Read El diablo de los números Online

Authors: Hans Magnus Enzensberger

Tags: #Matemáticas

El diablo de los números (32 page)

Mientras, se oía un zumbar y un bullir en la sala, de lo animadamente que charlaban los diablos de los números. La mayoría comía con apetito, sólo algunos miraban al cielo perdidos en sus pensamientos y hacían bolitas de masa de tarta. También había bebida de sobra, por suerte servida en vasos de cristal pentagonales, y no en la loca botella del señor Klein.

Cuando terminó la cena resonó el gong, el inventor del cero se levantó de su trono y desapareció en las alturas. Poco a poco también se levantaron los demás diablos de los números, empezando naturalmente por los más importantes, y volvieron a sus estudios. Al final sólo siguieron sentados Robert y su protector.

Un señor de brillante uniforme, en el que Robert no se había fijado, se acercó a ellos. Seguro que es el secretario general, pensó Robert, el hombre que firmaba mi invitación.

—Bueno —dijo el dignatario con gesto severo—, ¿así que éste es su aprendiz? Bastante joven, ¿no cree? ¿Es capaz de hacer ya un poquito de magia?

—Aún no —respondió el amigo de Robert—, pero si sigue así seguro que empezará pronto.

—¿Y qué pasa con los números de primera? ¿Sabe cuántos hay?

—Exactamente los mismos que de los normales, los impares y los saltarines —dijo Robert con rapidez.

—Muy bien, entonces le dispensaremos de más pruebas. ¿Cómo se llama?

—Robert.

—Levántate, Robert. Por la presente te admito en el rango inferior de aprendiz de los números, y en señal de tu dignidad te concedo la orden pitagórica de los números de quinta clase.

Con estas palabras le colgó al cuello una pesada cadena, de la que pendía una estrella de oro de cinco puntas.

—Muchas gracias —dijo Robert.

—Naturalmente, esta distinción tiene que permanecer secreta —añadió el secretario general, y sin dedicar ni una mirada a Robert giró sobre sus talones y desapareció.

—Bueno, eso estuvo bien —dijo el amigo y maestro de Robert—. Ahora me voy. Desde este momento tendrás que ver cómo te las arreglas solo.

—¿Cómo? ¡No puedes dejarme en la estacada, Teplotaxl! —gritó Robert.

—Lo siento, pero tengo que volver al trabajo —respondió el anciano.

Robert vio que estaba conmovido, y él también tenía ganas de llorar. No se había dado cuenta de cuánto quería a su diablo de los números. Pero, naturalmente, ni el uno ni el otro querían que se les notara, así que Teplotaxl se limitó a decir:

—Que te vaya bien, Robert.


Ciao
—dijo Robert.

Y su amigo ya había desaparecido. Ahora Robert estaba sentado, completamente solo, en la gigantesca sala, ante la mesa vacía. ¿Cómo demonios voy a volver a casa ahora?, pensó. Tenía la sensación de que la cadena que llevaba al cuello se hacía más pesada a cada minuto. Además, tenía la fantástica tarta clavada en el estómago. ¿Habría bebido una copa de más? En cualquier caso, apoyó la cabeza en su silla y pronto se quedó tan profundamente dormido como si nunca hubiera salido volando por la ventana a hombros de su maestro.

Cuando despertó estaba, naturalmente, en su cama, como siempre, y su madre lo sacudía y le decía:

—Ya es hora, Robert. Si no te levantas enseguida llegarás tarde al colegio.

Ag, se dijo Robert, siempre lo mismo. En sueños le dan a uno las mejores tartas, y si se tiene suerte incluso le cuelgan a uno al cuello una estrella de oro, pero apenas despiertas se acabó todo.

Mientras, en pijama, se limpiaba los dientes algo le hizo cosquillas en el pecho, y al mirar encontró una diminuta estrella de cinco puntas colgando de una fina cadenita de oro.

Apenas podía creerlo. ¡Esta vez el sueño le había traído algo real!

Al vestirse, se quitó la cadenita con la estrella y se la metió en el bolsillo del pantalón, para que su madre no pudiera hacerle preguntas tontas. ¿De dónde has sacado esa estrella?, preguntaría enseguida. ¡Un chico como es debido no lleva joyas!

Era imposible para Robert explicarle que era una orden secreta.

En el colegio las cosas fueron como siempre, sólo que el señor Bockel daba la impresión de estar muy cansado. Se parapetaba tras su periódico. Al parecer, quería zamparse sus trenzas sin ser molestado. Por eso había ideado unos deberes que, estaba seguro, la clase necesitaría el resto de la hora para resolverlos.

—¿Cuántos alumnos tiene vuestra clase? —había preguntado. Enseguida, la aplicada Doris se había levantado y había dicho:

—Treinta y ocho.

—Bien, Doris. Ahora, escuchad bien. Al primer alumno de delante, ¿cómo se llama?, Albert, sí, Albert, le daremos
una
trenza. Tú, Bettina, que eres la segunda, recibirás dos trenzas, Charlie tres, Doris cuatro, y así sucesivamente hasta el treinta y ocho. Ahora, por favor, calculad cuántas trenzas necesitaremos para que de este modo toda la clase tenga las que les corresponden.

¡Otra vez unos deberes típicamente embockelados! ¡Que se vaya al diablo!, pensó Robert. Pero no dejó que se le notara nada.

El señor Bockel empezó a leer el periódico con toda tranquilidad, y los alumnos se inclinaron sobre sus cuadernos de cuentas.

Naturalmente, a Robert no le apetecía hacer esos estúpidos deberes. Se quedó allí sentado mirando las musarañas.

—¿Qué pasa, Robert? Vuelves a soñar —gritó el señor Bockel. Así que no quitaba ojo a sus alumnos.

—Estoy en ello —dijo Robert, y empezó a escribir en su cuaderno:

¡Dios mío, qué aburrido! Ya al llegar al once se trabucó. ¡Tenía que pasarle a él, el portador de la orden pitagórica de los números, aunque sólo fuera de quinta clase! Entonces se dio cuenta de que ni siquiera llevaba su estrella. Se la había olvidado en el bolsillo del pantalón.

Con cuidado, la sacó y se colgó la cadenita, sin que el señor Bockel se diera cuenta, al cuello: donde tenía que estar. En el mismo instante, supo cómo podía resolver el asunto de manera elegante. No en vano se sabía los números triangulares. ¿Cómo era eso? Escribió en su cuaderno:

¡Si eso funcionaba con los números que iban del uno al doce, también tenía que hacerlo con los que iban del uno al treinta y ocho!

Bajo el pupitre, sacó con cuidado su calculadora de la cartera y tecleó:

—¡Ya lo tengo! —gritó—. ¡Es un juego de niños!

—¿Cómo? —dijo el señor Bockel, dejando caer su periódico.

—741 —dijo Robert muy bajito.

Se hizo un absoluto silencio en la clase.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó el señor Bockel.

—¡Ooooh! —respondió Robert—, se calcula solo. Y tocó la estrellita bajo su camiseta y pensó agradecido en su diablo de los números.

Aviso

En los sueños, todo es diferente al colegio o a la ciencia. Cuando Robert y el diablo de los números hablan, se expresan a veces de forma bastante extraña. Tampoco esto es sorprendente, pues el diablo de los números es precisamente una extraña historia.

¡Pero no creáis que todo el mundo entiende las palabras que ambos utilizan! Vuestro profesor de Matemáticas, por ejemplo, o vuestros padres. Si les decís
saltar
o
rábano
, no entenderán qué quiere decir. Entre los adultos se habla de otra forma: en vez de
saltar
se dice
elevar al cuadrado
o
elevar a la potencia
y en lugar de
rábano
escriben
raíz
en la pizarra. Los
números de primera
se llaman en la clase de Matemáticas
números primos
, y vuestro profesor jamás dirá
¡Cinco pum!
, porque para eso tiene una expresión extranjera que es
factorial de cinco
.

Other books

The Rhetoric of Death by Judith Rock
Dancers at the End of Time by Michael Moorcock
Love by Angela Carter
Streetlights Like Fireworks by Pandolfe, David
Troutsmith by Kevin Searock
Halloweenland by Al Sarrantonio
The fire and the gold by Phyllis A. Whitney
Dead to You by Lisa McMann