Apenas Roberto hubo pasado la puerta de la ciudad, notó que a su paso la gente lo trataba de manera enteramente singular. Los unos lo evitaban, los otros levantaban su gorra con ademán torpe, y tan pronto como podían, decentemente, se alejaban de él. Por el contrario, en todas las casas por delante de las cuales pasaba, las ventanas se cubrían de rostros que lo observaban gravemente y que, al ser saludados por él, desaparecían tímidamente detrás de las cortinas.
Movió la cabeza pensativamente; sin embargo, como su espíritu estaba ocupado con la lucha a la cual se preparaba, no hizo gran caso de aquello y ya no miró ni a derecha ni a izquierda.
En la esquina de la plaza del mercado —en el sitio donde estaba antes la casilla de impuestos— se hallaba la vieja ama de llaves del doctor: tenía las manos ocultas bajo su delantal azul y una cara de entierro.
Cuando el coche se acercó, ella le hizo seña de que se detuviera.
—¡Vamos, señora Liebetreu! —dijo él alegremente—. ¡Al fin me encuentro con alguien que no huye al verme!
La anciana alzó los ojos al cielo para no verse obligada a mirarlo.
—¡Ah, mi joven señor! —dijo, se le llamaba siempre el joven señor, para distinguirlo de su padre, aunque hacía tiempo que había cumplido los treinta—. El señor doctor ruega a usted que entre en su casa: querría hablar primero con usted, pues tiene algo que decirle.
—¿Es muy urgente lo que tiene que decirme?
La vieja se asustó; creyó que a ella iba a incumbirle el cuidado de darle la penosa noticia.
—¡Ah! ¡Qué sé yo! —exclamó—. No me ha dicho más que eso.
—Bueno, salude usted afectuosamente a mi tío, y dígale que tengo que hablar primero con mis padres —él sabe de qué se trata— y que inmediatamente después iré a verlo.
La anciana murmuró algo, pero las palabras se ahogaron en su garganta.
El carruaje continuó su camino hacia la casa del viejo Hellinger, situada bajo la sombra de viejos y soberbios tilos, como bajo un dosel. Los vidrios de las ventanas le dirigían miradas amistosas; las lustrosas tejas del techo brillaban; se sentía, como siempre, que ese techo abrigaba el reposo de una vejez rodeada de amplias comodidades. Ató su caballo en la verja del jardín y subió con paso pesado y ruidoso la pequeña escalinata, a lo largo de la cual, en grandes tiestos, los ásteres medio muertos bajaban lamentablemente la cabeza.
La campanilla hizo oír su ruidoso repique en toda la casa, pero nadie se presentó a recibirlo. Arrojó su capa empapada por la lluvia sobre uno de los grandes cofres de roble en que estaban sepultados los tesoros de la ropa maternal. Después entró en la sala, estaba desierta.
—Los viejos son muy capaces de estar durmiendo la siesta —murmuró—; creo que hoy será prudente dejarlos dormir.
Se dejó caer en el rincón de un sofá y miró a la puerta, pues esperaba, en sus adentros, que Olga hubiera visto su coche a la entrada, y bajara para tenderle la mano.
No tardó en impacientarse. ¿Y si Olga había ido a la granja? Pero no; ella sabía que él debía venir para hablar con sus padres.
Por fin se decidió: «Voy a ir a llamar a su puerta,» y se levantó.
Contuvo una sonrisa al estirar sus robustos miembros. Cuando, desde la víspera por la tarde, había aspirado sin tregua a encontrase con ella, se sentía invadido, en el momento de volver a verla, por una especie de aprensión singular. Esa timidez, esa confusión que en otros tiempos se apoderaban siempre de él en su presencia, volvían a dominarlo. ¿Era posible que hubiera tenido la víspera a esa mujer en sus brazos? ¿Y si se había arrepentido, si fuera a devolverle su palabra?
Pero en ese instante, toda su audacia se despertó. Abrió los brazos en toda su extensión, y, sonriendo a ese reflejo de felicidad con que lo inundaba el recuerdo de las recientes horas, exclamó:
—¡Que haga la prueba! ¡Con estas mis manos la alzo y me la llevo a casa! ¡Puesto que Marta ha dicho «sí,» yo querría ver que alguien se opusiera!
Y de puntillas, para no despertar a sus padres, subió la escalera que no por eso dejaba de gemir bajo su peso.
Delante de la puerta del cuarto de Olga, se detuvo estupefacto: veía la raya de luz que penetraba en el corredor por la rotura de la madera.
Tocó la puerta sin obtener respuesta: no obstante, entró.
* * *
Un segundo después, la casa se conmovía hasta sus cimientos, como si el techo se desplomara.
Los dos ancianos que se habían retirado a su dormitorio para recuperar las fuerzas después de las horas dolorosas de la mañana, se levantaron espantados.
Llamaron a los sirvientes; pero éstos habían volado a hacer que la ciudad no quedara por más tiempo privada de las últimas noticias del triste acontecimiento.
—Sube tú —dijo a su marido la mujer, tan resuelta de ordinario.
Y, estremeciéndose, extendió la mano hacia el frasco de gotas de Hoffman, que estaba siempre a su alcance. Era la primera vez en su vida que tenía miedo.
Cuando el viejo Hellinger penetró en la habitación de arriba, el espectáculo con que se encontró le heló la sangre en las venas.
El cuerpo de su hijo yacía en el suelo, cuan largo era. Debía, en su caída, haberse agarrado de los montantes de la parihuela sobre la cual habían puesto a la muerta y arrastrado todo consigo, pues, sobre él, entre tablas rotas, el cadáver estaba extendido, en su larga camisa, con su rostro helado sobre el de Roberto, y los desnudos brazos sobre la frente de éste.
En ese momento, Roberto recuperó el sentido y se enderezó. La cabeza de la muerta se deslizó y golpeó el suelo…
—¡Roberto, hijo mío! —gritó el anciano precipitándose hacia él.
Este, con los ojos muy abiertos, paseaba en su derredor una mirada vidriosa; parecía no haber vuelto en sí todavía. De repente descubrió uno de los brazos de Olga que, en el momento en que el cuerpo resbalaba hacia un lado, se había atravesado sobre su pecho. Su mirada recorrió aquel brazo hasta el hombro, hasta el cuello, hasta el blanco rostro que sonreía fijamente.
Sostenido por los dos brazos de su padre, se levantó. Vacilaba sobre sus piernas, como un toro que ha recibido un hachazo.
—¡Por Dios, hijo mío, vuelve en ti! —exclamó el anciano tomándolo por los hombros. —La desgracia se ha consumado. Somos hombres, tenemos que resignarnos.
Roberto le lanzó una mirada tímida, desesperada, como un niño. Luego se inclinó hacia el cadáver, lo levantó y lo puso en la cama rechazando con el pie la parihuela destrozada. En seguida se sentó junto a ella, a la cabecera, y maquinalmente enrollaba en su dedo índice un mechón de la suelta cabellera.
El viejo comenzó a temer por la razón de su hijo.
—Roberto —dijo acercándose a él—. Tranquilízate, sal de aquí, con quedarte no le devolverás la vida.
El joven prorrumpió en una risa tan estridente y tan siniestra, que su padre se estremeció hasta la médula de los huesos.
Su estupor acababa de disiparse de improviso; saltó con los ojos brillantes, e hinchadas las venas de las sienes.
—¿Dónde está mi madre? —gritó avanzando hacia el anciano.
Este trató de calmarlo.
—¡Por piedad, tén un poco de paciencia! Todo te lo contaremos.
La señora Hellinger, quien, desde hacía ya un momento, escuchaba en la escalera, introdujo en ese momento la cabeza por la puerta. Pasando por delante de su padre, Roberto se precipitó hacia ella con violencia, como si fuera a empuñarla por el cuello. Pero tenía todavía suficiente razón para comprender lo monstruoso de su conducta. Dejó caer sus brazos, inertes; se sentía sofocado, como si la cólera, que trataba de contener, fuera a ahogarlo.
—Madre —dijo—, es necesario que me rindas cuentas; quiero una respuesta… ¿Por qué ha muerto Olga?
La anciana se le acercó con expresión de tierna compasión, e hizo un movimiento como para arrojarse a su cuello llorando; pero, con un ademán rudo, él la apartó.
—Dejemos eso, madre —dijo—. ¡Devuélvemela!…
—Pero, Roberto —gimió ella—, ¿es así cómo un hijo trata a su madre? ¡Adalberto, dile tú cuáles son las consideraciones que un hijo debe a su madre!
Roberto se apoderó de las manos de su padre.
—No te mezcles en esto, padre —dijo…— La cuenta que hoy tengo que arreglar con mi madre, sólo a nosotros dos concierne. Madre, te lo pregunto una vez más: ¿por qué ha muerto Olga?
Se había apoyado contra la pared y miraba a su madre fijamente con los ojos inyectados de sangre.
Mientras tanto, la señora Hellinger se había echado a llorar.
—¿Acaso lo sé? —dijo sollozando—. ¿Acaso puede saberlo alguien? La hemos encontrado en su cama, nada más. La infeliz criatura ha traído la vergüenza a nuestra casa, en señal de agradecimiento…
—No la ultrajes, madre —dijo él con un gruñido feroz—. ¡Muy bien sabes que era mi novia!
Ella lanzó un grito de sorpresa, y su marido hizo un ademán de extrañeza.
—¿Cómo, madre! ¿No lo sabías? —gritó Roberto golpeándose la frente con ambos puños—. ¿Ella nada te dijo? ¿No fue a buscarte anoche para contarte lo que había pasado entre nosotros durante el día?
—¡Nada me dijo! —gimió ella—. Apenas si me dirigió una sílaba, y se encerró en su cuarto…
—Madre —dijo él acercándose hasta tocarla—, cuando te hube confesado todo, ¿no te dirigiste a su conciencia? ¿No le predicaste que, si me amaba verdaderamente, debía renunciar a mí, porque hacía mi desgracia, y sabe Dios cuántas otras cosas? Madre ¿no has hecho eso?
—¡Mi propio hijo no me cree! ¡Mi propio hijo me acusa de falsedad! —gimió la vieja—. ¡He ahí el agradecimiento que obtengo hoy de mis hijos!
Él le tomó la mano.
—Madre —dijo—, mucho me has hecho sufrir en todos estos últimos años. Los peores dolores, los más amargos que he tenido que padecer, te los debo a ti.
—¡Dios de misericordia! —exclamó ella con voz aguda—. ¡He ahí el agradecimiento! ¡He ahí el agradecimiento!
—Pero todo el mal que nos has hecho, a Marta y a mí, te lo perdonaré, madre, —continuó Roberto—, sí ¡y aun más! Te pediré perdón de rodillas por haber alimentado a veces malos pensamientos contra ti, pero es necesario que me otorgues una cosa: es preciso que me jures aquí, sobre este cadáver, que nada sabías, que en todo me has dicho la verdad.
Y la acercó al cadáver que parecía contemplarlo con su sonrisa de beatitud, como una novia que sonríe a su novio.
—¿Acaso es necesario semejante juramento entre nosotros? —dijo ella en tono dolorido dirigiéndole, con sus hinchados ojos, una mirada amarga y furiosa.
Pero le dejó hacer. Roberto puso la mano derecha de su madre sobre la frente de la muerta; ella la acarició diciendo entre sus sollozos:
—¡Lo juro, mi querida! ¡Bien lo sabes tú, tú, que yo ignoraba todo y que jamás te he exigido nada malo!
Entonces exhaló un suspiro de alivio, como si descubriera de improviso lo ventajoso que era para ella y para su familia ese lúgubre acontecimiento. En la tierna caricia con que rozó el rostro de la muerta había un agradecimiento sincero.
En el mismo instante el viejo médico entró precipitadamente en la habitación. Había querido ir al encuentro de Roberto para prepararlo a la espantosa noticia, y veía con terror que llegaba demasiado tarde.
El viejo Hellinger se adelantó vivamente a recibirlo y le cuchicheó en el oído:
—¡Lléveselo usted, está como un loco! Aquí nada podremos obtener de él.
Roberto se había quedado inmóvil, abrazado a las columnas de la cama; su pecho jadeaba; su rostro parecía petrificado por un dolor sombrío, sin lágrimas.
El doctor frotó su ruda barba gris contra el hombro del joven y gruñó con ese tono de consuelo áspero que, mejor que cualquier otro, llega al corazón de los hombres enérgicos:
—Ven, hijo mío. No hagas locuras; ¡no turbes su reposo!
Roberto se estremeció e inclinó dos o tres veces la cabeza.
Y, de repente, como vencido por el dolor, cayó de rodillas delante de la cama gritando:
—¿Por qué has muerto?
¿Por qué había muerto Olga?
Tal era la cuestión que, en lo sucesivo, preocupó exclusivamente a toda la ciudad. En la calle, en las mesas de los cafés, en los bancos de las cervecerías, no se hablaba de otra cosa. Todos se lanzaban en las más extravagantes conjeturas, aventuraban las hipótesis más osadas, pero no por eso estaba nadie más adelantado.
Unos hablaban de amor desgraciado, otros de amor demasiado feliz, y otros pretendían absolutamente haber dicho siempre, desde mucho antes, que Olga concluiría mal, seguramente.
Ya en vida, su actitud altiva, sombría y taciturna, había sido un enigma para aquellos buenos burgueses, y su muerte se les presentaba como un enigma aún más difícil. Era imperdonable.
Entretanto, descubrieron que el doctor había sido el primero en recibir la noticia del suicidio, y el único a quien ella hubiera confiado su proyecto.
La gente se apiñaba en torno suyo, le sitiaba su casa, pero él se obstinaba en guardar silencio. Con una aspereza, de que él sólo era capaz, mostraba la puerta a los preguntones importunos. El mismo día había echado al fuego la carta de Olga, pues temía que la justicia viniera a pedírsela. Por otra parte, la causa de la muerte era tan evidente, que se había podido renunciar a hacer la autopsia. Como era de prever, la muerta no había logrado hacer desaparecer completamente las huellas de su suicidio: en el vaso encontrado en su mesa de noche, quedaban adheridas al vidrio, gotas de un líquido cuyo sabor indicaba claramente, aun a los profanos, que se trataba de una solución de morfina. El descubrimiento fue completo cuando encontraron en el jardín, en el suelo, entre unos matorrales de oxiacanto, los fragmentos de un frasco, en cuyo cuello una parte del veneno disuelto había dejado un reguero blanco, de cambiantes reflejos. Manifiestamente, había sido arrojado por la ventana, y tenía aún el rótulo que indicaba, con la fecha de la receta, la manera de tomar la poción.
En estas condiciones, habría sido pura locura de parte del viejo médico, aun cuando a ello se hubiera atrevido, querer ocultar la intención del suicidio, pues toda suposición de un simple abuso de narcótico quedaba descartada.
No por eso dejaba de abrumarse con reproches por no haber podido cumplir el último deseo de la muerta, y se juraba a sí mismo guardar más fielmente que nunca el secreto sobre los motivos de esa resolución desesperada.
¡Si siquiera hubiera podido saberlo él mismo! Pero los días pasaban y todavía no había podido entrar en posesión del legado que le había hecho Olga.