El deseo (6 page)

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Authors: Hermann Sudermann

Tags: #Romántico

—»Dame tiempo, Roberto; he presumido demasiado de mis fuerzas; es necesario que me acostumbre a esta idea.

»Pero me sentía tan embargado por mi reciente dicha, por una alegría tan loca, que creía poder obligarla por fuerza a ser ella también dichosa.

—»¡Si nos amamos, Olga —le grito—, y si nuestra querida muerta aprueba este amor, yo quisiera ver si alguien podría censurarlo! Alégrate, pues, querida niña, recupera tu valor.

»Pero ella no tenía alegría ni valor. Y sólo ahora, ahora que está muerta, comprendo claramente hasta qué punto se sentía miserable y quebrantada, allí tendida sobre los cojines, ella que ordinariamente se mostraba para sí y para los demás tan altiva y estricta. Era como si algún prodigioso dolor hubiera roto en ella el resorte íntimo de la vida. Hoy veo todo eso claramente; entonces nada veía, nada quería ver. Y continuaba animándola con todas las palabras consoladoras que podía encontrar. Ella me escuchaba sin decir palabra —a veces me aprobaba con un movimiento de la cabeza— y una sonrisa que expresaba tristeza y cansancio indecibles, vagaba por sus labios. Todo eso lo atribuía yo a la emoción violenta del momento y a los pesares de los últimos años; debían presentarse en su alma con una intensidad tanto más grande, cuanto que sentía apuntar para ella una nueva felicidad que iba a borrarlos para siempre.

—»Y nuestra primera visita, Olga —le digo—, será al cementerio. Cuando hayamos orado sobre la tumba de Marta, la resistencia de mi madre o la malevolencia del mundo entero, no tendrán ya por qué inquietarnos.

»Ella dejó caer las manos que cubrían su rostro, y, mirándome con ojos dilatados por el espanto, me dijo con voz apenas perceptible:

—»¿Al cementerio… conmigo?

—»Sí, contigo —repliqué—, y en seguida, si lo quieres.

»Un estremecimiento recorrió todo su cuerpo, y, con voz singularmente alterada, replicó:

—»Tén paciencia hasta mañana, mañana haré lo que quieras.

—»Sí, mi niña muy amada —le digo entonces—, y de aquí a mañana desecha tus ideas negras y piensa en que ella no nos guarda rencor. Nosotros no la olvidaremos, ciertamente. ¿Y el común dolor que nos causa su pérdida, no debe unirnos más estrechamente para toda la vida? Su imagen no nos abandonará, ¿y no crees que ella bendeciría nuestra unión desde el fondo de su corazón, si de lo alto del Cielo pudiera vernos? ¿No nos ha legado al niño para que juntos velemos por él y que nunca lo confiemos a gente extraña?

»Entonces se dejó caer de rodillas delante de la cuna en que la débil criatura dormía con el sueño de los bienaventurados y apoyó la frente sobre su cabecita.

»Así permaneció por largo rato sin que yo intentara perturbarla.

»Cuando se levantó, su rostro había vuelto a tomar esa serenidad impasible que siempre le habíamos conocido hasta entonces. Me tendió la mano diciéndome:

—»Vete, amigo mío, déjame sola.

»Y me alejé, pues quería complacerla en todo; ni siquiera la tomé en mis brazos.

»Un cuarto de hora después, la vi cruzar el patio. Yo la acechaba desde mi ventana, pero ella no volvió la cabeza.

»Al día siguiente por la mañana… tú sabes, querido tío, cómo la encontré; y en aquel instante se descargó sobre mí un rayo. Podré encanecer y envejecer, ese momento me ha quitado para siempre toda alegría; helará para siempre toda sonrisa en mis labios. Pero por lo menos podría vivir todavía; podría arrastrar todavía esta miserable existencia para que el niño no se viera privado de la mezquina parte de felicidad a que tiene derecho; pero para eso sería necesario que yo supiera una cosa, que me viera libre de un espantoso tormento; de lo contrario, es imposible. Con la mejor voluntad del mundo, es imposible; si no fuera así, me consumiría vivo. Es necesario que alguien venga, aunque sea de ultratumba, a decirme por qué ha muerto Olga.»

* * *

Nuevamente el silencio reinó en la habitación obscura; no se oía más que la respiración de los dos hombres y la fuga precipitada de una rata que había acompañado el relato de Roberto con el ruido monótono de sus dientes.

El anciano sostenía una violenta lucha consigo mismo. ¿Debía acaso revelar el secreto de la vida de Olga como había ya vendido el de su muerte? ¿Pero no se trataba de una buena acción en este caso? ¿No se trataba de libertar a aquel a quien ella había amado sobre todo de las torturas en que se agitaba, ya fueran producidas por una loca idea o por una secreta conciencia de su responsabilidad? Un milagro, un favor divino, según parecía, permitían a la boca cerrada para siempre abrirse una vez más para devolver el reposo al muy amado.

El doctor exhaló un profundo suspiro: había tomado su resolución.

—¿Y si ella lo hubiera pensado, Roberto —dijo—, si hubiera pensado en contestarte desde el fondo de su tumba?

Roberto lanzó un grito y lo asió por la muñeca.

—¿Qué quieres decir con eso, tío?

—Si no te hubieras soterrado en tu dolor como un topo en su cueva, si no hubieras huido ante todo rostro humano, sabrías desde hace tiempo lo que hasta los gorriones se cuentan en los techos: que en la mañana de su muerte, yo recibí una carta de ella…

—Tú, tío, de ella…

—¡Oh, amigo mío! Me estás rompiendo los huesos. Escúchame primero tranquilamente.

Y le contó lo que contenía la carta.

Roberto había dado un salto y se mesaba los cabellos. Sus ojos, fijos en el anciano, resplandecían en la obscuridad.

—Ese cuaderno, dámelo; ¿dónde está?

El doctor le explicó el peligro que corría el secreto de Olga y la inquietud que esto le causaba a él mismo.

—¡Espérate, voy a ir a buscarlo! —exclamó Roberto dirigiéndose hacia la puerta.

El anciano lo detuvo.

—Tu madre tiene la llave; cuida de que nada sospeche.

La puerta está rota a medias; acabaré de romperla…

—Te oirán de abajo…

—¡Están demasiado divertidos! —replicó Roberto con risa aguda—. Ven, vamos juntos.

Y por una puerta de atrás, a lo largo del corredor obscuro y de la escalera que crujía, los dos se deslizaron como dos ladrones que se hubieran introducido en la casa aprovechándose de la ceremonia.

Consiguieron abrir la puerta más fácilmente de lo que esperaban; la cerradura, ya floja, cedió como si se abriera sola.

Ambos se detuvieron en el umbral, sobrecogidos de emoción, cuando el cuarto obscuro, iluminado solamente por el fulgor dudoso de las estrellas, se abrió ante sus ojos. Toda huella de la muerta había desaparecido; sólo la cama vacía, cuyos montantes se dibujaban negros sobre la pared gris, hacía ver que la que lo ocupaba había elegido otro lecho. Un ligero perfume emanado de su ropa, un olor fino de jabón, flotaba aún en la habitación. Las mismas toallas de las cuales se había servido, todavía colgadas de la pared, formaban, al lado de la estufa de loza, una mancha blanca de fantástica apariencia.

Roberto, incapaz de tenerse en pie, se dejó caer en una silla y, a grandes bocanadas, ávidamente, como si sollozara, aspiró el perfume que llenaba el aire. Se habría dicho que así quería absorber los últimos efluvios de su amada.

Un fulgor breve, brillante, vaciló de improviso a través del cuarto, bailando por las paredes, vagando en reflejos amarillentos sobre el escritorio, e hizo brotar de la obscuridad, como un espectro agazapado, la mesa de tocador cubierta de blanco.

El doctor había encendido un fósforo y buscaba la pequeña lámpara de pantalla verde que iluminó las noches sin sueño de Olga. Todavía estaba en la mesa, en el mismo lugar en que Olga la apagó para sumirse en la noche eterna. El recipiente de vidrio estaba todavía lleno de petróleo; su dueño se había dado prisa para entregarse al descanso.

Con precaución, levantó el tubo para encender la mecha; la llama, atenuada por la pantalla, iluminó con un resplandor apacible y suave el espacio silencioso.

Entonces se acercó al estante sobre el cual se alineaban los volúmenes de lomos lucientes y dorados. Su mano buscó a tientas durante un momento por la pared y sacó algo azul en forma de rollo.

—¡Aquí está, Roberto! —exclamó triunfante—. Vámonos.

El joven meneó silenciosamente la cabeza.

El anciano insistió de nuevo y entonces Roberto dijo:

—Aquí es donde vamos a leerlo, tío; aquí, donde ella lo ha escrito.

—¿Y si alguien nos sorprendiera? —observó el doctor, atemorizado.

Roberto se encogió de hombros y con el dedo señaló el piso. En el silencio, un ruido confuso de voces subía hasta ellos, con risas moderadas, ahogadas, como lo requieren las conveniencias en una casa en que hay un muerto.

El doctor cedió de buen grado; entonces acercaron suavemente sus sillas al círculo luminoso de la lámpara, y ya no se oyó más que el silbido del viento de invierno que agitaba las peladas copas de los tilos y la voz monótona y velada del lector acompañada por el coro de invitados al velorio, que por momentos se elevaba hasta un sordo estruendo para extinguirse en seguida en un murmullo.

Capítulo VI

Perdóname, querida hermana, si evoco tu sombra que ha transfigurado la muerte, y sufre que en memoria del amor que tuviste por mí y del ardiente afecto que hacía palpitar mi corazón por ti, trate de expiar la falta que gravita pesadamente sobre mí y cuya carga tendré sin embargo que soportar hasta el fin de mi existencia. Déjame revivir una vez más todo lo que me diste de ternura y de bondad, y olvidar con este recuerdo el frío de la soledad que hiela mis miembros como un soplo exhalado de tu tumba.

¡Qué loca era y qué impía, en sentirme sola mientras tú viviste! Tu amor era la atmósfera que me envolvía, la sonrisa de tus ojos el rayo de sol que me daba la vida, y tu palabra, que consolaba y exhortaba, era esa voz divina que todos llevamos en nosotros, esa voz sublime que escuchamos sin comprenderla.

¿Y cómo te he agradecido todo eso, hermana querida? He llegado a ser una extraña para ti. Me veo reducida a pensar en ti con angustia, con tortura, y la conciencia de mi falta me hace palidecer cuando el murmurio del viento trae tu nombre a mis oídos. Entre nosotras se alza un espectro feroz, de miradas ardientes, horroroso y grotesco a la vez, con serpientes entrelazadas en sus cabellos, y que extiende hacia mí sus manos armadas de garras para separarme eternamente de ti.

Si en vez de ser un fantasma fuera un ser de carne y de sangre, si lo que he cometido fuera una falta, un crimen, lucharía contra él, lo derribaría con las últimas fuerzas de mi voluntad desfalleciente, o me dejaría ahogar por sus manos sangrientas, pero es algo inasible que se desvanece en el vacío: es un demonio que se burla de mí, un vapor que me rodea… y cuyo veneno sin embargo me mata lentamente.

Es un deseo…

Un simple deseo, ¡nada más!

¿Lo notaste? ¿Se reflejó en tus ojos moribundos? ¿Viste el espectro alzarse a tu cabecera, cuando, santa y buena criatura, exhalabas el último aliento de una existencia que no fue más que amor, a ese espectro que habían engendrado la Envidia y la Ingratitud, y que había introducido, yo, desdichada, en tu apacible interior?

Si tuviera todavía la fe del niño que balbucía, confiaría la angustia de mi alma al Dios Todopoderoso, al buen Dios —pero a nadie tengo en el Cielo ni en la tierra que pueda compadecerse de mí, a nadie más que a tu imagen transfigurada.

¡Pobre de mí! Ella también se aparta de mí, ella también se oculta llorando cuando este demonio se presenta a mi alma.

Y, sin embargo, no era muy humano lo que sentí. ¿Por qué no somos unos seres de luz, sin deseos y puros como el éter? ¿Por qué no somos más que polvo, ligados al polvo, viviendo del polvo y volviendo al polvo cuando nos desprendemos de esta gran falta que es la existencia? Es la gran falta de mi vida la que quiero contar aquí, la falta de la cual hemos sido víctimas, tú, yo y también un tercero, que es puro y bueno, y que sin embargo ha sido la causa de todo.

* * *

Yo era una niña pacífica y predispuesta a la soledad.

Quien se ha visto siempre rodeado de amor y nunca ha conocido otra cosa que el amor, aprende a menudo más fácilmente que nadie, a bastarse a sí mismo; y, sin embargo, yo llevaba en el corazón una inagotable reserva de amor. Lo prodigaba a los animales, acariciando a los perros, besando a los gatos y ahogando a los gansos por cariño. Una de mis pasiones era jugar en la caballeriza. Me sentía a mi gusto en la litera elástica y flexible, entre los cascos de mis caballos predilectos, que nunca me hacían daño; o bien me trepaba al pesebre donde permanecía horas enteras mirándome en los ojos pardos de mis queridos amigos.

Pero el nicho del perro era el lugar donde mejor me hallaba. Allí me encontraba dormida con frecuencia a eso del mediodía, y no era cosa fácil sacarme del nicho, pues Nerón, que por lo demás era un perro tan bueno y tan cariñoso, enseñaba los dientes a cualquiera que franqueaba el círculo que su cadena le permitía recorrer, aun cuando éste fuera su amo.

Mi cariño se extendía hasta las plantas. Las rosas me hacían el efecto de princesas cautivas, y exhalaba quejas para que las libertaran, los girasoles eran sacerdotes revestidos con sus hábitos sacerdotales, y las dalias, jóvenes polacas con papalinas rojas. Sabía reunir así en mi derredor en el jardín a la humanidad entera, y encontraba la copia más bella que el original, pues se mantenía muy quieta cuando yo desempeñaba el papel del Destino ante ella.

La propiedad que mi padre había arrendado, antiguo feudo de un magnate polaco, estaba inmediata a la frontera prusiana, en una montaña, uno de cuyos lados descendía en suave declive por un parque inculto, hacia unos campos desnudos, mientras que el otro caía a pico en una pequeña corriente de agua, en cuya orilla opuesta se hallaba una miserable aldea polaca.

Cuando uno se colocaba al borde de la pendiente, la mirada caía sobre los ruinosos techos de bardas cuyas grietas dejaban pasar el humo; se veía claramente el movimiento de la sucia callejuela, donde los niños medio desnudos chapoteaban en los charcos cenagosos, y las mujeres permanecían perezosamente agachadas en el umbral de sus casas, mientras que los hombres cubiertos de harapos se dirigían, con la pala en el hombro, hacia el despacho de bebidas.

En verdad, nada tenía de muy seductor aquel pequeño agujero, y la chusma de cosacos de fronteras, que trotaban de acá para allá amodorrados sobre sus rocines extenuados, no era como para realzar su prestigio. Y, sin embargo, para mis ojos de niña, aquel lugar estaba cubierto de un encanto indecible, cuya sensación experimento aún, cuando me vuelvo a ver fascinada por esos cuadros maravillosos, sentada durante horas enteras en la hierba, inmóvil, contemplando de lo alto aquel hormiguero cuyas formas no eran más grandes que los hombrecillos de madera de mis cajas de juguetes.

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