Su hermana dormía cuando entraron en el cuarto.
—Es mejor no despertarla —dijo Meomartino.
—Me sentaré aquí a esperar.
Pero Melanie abrió los ojos.
—Peg —dijo.
—Hola, Melie —Margaret se inclinó y la besó—. ¿Qué tal está Ted?
—Bien. ¡Qué estupendo despertarme y encontrarte aquí a mi lado!
—¿Y los dos jóvenes suecos?
—Estupendos. Te vieron en el programa de Sullivan. Estuviste magnífica. No sabes lo orgullosa que me sentía de ti —miró a su hermana y se incorporó en la cama—. No, Peg, no te sacrifiques.
Estrechó en sus brazos a su hermana gemela y le acarició el cabello.
—Por favor, Peggy, querida Peggy, no lo hagas.
Rafe volvió a su despacho. Se sentó a su mesa y trató de poner un poco de orden en sus papeles.
No sabe usted lo que son a veces las relaciones entre hermanas.
«Pero sí que sé lo que son a veces entre hermanos», pensó.
El aire comprimido seguía gimiendo por las tuberías. A pesar de sí mismo, su mano fue hacia el reloj de bolsillo y sus dedos tocaron nerviosamente los ángeles repujados en la plata deslustrada de la tapa; lo cogió, lo abrió y miró las anticuadas cifras romanas, y vio en ellas cosas que no quería recordar.
La pauta se había fijado teniendo Rafael cinco años y Guillermo siete.
Leo, el factótum de la familia, un espécimen humano grandote y torpón, que le quería entrañablemente, trató de explicárselo un día en que había sorprendido a Rafael dispuesto a tirarse de una ventana del segundo piso equipado con alas de papel que Guillermo le había atado a los hombros.
—Tu hermano, ese pobre desgraciado, será tu ruina, y que me perdone tu madre —dijo Leo, escupiendo por la ventana abierta—. Nunca le hagas caso; acuérdate de lo que estoy diciendo.
Pero la verdad era que a Guillermo daba gusto oírle hablar.
Unas semanas después:
—Tengo una cosa —le dijo.
—A verla.
—Es un sitio.
—Llévame a verlo.
—Es un sitio para chicos grandes. Tú todavía te lo haces en los pantalones.
—No es verdad —dijo Rafael acaloradamente, temeroso de echarse a llorar.
En aquel mismo momento sintió una presión en la ingle, y recordó que tres días antes, sin ir más allá, no había conseguido llegar a tiempo al retrete.
—Es un sitio estupendo. Pero no me parece a mí que seas tú bastante mayor para que te lleve. Si te lo haces allí en los pantalones la vieja que cuida el sitio te muerde. Se convierte en el animal que quiere. Y entonces se acabó.
—Te ríes de mí.
—No, de verdad. Es un sitio estupendo.
Rafael guardó silencio.
—¿La viste tú? —preguntó por fin.
—Yo nunca me lo hago en los pantalones —dijo Guillermo, mirándole hoscamente.
Jugaron, y al cabo de un rato fueron al cuarto de sus padres. Guillermo se puso en pie sobre la cama para llegar al cajón superior de la mesa y sacó una caja de terciopelo negro donde su padre dejaba todas las noches el reloj y lo volvía a coger por las mañanas.
La abrió y luego la cerró de golpe, volvió a abrirla y nuevamente la cerró de golpe; era un ruido que le gustaba.
—Te van a castigar —dijo Rafael.
Guillermo hizo un ruido grosero.
—Puedo tocarla porque va a ser mía.
En la familia aquel reloj pasaba del padre al hijo mayor como ya habían explicado a los dos hermanos. A pesar de todo, Guillermo puso de nuevo la caja en el cajón y volvió a su cuarto, con Rafael en pos de él.
—Llévame, Guillermo, por favor.
—¿Y qué me das?
Rafael se encogió de hombros. Su hermano escogió los tres juguetes que sabía que le gustaban más a él: un soldado rojo, un libro de estampas sobre un payaso triste, y un osito de trapo llamado Fabio, jorobado por lo mucho que lo apretaba Rafael al dormir con él todas las noches.
—No, el oso no.
Guillermo le dirigió una mirada dura como el mármol y accedió.
Aquella tarde, cuando tenían que dormir la siesta Guillermo le llevó por un camino que cruzaba el bosquecillo de raquíticos pinos, detrás de la casa. Tardaron diez minutos, siguiendo el viejo y zigzagueante camino, en llegar a un pequeño claro. El ahumadero era una gran caja sin ventanas. Las maderas, sin pintar, estaban blanqueadas por el sol y plateadas por las lluvias.
Dentro, reinaba la oscuridad.
—Anda, entra —le instó Guillermo—. Y te seguiré.
Pero en cuanto entró, dejando a sus espaldas el mundo luminoso y verde, la puerta se cerró de golpe y oyó el clic del cerrojo al caer.
Rompió a llorar a gritos.
Un momento después se calló.
—Guillermo —dijo, riendo—, no me tomes el pelo.
Ya cerrara los ojos o los abriese, la luz seguía ausente de sus párpados. Sombras purpúreas le rodeaban, le atacaban, le penetraban, formas que no quería reconocer, del color de la sangre del gran cerdo que habían colgado allí dentro. Varias veces su padre le había llevado al matadero y recordaba los olores y la sangre y los gruñidos y los ojos enloquecidos.
—Guillermo —gritó—, te doy a Fabio.
El silencio era negro.
Se tiró llorando contra la pared, chocando inesperadamente con un muro invisible que se había imaginado a unos metros de distancia. Sintió un gran dolor en la nariz. Las rodillas se le doblaron y un clavo saliente le desgarró la mejilla, penetrándole casi en el ojo derecho. Algo húmedo le cubría el rostro, doliéndole, doliéndole; y en la comisura de la boca sintió sabor a sal. Hundiéndose en la frescura del duro suelo de tierra apisonada, notó una suave y cálida sensación que crecía, un gotear aterrorizado por el interior de los muslos.
En la oscura esquina se oyó crujir de hojas y algo pequeño que se escabullía.
—Ser, grande, ser, grande —gritaba Rafael.
Cinco horas después, cuando los que le buscaban habían gritado su nombre pasando una y otra vez junto al ahumadero, alguien, el factótum Leo, había tenido la idea de abrir la gran caja de madera curtida por el tiempo y mirar en su interior.
Aquella noche, tranquilo, tiernamente bañado, la herida del rostro suturada y la nariz grotesca, pero bien atendida, Rafael se durmió en brazos de su madre.
Leo había dicho que el ahumadero estaba cerrado por fuera. Fabio fue descubierto en la cama del secuestrador, y Guillermo confesó y fue debidamente azotado. A la mañana siguiente se presentó ante su hermano y pronunció un elocuente y contrito discurso de excusas. Diez minutos después, ante el asombro de sus padres, los dos muchachos estaban jugando juntos y Rafael reía por primera vez en veinticuatro horas.
Pero su coeficiente de inteligencia era de 147 puntos, e incluso a los cinco años era ya lo bastante inteligente para darse cuenta de que acababa de aprender algo.
Su vida se regía por la necesidad de evitar a su hermano.
Los Meomartino estudiaban en el extranjero; cuando Guillermo fue elegido para ir a la Sorbona, Rafael, un año más tarde, entró en Harvard, de estudiante de primer curso. Durante cuatro años compartió su cuarto con un muchacho de Portland, Estado de Maine, llamado George Hamilton Currier, imberbe y áspero heredero de una fortuna basada en latas de conserva de alubias cocidas al horno, producto que se encontraba invariablemente en tres de cada diez alacenas familiares norteamericanas. Currier el Alubiero, como le llamaban, fue quien le dio el primero y único apodo que tuvo en su vida: Rafe, y quien le expuso una y otra vez las glorias de la carrera de Medicina. Guillermo había decidido estudiar Derecho en la Universidad de California, pues era tradicional en los Meomartino prepararse para profesiones liberales, aunque luego se pasasen la vida dedicados a los negocios azucareros de la familia y no las ejerciesen. Cuando Rafe salió de Cambridge con excelentes notas, decidió, casi sin darse cuenta, estudiar Medicina en Cuba. Su padre había muerto de un ataque cardiaco varios años antes. El mundo de su madre, que siempre había girado en torno al cálido cariño de su marido se mantenía ahora estable gracias a una órbita parecida, sólo que en torno a su hijo menor. Era una mujer bellísima, de dulce sonrisa, pero como acosada, una dama cubana chapada a la antigua, cuyas manos largas y finas hacían encaje con consumada pericia, pero, al mismo tiempo, lo bastante moderna para coleccionar pintura abstracta e ir inmediatamente al médico familiar cuando descubrió que tenía un bulto en el pecho derecho. La terrible palabra no volvió a ser mencionada en su presencia. El pecho le fue amputado rápida y cortésmente.
Los años de Rafe en la Facultad de Medicina de la Universidad de La Habana fueron buenos, esa clase de tiempo que nunca amenaza dos veces una misma vida combinación de juventud e inmortalidad, y de certidumbre en todo cuanto se cree. Desde el principio, el olor del hospital se le subió a Rafe a la cabeza más que el aroma empalagosamente dulce del gabazo de la caña de azúcar. Había una chica, compañera de estudios, llamada Paula, pequeña, oscura y cálida, con dientes ligeramente salientes y piernas no ciertamente perfectas, pero dotada de una grupa piriforme y un apartamento situado cerca de la Universidad, a lo que había que añadir profundos conocimientos en el arte del control de la natalidad. En cuanto alguien mencionaba a Batista, Paula se irritaba y perdía interés, por lo que Rafe aprendió en seguida a no tocar ese tema, cosa, por otra parte, nada difícil. En ocasiones, llegaba al apartamento de Paula y encontraba un grupo de poca gente, nunca más de media docena, hombres y mujeres, que se sumían en un extraño silencio en cuanto él entraba en la estancia, en vista de lo cual se iba como había venido, jovial y rápidamente.
A Rafe le tenían sin cuidado las intrigas que, en su ausencia, tejiera Paula en sus sesiones secretas; por el contrario la intriga añadía un ingrediente más a aquella especia llamada Paula. Aparte de que en Cuba había reuniones secretas desde siempre, de modo que ¿por qué inquietarse? Soñar y tejer complots, a favor de futuros que nunca se hacían realidad era parte del ambiente, como el sol, los amantes sobre la hierba, el Jai Alai, las risas de gallos, las manchas misteriosas que quedaban en las aceras de mármol del Prado cuando pisaba uno los arándanos azul claro que caían de los árboles podados… Él se ocupaba de sus cosas y a nadie se le ocurría invitarle a aquellas reuniones, sobre todo teniendo en cuenta que era un Meomartino, familia que, a pesar de los inevitables y periódicos cambios de Gobierno, enriquecía a los detentadores del poder.
Guillermo volvió a casa estando Rafael ya en el último curso de Medicina, el ano de internado en el Hospital Universitario General Calixto García. Carlos colgó su diploma de abogado en la pared de una oficina del trapiche y se pasaba el tiempo fingiendo preparar estadísticas y gráficos sobre la relación entre la casa de azúcar y la melaza. Con frecuencia le temblaba la pluma en la mano por culpa de su apasionada predilección por las bebidas alcohólicas doble y hasta triplemente destiladas, tanto nacionales como importadas. Rafael le veía muy poco; el internado le ocupaba todo el tiempo, y los días pasaban entre el calor del exceso de trabajo, el exceso de enfermos y la escasez de médicos.
Dos días después de recibir el grado de doctor en Medicina, su tío Erneido Pesca fue a verle. El hermano de su madre era un hombre alto, delgado, de talante militar, bigote que fue gris en otros tiempos, rostro pequeño y arrugado y con predilección por los puros Partagás y los trajes de hilo blanco bien planchados. Se quitó el jipijapa dejando al descubierto la melena de un gris acerino, suspiró, pidió una copa, o sea, un vaso de ron, y miró con aire desaprobador a su sobrino, que estaba sirviéndose un whisky escocés.
—¿Cuándo entrarás en la empresa? —le preguntó, por fin.
—Yo pensaba —respondió Rafael— que quizá fuera mejor dedicarme a la Medicina.
Erneido suspiró.
—Tu hermano —dijo— es un tonto y un mequetrefe disoluto. Algo peor, quizá.
—Ya lo sé.
—Entonces, tienes que entrar en la empresa. Yo no voy a ser eterno.
Discutieron en voz baja, pero acaloradamente.
Finalmente, llegaron a una componenda. Rafael tendría su despacho junto al de Guillermo, en el trapiche. También dispondría de un laboratorio en el Colegio Médico. De eso se encargaría Erneido. Tres días a la semana en el trapiche, dos días a la semana en el Colegio Médico; esto es todo lo que cedió Erneido, cabeza de familia sucesor de su padre.
Rafael accedió con resignación. Era más de lo que había esperado.
El decano, veterano académico hábil en la adquisición de fondos y legados, le mostró personalmente el grande, pero astroso, laboratorio, lleno de aparatos suficientes para tres investigadores en vez de uno, y se lo entregó a Rafael junto con el título de ayudante de investigación.
Se sintió orgulloso de poder mostrar su laboratorio a Paula, como un niño pequeño con un juguete nuevo. Ella le miró sorprendida.
—Nunca me hablaste de investigaciones —dijo—. ¿A qué viene ahora todo este interés por investigar?
Paula tenía ya un cargo en el servicio de Sanidad del Gobierno e iba a ser nombrada inspectora en una pequeña aldea de la provincia de Oriente, en Sierra Maestra.
«Porque estoy hasta las mismísimas narices de gabazo, porque no quiero ahogarme en azúcar», pensó él.
—Es que es necesario —dijo, sin convencerse ni a sí mismo ni a ella.
En el laboratorio contiguo había un bioquímico llamado Rivkind, que había venido a Cuba, procedente del Estado norteamericano de Ohio, con una pequeña beca de la Fundación contra el Cáncer. La razón de que siguiese allí, confesó a Rafael, era que resultaba más barato vivir en La Habana que en Columbus. La única cosa que inducía a Rivkind a conversar era la posibilidad de quejarse amargamente de que la Universidad no quería comprarle un pequeño centrífugo de doscientos setenta dólares. Rafe tenía uno en su laboratorio nuevo y le daba reparo confesarlo. No llegaron a ser amigos. Cada vez que Rafe entraba en el atiborrado cubículo de Rivkind, el norteamericano parecía estar trabajando.
Desesperado Rafe decidió trabajar también.
Se hizo escritor, escribió una lista:
Leptospirosis, una tremenda lata.
Lepra, una lata astrosa.
Ictericia, una condenada amarilla.
Malaria, una cosa que da sudor.
Otras enfermedades febriles, muchos problemas calenturientos.
Elefantiasis, un problema enorme.
Enfermedades disentéricas, mucha mierda.
Tuberculosis, ¿podemos hincarle el diente?
Parásitos, viven de la grasa ajena.