El curioso incidente del perro a medianoche (5 page)

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Authors: Mark Haddon

Tags: #Drama, Infantil y juvenil, Intriga

Me pregunté si la propia señora Shears habría matado a Wellington. Pero si hubiera matado ella misma a Wellington, por qué habría salido corriendo de la casa gritando «¿Qué coño le has hecho a mi perro?».

La señora Shears probablemente no había matado a Wellington. Pero quien fuera que lo hubiese matado, probablemente lo había matado con la horca de la señora Shears. El cobertizo estaba cerrado. Eso significaba que era alguien que tenía la llave del cobertizo de la señora Shears, o que ella se lo había dejado abierto, o que se había dejado la horca tirada en alguna parte del jardín.

Oí un ruido y me volví y vi a la señora Shears de pie en el césped mirándome. Dije:

—He venido a ver si la horca estaba en el cobertizo.

Y ella dijo:

—Si no te vas ahora mismo voy a volver a llamar a la policía.

Así que me fui a casa.

Cuando llegué a casa, le dije hola a Padre, subí y le di de comer a Toby, mi rata, y me sentí contento porque estaba haciendo de detective y descubriendo cosas.

61

La señora Forbes, del colegio, dijo que Madre al morir se había ido al cielo. Eso lo dijo porque la señora Forbes es muy vieja y cree en el cielo. Y lleva pantalones de chándal porque dice que son más cómodos que los pantalones normales. Y una de sus piernas es ligeramente más corta que la otra a causa de un accidente de moto.

Pero Madre al morir no había ido al cielo, porque el cielo no existe.

El marido de la señora Peters es un párroco al que todos llaman reverendo Peters, y de vez en cuando viene a nuestra escuela a hablarnos. Yo le pregunté dónde estaba el cielo y él me contestó:

—No está en nuestro universo. Está en otro sitio completamente distinto.

A veces, cuando piensa, el reverendo Peters hace unos raros chasquidos con la lengua. Y fuma cigarrillos, y se los puedes oler en el aliento, y eso a mí no me gusta.

Le dije que no había nada fuera de nuestro universo y que no existía ningún sitio completamente distinto. Quizá lo haya si uno logra atravesar un agujero negro, pero un agujero negro es lo que se llama una «Singularidad», que significa que es imposible saber qué hay del otro lado porque la gravedad de un agujero negro es tan grande, que ni siquiera ondas electromagnéticas como la luz pueden salir de él, y es a través de las ondas electromagnéticas como obtenemos la información de lo que está muy lejos. Si el cielo estuviera al otro lado de un agujero negro, a las personas muertas tendrían que lanzarlas al espacio en cohetes para llegar allí, y no las lanzan, o la gente ya se habría dado cuenta.

A mí me parece que la gente cree en el cielo porque no le gusta la idea de morirse, porque quiere seguir viviendo y no le gusta la idea de que otras personas se muden a su casa y echen sus cosas a la basura.

El reverendo Peters dijo:

—Bueno, cuando digo que el cielo no está en nuestro universo, en realidad, es por decirlo de alguna manera. Supongo que lo que en realidad significa es que están con Dios.

—Pero ¿dónde está Dios? —le dije yo.

Y el reverendo Peters me dijo que deberíamos hablar de eso otro día cuando tuviese más tiempo.

Lo que de verdad pasa cuando te mueres es que tu cerebro deja de funcionar y el cuerpo se pudre, como el de Conejo cuando se murió y lo enterramos al fondo del jardín. Todas sus moléculas se descompusieron en otras moléculas y pasaron a la tierra y se las comieron los gusanos y pasaron a las plantas. Si vamos y cavamos en el mismo sitio al cabo de 10 años, no quedará nada excepto su esqueleto. Y al cabo de 1.000 años, hasta el esqueleto habrá desaparecido. Pero eso está bien, porque ahora forma parte de las flores y del manzano y del matorral de espino.

A veces, cuando las personas se mueren, las ponen en ataúdes, lo que significa que no se mezclan con la tierra durante muchísimo tiempo, hasta que la madera del ataúd se pudre.

Pero a Madre la incineraron. Eso quiere decir que la metieron en un ataúd y lo quemaron y redujeron a cenizas y a humo. Yo no sé qué se hace de las cenizas, no pude preguntarlo en el crematorio porque no fui al funeral. Pero el humo sale por la chimenea y se dispersa en el aire, y a veces levanto la vista al cielo y pienso en que allá arriba hay moléculas de Madre, o en las nubes sobre África o el Antártico, o en forma de lluvia en las selvas de Brasil, o de nieve en alguna parte.

67

El día siguiente era sábado y no hay gran cosa que hacer un sábado a menos que Padre me lleve a algún sitio, a remar en el lago o al centro de jardinería, pero ese sábado Inglaterra jugaba al fútbol contra Rumania, lo que significaba que no íbamos a hacer ninguna salida, porque Padre quería ver el partido en la televisión. Así que decidí investigar un poco más por mi cuenta.

Decidí que iría a preguntarles a otros de los vecinos de nuestra calle si habían visto a alguien matar a Wellington, o si habían visto algo extraño la noche del jueves.

Hablar con desconocidos no es algo que yo suela hacer. No me gusta hablar con desconocidos. No es por el
Peligro que suponen los Desconocidos
del que nos hablan en el colegio, y que es cuando un hombre desconocido te ofrece caramelos o llevarte en su coche porque quiere tener relaciones sexuales contigo. A mí eso no me preocupa. Si un desconocido me tocara yo le pegaría, y puedo pegar muy fuerte. Por ejemplo, aquella vez que le pegué a Sarah porque me había tirado del pelo la dejé inconsciente y tuvo una conmoción cerebral y tuvieron que llevársela a Urgencias. Además, siempre llevo mi navaja del Ejército Suizo en el bolsillo y tiene una hoja de sierra que podría cortarle los dedos a un hombre.

No me gustan los extraños porque no me gusta la gente que no conozco. Es difícil comprenderlos. Es como estar en Francia, que es adonde íbamos a veces de vacaciones cuando Madre estaba viva, de camping. A mí no me gustaba nada porque cuando ibas a una tienda o a un restaurante o a una playa no entendías lo que decía la gente y eso daba miedo.

Me lleva mucho tiempo acostumbrarme a la gente que no conozco. Por ejemplo, cuando en el colegio hay un miembro nuevo del equipo de educadores no le hablo durante semanas y semanas. Lo observo hasta saber que no representa un peligro. Entonces le hago preguntas sobre sí mismo, si tiene mascotas, cuál es su color favorito, qué sabe de las misiones espaciales Apolo, y le hago dibujarme un plano de su casa y le pregunto qué coche tiene, para así conocerlo mejor. Entonces ya no me importa si estoy en la misma habitación que esa persona, y ya no tengo que vigilarla constantemente.

Así pues, para hablar con otros vecinos de nuestra calle, tenía que ser valiente. Pero si uno quiere hacer de detective, tiene que ser valiente. No tenía elección.

Primero hice un plano de nuestra parte de la calle, que se llama calle Randolph, y que era así

Luego, me aseguré de que llevaba la navaja del Ejército Suizo en el bolsillo y salí. Llamé a la puerta del número 40, que es la de enfrente de la casa de la señora Shears, y eso significa que era más probable que hubiesen visto algo. La gente que vive en el número 40 se llama Thompson.

El señor Thompson me abrió la puerta. Llevaba una camiseta que decía

Cerveza.
Más de 2.000 años
ayudando a los feos
a tener relaciones sexuales.

El señor Thompson me dijo:

—¿En qué puedo ayudarte?

—¿Sabe usted quién mató a Wellington? —dije.

No lo miré a la cara. No me gusta mirar a la gente a la cara, en especial si son desconocidos. Durante unos segundos no dijo nada. Luego preguntó:

—¿Y tú quién eres?

—Soy Christopher Boone, del número 36, y sé quién es usted. Usted es el señor Thompson —dije.

Y él dijo:

—Soy el hermano del señor Thompson.

—¿Sabe quién mató a Wellington? —dije yo.

—¿Quién coño es Wellington? —dijo él.

—El perro de la señora Shears. La señora Shears es la del número 41 —dije.

—¿Alguien le mató al perro? —dijo.

—Con una horca —dije yo.

—Dios santo —dijo él.

—Con una horca de jardín —dije yo, no fuera a pensar que me refería a un cadalso. Entonces dije—: ¿Sabe usted quién lo mató?

—No tengo ni la más mínima idea —dijo él.

—¿Vio usted algo sospechoso la noche del jueves? —dije yo.

—Oye, hijo —me dijo—, ¿de verdad te parece que tienes que andar por ahí haciendo preguntas como ésa?

Y yo le dije:

—Sí, porque quiero descubrir quién mató a Wellington y estoy escribiendo un libro sobre eso.

Y él dijo:

—Bueno, pues el jueves yo estaba en Colchester, así que le estás preguntando al tipo que no toca.

—Gracias —dije, y me alejé.

No hubo respuesta en la casa del número 42.

Había visto a la gente que vivía en el número 44, pero no sabía cómo se llamaban. Eran negros, un hombre y una mujer con dos hijos, un niño y una niña. Me abrió la puerta la señora. Llevaba unas botas que parecían botas del ejército y 5 pulseras de un metal plateado que hacían un ruido tintineante. Me dijo:

—Eres Christopher, ¿no?

Dije que sí y le pregunté si sabía quién había matado a Wellington. Ella sabía quién era Wellington, así que no tuve que explicárselo. Y sabía que lo habían matado.

Le pregunté si la noche del jueves había visto algo sospechoso que pudiera ser una pista.

—¿Como qué? —preguntó.

Y yo dije:

—Como algún desconocido. O ruido de gente peleándose.

Pero ella dijo que no.

Y entonces decidí hacer lo que se llama «Probar una Táctica Distinta», y le pregunté si sabía de alguien que quisiera ver triste a la señora Shears.

Y ella me dijo:

—Quizá deberías hablar de esto con tu padre.

Y yo le expliqué que no podía preguntárselo a mi padre porque la investigación era un secreto porque él me había dicho que no me metiera en los asuntos de los demás.

—Bueno, pues a lo mejor tiene razón, Christopher —dijo.

Y yo dije:

—Entonces usted no sabe nada que pueda ser una pista.

—No —dijo ella, y luego dijo—: Ten cuidado, jovencito.

Le dije que tendría cuidado y luego le di las gracias por ayudarme con mis pesquisas y fui al número 43, que es la casa de al lado de la casa de la señora Shears.

Las personas que viven en el número 43 son el señor Wise y la madre del señor Wise, que está en una silla de ruedas, que es por lo que él vive con ella, para así poder llevarla a las tiendas y a otros sitios.

Me abrió la puerta el señor Wise. Olía a sudor y a galletas rancias y a palomitas, que es como huele una persona cuando no se ha lavado durante una temporada, como Jason, del colegio, que huele porque su familia es pobre.

Le pregunté al señor Wise si sabía quién había matado a Wellington la noche del jueves.

—Vaya —dijo—, los policías sois cada vez más jóvenes, ¿eh? Entonces se rió. A mí no me gusta que la gente se ría de mí, así que me di la vuelta y me fui.

No llamé a la puerta del número 38, la casa de al lado de la nuestra, porque es gente que toma drogas y Padre dice que no hable nunca con ellos, así que no lo hago. Ponen la música muy alta por la noche y a veces, cuando los veo en la calle, me dan un poco de miedo. Además, en realidad no es su casa.

Entonces, me di cuenta de que la anciana que vive en el número 39, al otro lado de la casa de la señora Shears, estaba en su jardín delantero cortando el seto con una podadora eléctrica. Se llama señora Alexander. Tiene un perro. Es un teckel, así que probablemente era buena persona porque le gustaban los perros. Pero el perro no estaba en el jardín con ella. Estaba dentro de la casa.

La señora Alexander llevaba vaqueros y zapatillas de deporte, que no es lo que visten los ancianos normalmente. Los vaqueros tenían manchas de barro. Las zapatillas eran unas New Balance. Con los cordones rojos.

Me acerqué a la señora Alexander y dije:

—¿Sabe usted que mataron a Wellington?

Entonces apagó la podadora eléctrica y dijo:

—Me temo que vas a tener que repetírmelo. Soy un poco sorda.

Así que le dije:

—¿Sabe usted que mataron a Wellington?

—Me enteré ayer —dijo—. Espantoso. Espantoso.

—¿Sabe usted quién lo mató? —dije.

Y ella dijo:

—No, no lo sé.

—Alguien tiene que saberlo —dije— porque la persona que mató a Wellington sabe que mataron a Wellington. A menos que sea un loco y no supiera lo que hacía. O que tenga amnesia.

Y ella dijo:

—Bueno, supongo que tienes razón.

—Gracias por ayudarme en mi investigación —dije.

Y ella dijo:

—Eres Christopher, ¿verdad?

—Sí —dije—. Vivo en el número 36.

—Nunca habíamos hablado, ¿verdad? —dijo.

—No —dije—. A mí no me gusta hablar con desconocidos. Pero estoy haciendo de detective.

Y ella dijo:

—Te veo todos los días, cuando vas a la escuela.

A eso no contesté. Y la mujer dijo:

—Es muy amable por tu parte venir a decir hola.

A eso tampoco contesté, porque la señora Alexander estaba haciendo lo que se llama charlar, que es cuando la gente se dice cosas entre sí que no son preguntas y respuestas y que no tienen relación. Entonces dijo:

—Incluso aunque sólo sea porque estás haciendo de detective.

Y yo volví a decir:

—Gracias.

Estaba a punto de volverme y alejarme cuando dijo:

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