La señora Hellinger desconfiaba de él, le decía en su cara que siempre había maquinado intrigas con la muerta, y a sus espaldas agregaba que, si no hubiera prescripto soluciones de morfina de una violencia inconsiderada, la pobre Olga habría vivido en paz mucho tiempo todavía. Poco faltaba para que echara sobre el viejo amigo de la casa la responsabilidad de la muerte de su sobrina.
En todo caso, no permitía que se quedara solo, ni siquiera por un segundo, en el cuarto de la muerta. Tenía la puerta cuidadosamente cerrada: no toleraría —decía ella para explicar su conducta—, que los objetos dejados por Olga, considerados por ella como reliquias sagradas, fueran profanados por manos y miradas extrañas.
Y así crecía de hora en hora el peligro de que ese cuaderno en que Olga había escrito su confesión, cayese en manos de su tía.
¡Que se le antojara escudriñar entre los volúmenes que guarnecían el estante, y sucedía la desgracia!
A esa zozobra, que llevaba todos los días al anciano a casa de los Hellinger, se agregaba la inquietud creciente que le inspiraba Roberto quien, desde ese día de espanto, había caído en un abatimiento profundo y desesperante.
Parecía haber perdido por completo el uso de la palabra, no soportaba a nadie a su lado y evitaba aún a su viejo amigo; huraño y mudo, vagaba días enteros por los campos; permanecía noches enteras sentado junto a la cuna de su hijo, mirándolo fijamente con sus ojos enrojecidos y quemados por el llanto.
Esto es por lo menos lo que contaban los criados, quienes, en tres ocasiones, lo habían encontrado por la mañana en esa actitud.
En torno del ataúd de Olga los cirios habían concluido de arder. Los invitados, que hacía largo rato se mantenían en religioso silencio alrededor del catafalco, comenzaban a agitarse y a preocuparse de la cena.
La señora Hellinger, que recibía los pésames y ensalzaba con gran refuerzo de lágrimas y de pañuelo las virtudes de la difunta, se reveló de improviso, en medio de su dolor, ama de casa previsora y de primer orden. Los invitados respiraron con alivio cuando las puertas del comedor se abrieron y, de una mesa resplandeciente, asados, compotas y ensaladas de arenques, les enviaron sus sabrosos perfumes.
El viejo Hellinger, después de haber alabado al Señor, bebió con algunos amigos privilegiados el vino superior que reservara para la solemnidad de la noche. Pero no estaban de acuerdo sobre si una inocente partida de Boston lastimaría el dolor general, y resolvieron enviar una diputación a la dueña de casa para pedirle su autorización.
Había tanta vida y movimiento en casa de los Hellinger, que parecía que se celebrara allí una boda.
El doctor, que no llegó sino muy tarde a la alegre reunión, buscó por todas partes a Roberto con mirada ansiosa, sin descubrirlo.
Entonces dirigiose en particular a uno de los invitados, le preguntó si lo había visto. Sí; había venido, había lanzado en su derredor miradas extrañas y feroces, luego se había esquivado en silencio cuando se le tendía la mano. Minutos más tarde, se notó su desaparición.
El doctor fue al vestíbulo y buscó, entre los abrigos de los convidados, el de Roberto: todavía estaba allí.
Con la familiaridad de un viejo pariente, se puso en busca suya en las habitaciones de atrás, vacías y silenciosas, pues los criados estaban ocupados en servir.
Encontró al joven en un pequeño y obscuro cuarto, donde estaban amontonados los muebles que había sido necesario sacar de las otras habitaciones, sentado en un cofre de madera volcado, meditando, con la cabeza entre las manos.
—Roberto, amigo mío, ¿qué haces ahí? —le gritó.
—Ustedes siempre tan alegres por allá, ¿verdad?
El doctor le puso las manos sobre los hombros:
—Me inquietas, amigo mío. Hace tres días que no nos diriges la palabra… si continúas así, vas a perder la razón.
—¿Qué quieres? —replicó Roberto con un suspiro que se escapó de su pecho como un grito—. Estoy tranquilo, completamente tranquilo.
Volvió a dejar caer entre las manos su enmarañada cabeza y pareció sumergirse de nuevo en su meditación.
El anciano se sentó a su lado y se puso a prodigarle buenas palabras.
Nada olvidó de lo que se acostumbra a decir en casos semejantes, agregándole, de su parte, más de una enérgica palabra de consuelo.
Roberto permanecía inmóvil; apenas con un signo manifestaba que escachaba. Sin embargo, como el anciano no acababa, le interrumpió diciéndole:
—Deja eso, tío; esos son consuelos buenos para los chiquillos. A la única pregunta, de la cual depende para mí la muerte o la vida, no puedes, tú tampoco, darme una respuesta.
—¿Qué pregunta?
—Tío querido, ve, estoy tranquilo en este momento, extraordinariamente tranquilo, no tengo indicio de fiebre ni de locura, ¡y me creerás si te digo que no sé cómo podré sobrevivir a esta noche!
—¡En nombre del Cielo! ¿Qué quieres hacer?
El joven sacudió los hombros.
—Lo ignoro —dijo—; lo que el momento me sugiera. Lo único que me apena, es ese pobre pequeñuelo que tendrá que crecer sin padre; quizá lo lleve conmigo, no sé. No sé más que una cosa y es que no puedo continuar viviendo así.
El anciano, temblando de ansiedad, lo llenó de reproches. Eso era una cobardía sólo digna de un miserable, de un espíritu debilitado.
—Tendrías razón, tío, si fuera su muerte la que me hiciera dudar de mí y de mi dicha. Pero ¡Dios del Cielo! —lanzó una carcajada penetrante y amarga—, hace tiempo que renuncié a toda pretensión a la felicidad. Por lo que me atañe, sobrellevaré tranquilamente el dolor de su pérdida; conozco eso, sí; ya he puesto a una en la tumba, y continuaré amontonando y economizando dinero, como ya lo he hecho durante tanto tiempo, y eso en medio de los más profundos pesares; porque los intereses, ¿sabes? no se preocupan de lo que tiene uno dentro de la cabeza, ni de si la tristeza y la desesperación le adormecen a uno la mano; hay que pagarlos. Pero no es eso, tío, lo que me trastorna el alma, pues la tengo bien trastornada, puedes creérmelo; ante mis ojos brotan chispas sin interrupción; los calofríos me estremecen todo el cuerpo y la sangre me bulle en las venas, como fuego. Y al mismo tiempo estoy muy tranquilo; veo con claridad y precisión las cosas. Sólo hay una que no puedo descubrir; que se alza noche y día ante mis ojos como un espectro, como una sombra espantosa, y cuando quiero asirla se me escapa, y esa cosa es: «¿Por qué ha muerto Olga?»
El anciano se estremeció. Recordaba la carta y la promesa que la muerta había exigido de él.
Roberto continuó:
—Una voz me grita sin cesar en los oídos: «¡Tuya es la culpa!» ¿Cómo? No lo sé, pues por muy profundamente que escudriñe en mi alma, no encuentro que le haya hecho ningún mal, y sin embargo no puedo hacer callar la voz. Yo me digo: «Es una idea fija.» «Te forjas tormentos, eres un loco, un criminal, un criminal para contigo mismo y para tu hijo.» ¡Pero de nada me sirve todo eso, tío querido! No puedo hacerla callar. Y, en fin, ¿acaso no tiene razón? ¿Acaso, sin mí, Olga no estaría todavía viva? Si lo que pasó la noche anterior no hubiera…
Se detuvo estremeciéndose y se ocultó el rostro entre las manos. Un sollozo sin lágrimas sacudió todo su robusto cuerpo.
En seguida dijo:
—Tío, quisiera —no puedo pensar en ello, me hace perder la razón—, me parece… que es necesario que con mis manos destruya todo lo que me rodea, que lo haga pedazos todo.
—Sin embargo, es necesario que reunas tus ideas, amigo mío —dijo el doctor—, y que me cuentes todo, punto por punto; sólo de ese modo podremos aclarar este enigma.
El silencio reinó en la habitación obscura. El anciano temblaba de pies a cabeza; veía la silueta de aquel cuerpo vigoroso destacarse negra sobre el fondo claro de la ventana; veía los movimientos del pecho que subía y bajaba alternativamente, que silbaba y gemía como un volcán; sentía el hálito ardiente de la respiración de Roberto en su rostro.
—Reúne tus ideas, amigo mío —repuso suavemente.
El joven luchaba por tomar una determinación. Al fin, volviendo a encontrar su energía, se enderezó y dijo:
—«Pues bien, tío, vas a saberlo todo… Desde el día en que Olga rechazó mi pedido tan altiva y fríamente, no me había vuelto a encontrar con ella. Sin duda continuaba yendo como antes a la granja, para ocuparse del niño y de la casa, ya entonces sabía que lo hacía por amor a Marta y no por mí, pero había como un acuerdo tácito entre nosotros para evitarnos. Ella elegía las horas en que sabía que yo estaba afuera, en los campos o en los establos, y yo no volvía a casa antes de haberla visto desaparecer detrás del portón.
»El martes tuve imperiosamente que salir para ir a los campos. Media legua más allá de la ciudad, a causa del mal estado del camino, el eje se rompe. Como no había llevado cochero y no alcanzaba a ver alma viviente, monto en el caballo con arneses y todo, y vuelvo a casa en busca de ayuda. En el patio, el mayordomo me dice que hacía rato que la señorita se había marchado. Comenzaba ya a caer la noche.
—»Muy bien, no hay ningún peligro, pienso, y entro en la casa.
»En el momento en que abro la puerta de la sala, distingo en el crepúsculo una sombra que se desliza precipitadamente hacia afuera.
—»¿Quién puede ser? —me digo.
»Y la sigo.
»En el cuarto del niño, ¿a quién encuentro? A ella, muy ocupada en correr el cerrojo de la puerta del corredor, que, como sabes, está siempre cerrada para evitar la corriente de aire. Espantado, quiero retirarme; imposible; me siento completamente paralizado. Al verme, ella se detiene, y, como sobrecogida de vergüenza, se oculta el rostro entre las manos.
»Entonces, tío, me siento atraído, voy a precipitarme hacia ella; pero me contengo a tiempo al pensar en quién es ella y quién soy yo.
»Veo que sus manos tiemblan.
—»No tienes por qué enojarte, Olga —le digo balbuciendo—, no he querido causarte un desagrado. Si estoy aquí es por casualidad; en lo sucesivo tomaré mis medidas para que no vuelvas a encontrarme.
»Entonces deja caer sus manos y me dirige una mirada tal, que me siento estremecer. Marta nunca me miró así —pienso—. Quiero hablar, pero no encuentro las palabras, tan turbado y sobrecogido estoy. Su elevada estatura se alza delante de la puerta, como si allí quisiera buscar un amparo contra mí. Yo oía su respiración oprimida. Por fin reúno todo mi valor.
—»Olga —digo—, ha sido presunción de mi parte el atreverme a tenderte la mano: sé muy bien que no soy digno de ti, te suplico desde el fondo del corazón, olvídalo, yo nunca te lo recordaré.
»Y en ese instante, tío —¿cómo pintarte lo que pasó?— déjame un instante… ¡el recuerdo!… Pero ¿para qué? seré fuerte, querido tío, voy a dominarme.
»En ese instante, ella se precipita hacia mí, me rodea con sus brazos y me cubre el rostro de besos; después, de improviso, cae con un suspiro, y allí se queda desplomada a mis pies, como herida por un rayo. Y yo, como en un sueño, la miro fijamente.
—»No es posible —me grita una voz—, es una locura; ¡tú apenas te atrevías a alzar los ojos hacia ella como hacia una divinidad, y ella es quien ahora se arroja al cuello de un hombre que no la merece!
»Tenía miedo de tocarla; sin embargo, fue necesario que la levantara, y cuando la tuve en mis brazos, se puso a sollozar amargamente, como si hubiera querido llorar hasta morir.
—»Olga, ¿por qué lloras? —le digo—. Todo queda arreglado ahora.
«Pero he ahí que yo también, gran tonto, me pongo a llorar como un niño.
—»Perdóname, Roberto —dice su voz en mi oído—. Mucho te he hecho sufrir, pero nunca más lo haré, nunca más.
—»¿Y ahora me amarás? —pregunto, pues todavía no puedo creerlo.
—»¡Oh, Roberto! ¡Roberto! ¡Te amo! ¡Oh, sí! ¡Te amo más que a todo en el mundo! —y oculta su rostro en mi hombro.
»Sí, tío, pero escucha lo que sigue. Al ver aquella cabeza con sus rubios rizos descansar, llena de abandono, sobre mi hombro, una pregunta se me presenta: ¿es ésta la misma Olga que, hace ocho días, se volvía tan pálida y tan altiva, mientras que, humilde y tímido, tú implorabas su consentimiento?
»Y le digo entonces:
—»Olga, ¿cómo has podido torturarme así? ¿Acaso he cambiado en tan poco tiempo?
»La veo ponerse más blanca que el yeso que cubre la pared y su voz murmura en mi oído:
—»¡Nada me preguntes, en nombre del Cielo, nada me preguntes!
»Y una angustia nace en mí; quizás la perderé mañana como la he conquistado hoy.
—»Olga —le digo—, si eres tan inconstante en tus resoluciones, quién me responderá de que…
»Me interrumpo, pues la expresión de su rostro me impone silencio. Ella se desprende de mis brazos y se deja caer en una silla.
—»Puesto que quieres saber —me dice, fijando los ojos en el suelo, como sumida en una meditación sombría—, me ha faltado el valor, he dudado de tu amor y creído que me harías sentir que no te llevaba más que mi pobreza.
»Pero su mentira, como una llamarada, le enrojece la frente.
—»¡Olga! —exclamo—. ¿Has podido pensar eso de mí? ¿No te acuerdas?…
»Y lo que le recordé fue cierta noche, en casa de su padre, cuando fui a pedir la mano de Marta y en que estuve a punto de retirarme tristemente con una negativa, pues Marta quería sacrificarse y sacrificar su dicha, para que yo pudiera elegir a otra. Y entonces, ella, Olga, en medio de la noche, había ido a buscarme y me había abierto los ojos, a mí, pobre insensato y ciego, diciéndome palabras, palabras llenas de desprecio por el dinero y que habían sonado en mis oídos como el canto de triunfo del amor. Se las repetí textualmente, pues cada una de ellas se había grabado en mi alma, inolvidable: «Así, pues, en otros tiempos te sentías llena de valor, de grandeza de alma cuando hablabas por Marta, y ahora que se trata de ti…»
»Y al gritarle esto la miraba de frente, tío. Ella se esforzaba en sonreír, y sonreía constantemente; pero esa sonrisa se heló en sus labios y de repente la vi desplomarse como una mole, sin sentido.
»Mucho trabajo me costó hacerla volver en sí, pues no quería llamar a nadie en mi ayuda. Un buen cuarto de hora permaneció tendida en el suelo, más o menos como está ahora, luego abrió los ojos y me examinó por largo rato en silencio con una expresión tan dolorosa, tan cansada y desesperada, que la angustia y la inquietud me invadieron. Después juntó las manos y me dijo en voz baja y suplicante: