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Authors: Hans Magnus Enzensberger

Tags: #Matemáticas

El diablo de los números (31 page)

—Mírala atentamente —le dijo al oído el diablo de los números a Robert—. En esa botella no se sabe qué está dentro y qué fuera.

Robert pensó: ¡No es posible! Una botella así sólo existe en los sueños.

—Imagina que quisieras pintarla de azul por dentro y de rojo por fuera. No se puede. No tiene borde en ningún sitio. Nunca sabrías dónde termina la parte roja y dónde empieza la azul.

—¿Y la inventó ese señor diminuto de ahí? Cabría cómodamente en su propia botella.

—¡No tan alto! ¿Sabes cómo se llama? ¡Señor Klein! En alemán su nombre significa
pequeño
. Ven, tenemos que seguir.

Pasaron por delante de muchas otras puertas. A menudo colgaba en ellas un cartel que decía: Se ruega no molestar. Se detuvieron ante otra puerta abierta. Las paredes y muebles de la habitación estaban cubiertos de un fino polvo.

—Esto no es polvo normal —dijo Teplotaxl—. Tiene más granitos de los que es posible contar. Y lo más estupendo es que, si coges tanto polvo como cabe en la punta de una aguja, en ese poquito de polvo está contenido todo el polvo que hay en este cuarto. Éste es el profesor Cantor, que inventó este polvo. En latín, Cantor quiere decir
cantante
.

Realmente, se oía cantar en voz baja al habitante del cuarto, un señor pálido con perilla y ojos penetrantes:

—¡Infinito por infinito es igual a infinito! —y mientras lo decía bailoteaba nervioso en círculos. Superinfinito por infinito es igual a superinfinito.

Sigamos rápido, pensó Robert.

Su amigo llamó educadamente a una de las siguientes puertas, y una voz amigable dijo:

—Adelante.

Teplotaxl tenía razón, todos los habitantes del palacio eran tan viejos que el diablo de los números, comparado con ellos, parecía un muchacho. Pero los dos ancianos que encontraron ahora daban una impresión muy vivaz. Uno de ellos tenía los ojos muy grandes y llevaba una peluca.

—Por favor, adelante, caballeros. Mi nombre es Euler, y éste es el profesor Gauss.

El último tenía un aspecto severo, y apenas levantaba la vista de sus papeles. Robert tuvo la sensación de que la visita no le era especialmente bienvenida.

—Precisamente estábamos charlando acerca de los números de primera —dijo el amigable—. Seguro que sabe usted que se trata de un tema interesantísimo.

—Oh, sí —dijo Robert—. Nunca se sabe cómo tratar con ellos.

—En eso tiene razón. Pero con ayuda de mis colegas sigo esperando aún hallar su pista.

—¿Y qué está haciendo el profesor Gauss, si me permite la pregunta?

Pero éste no quiso revelar en qué estaba pensando.

—El señor Gauss ha hecho un descubrimiento muy sorprendente. Se dedica a una clase de números enteramente nueva. ¿Cómo la ha llamado, querido amigo?

—i —dijo el señor de mirada severa, y eso fue todo lo que dijo.

—Se trata de los números imaginados —explicó Teplotaxl—. Por favor, caballeros, disculpen la molestia.

Y así siguieron. Se asomaron un momento a ver a Bonatschi, cuyo cuarto hervía de liebres. Luego pasaron por delante de habitaciones en las que trabajaban, charlaban y dormían indios, árabes, persas e hindúes, y cuanto más avanzaban más viejos parecían los ocupantes.

—Ése de ahí, que parece un marajá —dijo Teplotaxl—, tiene por lo menos dos mil años.

Las habitaciones ante las que pasaban se iban haciendo cada vez más grandes y espléndidas, hasta que al fin el anciano se encontró junto a Robert delante de una especie de templo.

—Ahí no podemos entrar —dijo el diablo de los números—. Ese hombre vestido de blanco es tan importante que un pequeño diablo como yo ni siquiera puede dirigirse a él. Viene de Grecia, y lo que ha inventado supera todo lo demás. ¿Ves los azulejos del suelo? Estrellas de cinco puntas y pentágonos. Quería cubrir todo el suelo con ellos, sin que quedara ni una ranura, y cuando no pudo descubrió los números irrazonables. El rábano de cinco y el rábano de dos. ¿Te acuerdas de lo enrevesados que son esos números?

—Claro que sí —aseguró Robert.

—Se llama Pitágoras —le susurró el diablo de los números—. ¿Y sabes qué otra cosa inventó? La palabra
Matemática
. Bueno, estamos llegando.

La sala en la que entraron era la más grande que Robert había visto nunca, más grande que una catedral y más grande que un polideportivo, y mucho, mucho más hermosa. Las paredes estaban decoradas con mosaicos de cambiantes diseños. Una gran escalera exenta llevaba hacia arriba, tan alto que no se veía su final. En un rellano había un trono dorado, pero estaba vacío.

Robert se asombró. No se había imaginado tan lujosa la vivienda del diablo de los números.

—¡Qué infierno ni qué demonios! —dijo—. ¡Un paraíso es lo que es esto!

—No digas eso. ¿Sabes?, no me puedo quejar, pero a veces, por las noches, cuando no avanzo con mis problemas, ¡es para volverse loco! Sólo se está a un paso de la solución, y de pronto uno se topa con un muro... ¡eso es el infierno!

Robert guardó silencio, diplomáticamente, y miró a su alrededor. Sólo ahora veía una mesa casi interminable, puesta en medio de la sala. Alineados contra la pared había criados, y justo al lado de la entrada vio a un tipo alto como un árbol, con un mazo en la mano. El hombre tomó impulso y golpeó el mazo contra un gran gong que resonó en todo el palacio.

—Ven —dijo Teplotaxl—, nos buscaremos un sitio allí al final.

Mientras tomaban asiento al final de la mesa, entraron los diablos de los números más importantes. Robert reconoció a Euler y al profesor Gauss, y también a Bonatschi, que llevaba una liebre en el hombro. Pero a la mayoría de esos caballeros no los había visto nunca. Había entre ellos egipcios que avanzaban solemnemente, hindúes con puntos rojos en la frente, árabes con chilaba, monjes con cogulla y también negros e indios, turcos con sables curvos y americanos vestidos con vaqueros.

Robert estaba asombrado de cuántos diablos de los números había y qué pocas mujeres había entre ellos. Vio como máximo seis o siete figuras femeninas, y al parecer tampoco se les tomaba especialmente en serio.

—¿Dónde están las mujeres? ¿No pueden entrar aquí? —preguntó.

—Antes no querían saber nada de ellas. Las Matemáticas, se decía en el palacio, son cosa de hombres. Pero creo que eso va a cambiar.

Los miles de invitados se acercaron a sus sillas musitando saludos. Entonces, el hombre enorme de la entrada golpeó una vez más en el gong, y se hizo el silencio. En la gran escalera apareció un chino con ropas de seda y tomó asiento en el trono dorado.

—¿Quién es? —preguntó Robert.

—Es el inventor del cero —susurró Teplotaxl.

—¿Él es el más grande?

El segundo más grande —dijo el diablo de los números—. El más grande de todos vive allí arriba, donde termina la escalera, en las nubes.

—¿Él también es un chino?

—¡Si yo lo supiera! No lo hemos visto ni una sola vez. Pero todos lo respetamos. Él es el jefe de todos los diablos de los números, porque inventó el uno. Quién sabe, quizá ni siquiera sea un hombre. ¡Quizá sea una mujer!

Robert estaba tan impresionado que mantuvo la boca cerrada durante largo tiempo. Entre tanto, los criados habían empezado a servir la cena.

—Son tartas —exclamó Robert.

—¡Psss! No tan alto, muchacho. Aquí sólo comemos tartas, porque las tartas son redondas y el círculo es la más perfecta de todas las figuras. Prueba.

Robert nunca había comido algo tan sabroso.

—Si quieres saber lo grande que es una tarta, ¿cómo lo harás?

—No lo sé. Tú no me lo has contado, y en el colegio aún estamos con las trenzas.

—Para eso te hace falta un número irrazonable, el más importante de todos. Ese caballero sentado a la cabecera de la mesa lo descubrió hace más de dos mil años. Uno de los griegos. Si no lo tuviéramos, es posible que hoy siguiésemos sin saber con exactitud lo grande que es una tarta, o nuestras ruedas, nuestros anillos y nuestros tanques de gasolina. Sencillamente, todo lo que es redondo. Incluso la Luna y nuestra Tierra. Sin el número pi no hay nada que hacer.

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