de la mesita de café, donde figuraba la dirección de Van Nuys.

Expulsé el disco, lo guardé en el estuche y me lo metí en el bolsillo. Sentado en el suelo del vestíbulo, me até las Nike. Tenía que usarlas de vez en cuando para no demostrar que había descubierto el dispositivo incrustado en el talón. Y no estaría de más hacerlo ahora, mientras seguía sus instrucciones.

Mi mujer me detuvo cuando ya entraba en el garaje.

—Tal vez no debieras ir. Tú no sabes lo que hay detrás de esa puerta, Patrick. —Le temblaba muchísimo la voz—. No sabes cómo manejar una cosa así. ¿Seguro que quieres seguir hurgando?

—Escucha, no soy Jason Bourne, pero algo sí sé.

—Ya conoces el dicho: saber solo un poco es lo más peligroso. —Tuvo la intención de cruzar los brazos, pero se detuvo—. Tal vez confían en que seas tan tonto, que te presentarás. ¿Qué pueden hacer si no vas?

—¿Quieres descubrirlo?

No respondió.

Entré en el garaje.

—Hemos de averiguar qué es todo esto. Y quién está detrás.

—Piénsalo bien, Patrick. Hoy por hoy, aún no nos ha pasado nada en realidad. En casa estás a salvo. Podrías volver adentro conmigo, simplemente.

Me detuve junto al coche y la miré. Por instantes consideré la posibilidad de entrar de nuevo, de prepararme una taza de té y ponerme a calificar los guiones de mis alumnos. Pero ¿qué iban a hacer si construían un laberinto y no se presentaba ninguna rata? ¿Qué implicaba más riesgo: corretear por los recodos y vericuetos de la trampa o quedarme quieto, esperando a que el cerco se estrechara?

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