»¿Se horrorizó usted de lo que dejaba escapar mi miserable boca? ¿Me compadece usted? ¿Me desprecia usted? Pero no, seguramente, usted no me desprecia; si así fuera, ¿me habría usted podido demostrar tanto afecto? Por otra parte, lea usted mi cuaderno, allí está todo.
»Al principio no le estaba destinado a usted. Yo quería enviarlo, después de muchos años, cuando a nuestra vez hubiéramos sido viejos, al hombre a quien pertenece mi alma, para que supiera por qué lo había rechazado.
»Las cosas han cambiado de rumbo: hoy, en un momento de olvido, me dejé caer en sus brazos. He visto, demasiado tarde, que ya no había manera de escapármele. Pero antes que ser suya, prefiero darme la muerte.
»Y todavía tengo que dirigir a usted una súplica. Es la súplica de una moribunda y, si está en poder de usted, accederá usted a ella.
»Oculte usted al mundo entero —y ante todo a aquel a quien amo— que me he dado la muerte. ¡Ojalá crea que lo que me ha matado es la alegría! Destruiré todo lo que pudiera revelar un suicidio: los únicos signos aparentes serán los de una muerte de aneurisma o de congestión.
»Se lo suplico a usted desde el fondo del corazón; otórgueme usted todavía esta satisfacción suprema. Muero sin pesar y no tengo miedo. Hace tanto tiempo que no duermo bien, que necesito reposo. —
Olga Bremer
.»
El anciano experimentaba un sentimiento de angustia absoluta. Se bamboleaba, apretaba los puños y se golpeaba la frente; en seguida volvió a caer sobre una silla.
—Es una locura, una completa locura —gimió enjugándose las gotas de sudor que cubrían su frente—. Hija mía, ¿qué es lo que ha pasado por ti? ¿Qué te ha obscurecido así la razón? ¡Mi pobre, pobre y querida niña!
Luego se levantó de un salto y buscó con sus manos temblorosas su sombrero y su abrigo.
¡Socorrer! ¡socorrer! ¡arrancar su víctima a la muerte! He ahí el pensamiento que, por el momento, le llenaba el espíritu. Un instante tuvo la idea de que quizá la joven no había puesto seriamente su proyecto en ejecución; pero la desechó inmediatamente. Había aprendido a conocerla demasiado en otras circunstancias para poder creerla capaz de una falta de valor, de un desfallecimiento de la voluntad.
Pero quizá la dosis que había tomado era demasiado débil, quizá el tiempo —hacía más de un año que Marta había muerto de parto, y en esa época era cuando él había dado a Olga la poción calmante— quizá el tiempo había atenuado la fuerza del veneno. Sí, sí, así era; era preciso que así fuera. Mal conservada, la morfina puede descomponerse y volverse inofensiva.
¡Adelante, pues, para salvarla, si no es demasiado tarde! El doctor daba vueltas en su cuarto, buscando algo, sin saber qué. Luego tomó de nuevo la carta.
—¿Y qué es lo que me pides? Hija, hija mía, ¿te figuras que sea cosa tan fácil violar un juramento, renunciar, como se arrojaría un cascarón vacío, a los deberes a los cuales uno ha permanecido fiel durante medio siglo? Niña, no sospechas lo que pides a un hombre de honor.
En seguida, acercando mucho el papel a sus ojos, volvió a leer una vez más este pasaje: «Es la súplica de una moribunda… se lo suplico a usted desde el fondo del corazón; otórgueme usted todavía esta satisfacción suprema.»
Por sus ajadas mejillas rodaban gruesas lágrimas.
—Es imposible, hija mía, es imposible, por bien que sepas suplicar. Y aun cuando lo quisiera, me traicionaría yo mismo. No soy ya más que una pobre y vieja ruina, y no soy dueño de mis nervios. Lo notarían a la primera ojeada. Mas, para que no hayas… suplicado… en vano… a tu tío… quiero… por lo menos… ensayar. Por ti y por Roberto, es necesario ante todo salvarte. ¡Día de Dios! Viejo, sé hombre todavía por lo menos una vez en tu vida. ¡Es preciso que la salves, es preciso, es preciso, es preciso!
Y tan ligero como sus piernas cascadas podían llevarlo, se precipitó —empujando a su paso a la ama de llaves que escuchaba en la puerta— y echó a andar por la escarcha helada y punzante de la mañana de invierno.
La pareja de los viejos Hellinger, sentados a la mesa para el desayuno, presentaba la imagen de la tranquilidad y de la serenidad más perfectas. Del tubo del aparato de cobre para hacer café, cuyo vientre, bruñido y lustroso, reflejaba el fulgor rojo del fuego, se elevaba un ligero vapor azulado que volvía a bajar hacia la mesa, en nubecillas, empañaba el azucarero de plata y coronaba con un rocío las tazas de café.
El señor Hellinger llevaba toda la barba, bien cuidada y blanca como la nieve; sus facciones regulares y todavía jóvenes, sus mejillas sonrosadas, respiraban la bondad y el gozo de vivir. Cómodamente extendido en su sillón azul floreado, con la bata recogida sobre las rodillas, parecía esperar con una resignación apacible lo que el destino, bajo la forma de su mujer, le reservaba para ese día.
Esta acababa de echar un poco de café en el filtro, y se limpiaba minuciosamente los dedos con su delantal de tela blanca adamascada, adornado, a la rusa, con anchas tiras de bordadura roja. Su cofia alba, cuyas cintas estaban sólidamente atadas bajo su carnosa barba, se inclinaba un poco sobre la oreja izquierda, y su rudo y áspero rostro de viejo dragón, de facciones ligeramente hinchadas como se ve en las mujeres de edad que beben de buen grado un trago de coñac en la copa de sus maridos, brillaba lleno de energía y de decisión en su marco de encajes. Se veía en su aspecto que estaba acostumbrada a dominar, a doblegarlo todo, y aun la sonrisa de perpetua amargura que vagaba por su ancha boca, demostraba hasta qué punto acostumbraba a perseguir, sin dejarse detener, la realización de sus planes.
Y, para no permanecer inactiva hasta que el café hubiera pasado, tomó el tejido de gruesa lana que en su condición de «Presidenta de la Asociación de las mujeres» y de «Directora de la comisión de los pobres,» no se permitía jamás abandonar, y con una rapidez inaudita hizo deslizar las agujas brillantes en sus manos huesosas y habituadas al trabajo.
—Adalberto, ¿no tienes noticias de Roberto? —preguntó con voz ruda y metálica, que debía penetrar hasta en los menores rincones de la casa.
La pregunta pareció desagradar al anciano, quien movió la cabeza como si hubiera querido rechazarla lejos; ella turbaba su quietud matinal.
—Un hijo muy afectuoso, hay que confesarlo —continuó ella, y su amarga sonrisa se acentuó aún más—. Hace ocho días que no se ha dejado ver ni ha dado señales de vida. ¡Si habitara en la luna, no vendría con más rareza!
El señor Hellinger refunfuñó algo en su barba y se preparó a tomar su larga pipa.
—Parece que todavía hay algo que no va bien, —continuó ella—. En estos últimos tiempos, sobre todo, se ha vuelto tan raro: suele dar vueltas en mi derredor sin decirme una palabra amable. Me imagino que debe tener encima algún pago que no puede hacer.
—¡Pobre muchacho! —dijo el anciano, e hizo chasquear su lengua, sin duda para desechar ese pensamiento desagradable.
—¡Sí, pobre muchacho! —repuso ella en tono burlón—. ¿Todavía lo compadeces, quizá? ¿Eres capaz de haberle dado otra vez algo a hurtadillas?
Él, en señal de protesta, levantó sus manos blancas y bien cuidadas, pero no tuvo sin embargo el valor de mirarla de frente.
—Adalberto —dijo ella en tono amenazador—, no quiero que eso vuelva a suceder. Lo que le das a él nos lo quitas a nosotros y nuestros demás hijos. ¡Si todavía fuera digno de ello! Pero «quien no quiere escuchar debe padecer.» Si por arrogancia y por obstinación corre a su pérdida…
—Permite, Enriqueta… —insinuó el señor Hellinger tímidamente.
—Yo nada permito, querido Adalberto —replicó ella—. ¡Quien no quiere escuchar, digo, debe padecer! Si, en su negra ingratitud, no quiere seguir los consejos de su madre, tan llena de ternura que se inquieta sólo por él, que pasa las noches cavilando y atormentándose…
Y se frotó los ojos con su delantal, como si hubieran estado llenos de lágrimas.
—¡Pero Enriqueta! —volvió a decir él.
—¡Adalberto, no me contradigas! Ya sabes que te paso todas tus locuras; te permito quedarte en
El Águila Negra
todo el tiempo que quieres; te dejo beber de ese mal vino tinto que cuesta tan caro, todo lo que puedes soportar; te preparo la cena cuando vuelves tarde a casa; y, a propósito, bien podrías evitar el volcar tres sillas como lo hiciste ayer. En resumen, me parece que tienes muy poca consideración por tu vieja y fiel esposa; pero ¿qué era lo que quería decir? Sí, en cuanto a mis planes, me harás el servicio de no mezclarte en ellos, por que no los comprendes. ¿Tienes siquiera una idea de todo lo que he hecho ya por ese bribón de Roberto? Correr y viajar de un lado a otro, hacer visitas, escribir cartas, y sabe Dios cuántas otras cosas. Lo presenté a cinco o seis jóvenes extremadamente ricas, se las traje en una bandeja, de modo que no tenía más que extender la mano. ¿Pero qué hizo? Supongo que todavía te acuerdas del ataque que tuve cuando, hace cuatro años, nos trajo a Marta, ¡a esa pobre y enfermiza criatura! Todos mis achaques vienen de allí.
—¡Pero, Enriqueta!
—Mi querido Adalberto, te ruego que no me vuelvas a cantar tu antífona: «Marta era mi carne y mi sangre;» ya lo sabemos. Pero, si quería mostrárseme como una sobrina afectuosa y agradecida, ¿por qué no le trajo la dote necesaria? ¡Porque nada tenía, naturalmente, nada! Mi hermano murió indigente como una rata de iglesia. ¿Es esto decente en un miembro de mi familia? Pero, en fin, que hiciera de sus bienes lo que se le antojara, poco me importa; sólo que no tenía necesidad de echarnos a su hija en los brazos.
—Pero… ya está muerta —observó el señor Hellinger.
—Sí, ya está muerta —replicó su esposa juntando las manos—. Yo no diré: alabado sea Dios, porque eso sería pecado; pero ya que el buen Dios lo ha decidido así, quiero por lo menos aprovechar y tratar de reparar la locura de Roberto. Mientras estabas en
El Águila Negra
, bebiendo tu vino tinto, me puse nuevamente en campaña, trabajé, tomé nuevas informaciones; ya no tiene más que elegir. Tiene a Gertrudis Lenzmann, con una dote de ocho mil pesos al contado, y otro tanto a la muerte de su padre; tiene a la chica Versen, todavía muy joven, es cierto, pues acaba de ser confirmada, pero esa tendrá aún más. Y todavía me quedan otras tres o cuatro. ¿Pero qué crees que contesta a mis proposiciones? «Madre, dice, si vuelves a acometerme con eso, conseguirás no volver a verme.» ¿Hase visto jamás? No faltaría más que una cosa: que, después de Marta, tomara todavía a su hermana, y entonces a su vieja y bondadosa madre no le quedaría más que morir. A propósito, ¿dónde se ha metido hoy la señorita? Son cerca de las nueve, y no se ha presentado todavía. Puede ser que en la casa de mi señor hermano, que tenía costumbres polacas, cultivaran el hábito de quedarse en la cama hasta las doce —¡pero en una casa bien manejada como la mía, no habría que pensar en eso, Adalberto! Yo sabré poner orden.
—No comprendo, mi querida Enriqueta, por qué me diriges los reproches que son para tu sobrina.
—¡Si consintieras en no volver a tomarla bajo tu protección, Adalberto! Pero, naturalmente, ya yo no tengo derecho de decir nada: se me desobedece y traiciona en mi propia casa. Por otra parte, dentro de poco voy a poner fin a todo esto. Hace un año entero que la tengo a mi lado, y ya comienza a ser perfectamente inútil.
—¿Pero acaso no trabaja de la mañana a la noche en cuidar la casa de Roberto? ¿Se pasa un solo día sin que vaya a la granja? ¡No seas tan injusta con ella, Enriqueta!
Ella le lanzó una mirada de compasión:
—Si no fueras tan niño, como lo has sido siempre, Adalberto, se podría conversar contigo. Eso mismo es lo que comienza a parecerme peligroso ¿ves? ¿Crees, entonces, que ella no tiene sus motivos para ir a pavonearse todos los días en la granja y darse tonos de ama delante de él y de los sirvientes? ¡Oh! ¡Es muy lista, mi sobrina Olga! ¡Ya habrá hecho todo lo que depende de ella para acostumbrarlo a la idea de que a ella —sólo a ella— le toca de derecho el lugar de la muerta! Si no es eso ¿qué tendría que ir a hacer todos los días a la granja?
—Creo que el hijo de Marta justifica suficientemente su conducta.
—¡Naturalmente! ¡Naturalmente! ¡Cuántas cosas te hacen creer con cuentos de nodriza! Ella sabe bien por qué lo hace y por qué ama a ese pobre niño hasta comérselo a caricias: ¡conoce el camino que lleva al corazón del padre!
—Pero tal vez no lo quiere —insinuó el viejo Hellinger.
Ella soltó la risa.
—¡Mi querido Adalberto! Cuando un hombre posee una propiedad a las puertas de la ciudad, una muchacha pobre lo quiere siempre, y, si yo no pongo fin a todos estos manejos mostrándole la puerta, podría muy bien suceder que un día Roberto la tomara por la mano y nos dijera: «Ahora, papá y mamá, tengan ustedes la bondad de darnos su bendición.» Pero, antes que ver una cosa semejante, Adalberto…
En el mismo instante, un gran ruido de pasos resonó en el vestíbulo; y casi en seguida golpearon con fuerza a la puerta.
—¡Toma! —dijo la señora Hellinger—. He ahí uno que hace tanto estruendo como un alguacil. ¡Todavía no estamos en ese estado, sin embargo!
Y con mucha suavidad, y mucha tranquilidad, dijo: «¡Adelante!»
El viejo médico penetró en la habitación. Tenía el sombrero echado hacia atrás, la bufanda le colgaba de los hombros, y su pecho jadeaba como después de una carrera desenfrenada. Se olvidó de dar los buenos días y no hizo más que lanzar en torno suyo una mirada hosca e investigadora.
—¡En nombre del Cielo, doctor! —le gritó el señor Hellinger precipitándose a su encuentro—. ¡Nos embistes como un toro!
La señora Hellinger, al contrario, asumió su aspecto áspero y refunfuñó algo como: «modales de fumadero.»
Cuando el doctor vio la tranquila mesa del desayuno y a sus amigos que, con la cara de todos los días, lo miraban con estupor, se dejó caer en una silla con un suspiro de alivio. ¡Así, pues, la terrible cosa no se había realizado! Pero, un instante después, la ansiedad volvió a apoderarse de él.
—¿Dónde está Olga? —tartamudeó alzando los ojos hacia la puerta, como si fuera a verla entrar en ese instante.
—¿Olga? —dijo la señora Hellinger encogiéndose de hombros—. ¡Qué sé yo! Sin duda va a venir de un momento a otro; ¿es por algo urgente?
—¡Alabado sea Dios! —exclamó el doctor juntando las manos—. ¡De modo que ya ha bajado!
—No, eso no —dijo la señora Hellinger—. La señora Duquesa se ha dignado dormir hoy un poco más.