El equipaje del rey José (19 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

—Cortarle las orejas.

Después llegaron a sus oídos agudísimos ayes y clamores de la infeliz víctima; sintió que la llevaban fuera atropelladamente y la fúnebre y horrenda procesión se, presentó a su fantasía con formas tan espantosas, que tuvo miedo, un miedo indescriptible, inmenso, y cayó de rodillas, clamando:

—Señor mío Jesucristo, ¿todavía más?

Parecía que una voz contestaba desde lo alto:

—Sí, más todavía.

- XX -

Luego que Monsalud saliera de la prisión, se serenó un tanto; mas por algún tiempo estuvieron aún sus entendederas en lastimoso eclipse. No era de aquellos a quienes la bebida impulsa a desaforados disparates de palabra y obra, sino que por el contrario en aquella su embriaguez primera, después de algunos minutos de estúpida animación, sintiose amodorrado y con tristeza tan congojosa, que el cielo parecía habérsele puesto sobre los hombros. Sus amigos españoles renegados y franceses bebían y jugaban a los naipes, reunidos en alegres grupos dentro de la sala que servía de cuerpo de guardia y también en el patio. Los del convoy, paisanos y militares, habían ido allí atraídos por el olor de los riojanos pellejos; pero como se acercara la hora de partir y el descanso de bestias y hombres había sido grande, se disponían a seguir adelante.

Salvador advirtió que algunos jurados y cazadores franceses, soliviantados por el vino, hacían tan infernal ruido como si todo el ejército de José estuviese bailando dentro de una sola pieza. Mareado y aturdido, anhelando silencio y reposo, Monsalud huyó de su compañía y fue al patio, donde algunos paisanos graves y sargentos con ínfulas de coroneles, dirigiendo en pomposas espirales hacia el limpio cielo, cual si quisieran empañarlo, el humo de sus pipas, hacían cálculos sobre la campaña emprendida y los acontecimientos que se aguardaban para el día siguiente.

—Salvador —dijo un francés, asiendo a nuestro amigo por un botón de su uniforme—, ¿has oído algo?

—¿De qué? —preguntó Monsalud dejándose caer sobre un banco y cerrando los ojos.

—De la campaña. Toda la división está en movimiento. ¿No oyes las cajas al otro lado del Zadorra?

—Sí, ya las oigo.

—Buena hora has escogido para dormir —añadió el francés intentando poner en pie al aturdido joven—. Arriba, muchacho, que nos vamos.

—¿A dónde?

—A Vitoria con el convoy grande.

—¡Con el convoy grande! —repitió Salvador alargando los brazos cual si quisiera alcanzar el cielo con ellos—. ¿Pues no ha salido ya?

—¡Bestia! El vino te ha puesto el entendimiento del revés. Salieron los carros que llevó consigo el general Maucune.

—¿Y nosotros salimos ya o estamos aún aquí? —preguntó Salvador—. Juro a Vd. Sr. Jean-Jean, que no lo sé.

—Te lo explicaré a puñetazos —repuso el formidable dragón.

Zumbido lejano atrajo entonces la atención de todos.

—¡Un tiro de cañón! —exclamaron unos.

—¿Hacia qué parte?

—Juro que es hacia Subijana.

—Hacia la Puebla.

Monsalud participando de la general curiosidad, trató de sacudir el pesado sopor que embargaba sus sentidos.

¡Una batalla!… ¿pues qué hora es?

—Quizás las avanzadas estén reconociendo alguna posición… Señores, mañana 22 será un día de sangre, lo dice Plobertin, que ha visto el sol de muchos días de batalla.

—Es desgracia que nosotros no podamos asistir a la gran acción que se prepara, Sr. Jean-Jean —dijo Salvador— y que a hombres de tal temple les destinen a custodiar cofres y estuches.

—¡Oh, joven Epaminondas! —repuso con socarronería el astuto dragón—. No envidies a los que se han de cubrir de gloria en el día de mañana. Soldado viejo soy, y te juro que mientras más cruces gano para mí y más tierras conquisto para nuestro Emperador, más anhelo la paz. Marchemos tras los cofres y por el camino. Seamos galantes con las señoras que van en el convoy, recomendándonos a ellas como soldados de Friedland y de Essling, y glorifiquemos a la Francia y bendigamos a Napoleón… por no habernos llevado a la campaña de Rusia.

Reinaba cierta inquietud entre la tropa que no había perdido el sentido con la embriaguez. Por otra parte, varios paisanos y bagajeros y unos cuantos soldados franceses de la peor especie, se habían cogido del brazo y recorrían parte del camino en burlesca procesión, gritando y cantando: algunos de ellos, que apenas podían tenerse en pie, eran llevados en vilo por sus compañeros. Luego que berrearon a sus anchas, insultando a las infelices señoras que aguardaban junto a sus coches la partida del convoy, tomaron al patio, y acercándose a la puerta que daba entrada a las habitaciones de los presos, la golpearon de tal modo con patadas y puñetazos, que a ser débil se quebrantara al instante hecha menudas piezas. La turba embriagada quería que le entregaran a los dos infelices prisioneros para anticipar el castigo impuesto por la superioridad militar.

—¿Pero aquí no manda nadie? —dijo el francés que respondía al nombre de Plobertin—. Esta canalla hará una atrocidad si la dejan.

—¡Que nos entreguen al cura, al cura! —gritaba la turba furiosa—. Al cura y al sacristán.

Y golpeaba la puerta, que a fuerza de porrazos comenzaba a resentirse.

—Aquí viene el capitán —dijo Jean-Jean—. Mandará dar veinte palos a los borrachos, y hará cumplir la sentencia.

Un capitán francés reprendió a los revoltosos su estúpida crueldad, amenazándoles con fuerte castigo; pero aquel, como los demás oficiales alojados allí, estaba en gran zozobra por causa más grave que las travesuras de algunos soldados ebrios, y regresó al lado de sus compañeros, dejando tras sí el tumulto el tumulto que de nuevo estallara con más fuerza.

—Vámonos por no ver esto —dijo Plobertin—. Parece que algunos carros se han puesto ya en marcha…

—Nosotros formamos a retaguardia —dijo Monsalud— hay tiempo todavía.

—La gentuza vuelve a las andadas —indicó Jean-Jean—. La puerta no resistirá mucho tiempo más: no es esa la Zaragoza de las puertas.

—¡Que las paguen todas juntas! —afirmó otro individuo del respetable cuerpo de dragones—. Ese cura y ese sacristán son guerrilleros, que es como decir salteadores de caminos. Pues qué ¿les hemos de tratar con mimo, después que ellos han asesinado a centenares de hombres pertenecientes, como quien no dice nada, a la nación francesa?

—¡A la nación francesa! —repitió el zapador Plobertin encendiendo su pipa—. La nación francesa pide venganza… La verdad es que el cura y el sacristán no merecen mis simpatías.

—Pues yo —dijo Monsalud con resolución— si encontrase quien se decidiera, arremetería contra esa chusma y les haría entrar en razón.

—Joven Temístocles —exclamó Jean-Jean— menos fuego. ¿Pueden tus paisanos colgar de los árboles racimos de franceses, descuartizarlos, meterlos en los pozos y asarlos en los hornos, y nosotros no podemos ni siquiera desorejar a uno de tus desalmados curas y monagos?

—El honor de la Francia —dijo Plobertin— pide que se les fusile al momento.

—Pero sin martirizarlos vergonzosamente —añadió con viveza Monsalud—. Si el Rey lo sabe, castigará a los que le están deshonrando con esta algarada salvaje.

—En esto de mortificar a los guerrilleros y curas con pistolas —afirmó Jean-Jean— yo digo como nuestro glorioso rey Luis XV de la antigua dinastía:
Laissez faire, laissez passer
. Con que a caballo, Sr. Monsalud, que marcha el convoy.

La confusión y el alboroto iban en aumento, y no había autoridad que mandase, ni voz alguna que contuviese a los desalmados. Fueron y vinieron algunos oficiales, pero sin desplegar la energía que el caso requería, porque acostumbrados a considerar a los guerrilleros como bestias malignas, toleraban los desmanes de la embriagada soldadesca, o al menos no se cuidaban de atajar una brutalidad que creían justificada por la salvaje fiereza de los partidarios.

La puerta cedió al fin, y los gritadores se precipitaron por ella dentro del edificio. Encontrábase primero frente a la puerta principal otra más pequeña que era la que daba ingreso a la celda del cura, y que por ser endeble, fue brevemente echada al suelo de una patada. Pocos momentos después, el infeliz D. Aparicio Respaldiza salía empujado y arrastrado por la soldadesca, mutilado el rostro, cubierto de sangre, abofeteado, injuriado, escupido. Medio muerto de espanto, encomendaba el desgraciado su alma al Señor, y en aquel momento angustioso, aquel hombre no exento de faltas, aunque tampoco perverso, mal sacerdote, sin duda, pero antes por error y falsas ideas que por maldad, si tuvo la flaqueza de pedir misericordia a sus viles verdugos, luego que se vio arrastrado irremisiblemente al suplicio sin vislumbrar remedio, les perdonó a todos y supo morir como cristiano.

Llevole la turba a un campo cercano donde algunos robustos árboles convidaban a aquellos cafres a colgar del alto ramaje el cuerpo del infeliz enemigo vencido e indefenso, y mientras se consumaba el sacrificio, se regocijaban con la idea de repetir la función en la persona de aquel a quien llamaban el sacristán, a pesar de que su aspecto no indicaba tan humilde oficio.

Monsalud, que desde el patio presenciaba la feroz escena, baldón del humano linaje, mas no por eso rara en aquella guerra que tanto tenía de heroica como de salvaje, sentía en su alma violentísimo coraje y vergüenza. Al ver que llevaban al suplicio, ya mutilado y moribundo, al infeliz Respaldiza, acordose del otro preso; un vago sentimiento agitó su pecho, sintió algo semejante a dulce recuerdo o a esos misteriosos rumores del corazón, que a veces gimen en los oídos de nuestra alma, sin que entendamos claramente lo que quieren decirnos. Inquieto y dominado por profunda aflicción, que no acertaba a explicarse, dirigiose a la rota puerta del edificio. Allí estaba el sargento poco antes encargado de la custodia de los prisioneros, y en compañía de dos o tres bárbaros como él contemplaba estúpidamente, con las manos juntas atrás y su pipa en la boca, el fúnebre
via crucis
del cura hacia el monte cercano.

—¡Bestia! —le dijo enérgicamente Monsalud—. ¿De ese modo guardas a los prisioneros?

El sargento soltó la carcajada de la insensibilidad aumentada por el vino, y alzando los hombros, repuso:

—¿Y qué?… ¿No les habían de matar de madrugada?… ¿Dónde están los oficiales? Si ellos no cumplen con su deber, ¿qué puedo hacer yo?

—¡Miserable! —gritó el joven con furia—. Si esos verdugos se hubieran empeñado en romper esa puerta antes de las doce, hora en que salí de guardia, me habrían cortado a mí las orejas antes de tocar el pelo de la ropa a los prisioneros… Déjame entrar; queda ahí dentro un infeliz, que no morirá como mueren los cerdos.

El sargento y los suyos hicieron como que querían defender la puerta.

—¡Atrás! —gritó Monsalud—. Dame la llave de la prisión del sacristán.

Briosamente arrebató la llave de manos del carcelero.

—Monsalud —dijo el sargento fingiendo la entereza de un hombre de bien— ¿quieres salvar a ese hombre? Está más loco que D. Quijote, y a todos los que entran a verle les llama hijos para que le pongan en libertad.

—¡Estúpido farsante! —repuso el joven—. ¿Te atreves a darme lecciones de disciplina, de honor y de obediencia, tú que has faltado a todas las leyes de la Ordenanza y de la humanidad?

—Lo digo —añadió el carcelero echándosela de bravo—, porque para sacar de aquí al sacristán, pasarás sobre mi cadáver.

—¡Y sobre el mío! —repitieron los otros, algunos de los cuales no se podían tener de borrachos.

—¡Atrás, a un lado! —vociferó Monsalud abriéndose paso y tomando la linterna que estaba en el suelo—. No puedo salvar a ese hombre, porque el general le ha condenado a morir; pero mientras yo aliente, canallas cobardes, un caballero honrado y decente no morirá, ya lo he dicho, como mueren los cerdos. Los infames vuelven; no hay tiempo que perder. Adentro.

Abrió con mano firme la puerta del aposento en que gemía D. Fernando Garrote. El infeliz anciano, al sentir que sacaban arrastrado a su compañero, después de mutilarle, había sentido como antes dijimos, un terror violentísimo que dio al traste con toda su entereza y varonil grandeza de ánimo. Extraviose su razón, dio voces, y cuando entró el sargento le habló como si fuera Salvador. Levantose del suelo en que yacía y como un loco corrió de un muro a otro buscando salida, y se aporreó las manos contra ellos, cual si a puñetazos pudiese horadarlos. La unción religiosa huyó de su mente; huyeron la resignación, la paciencia, la cristiana humildad, dejando tan sólo el impetuoso instinto. Gritaba con desesperación:

—Jesús divino; ¡sólo tú sabes padecer, sólo tú sabes morir! Soy hombre y acepto la muerte; pero no el tormento, no la vergüenza, no el martirio, no las manos ni la saliva de la soez plebe en mi rostro, ni la ignominiosa cuerda en mi cuello, ni el vil filo de sus navajas en mi piel… ¡Piedad, misericordia, Dios mío! ¡No tengo valor! Soy una mujer, un pobre niño…

Con febril ansiedad, y aunque sabía que ninguna arma llevaba sobre sí, registró todos sus bolsillos y ropas, buscando un corta-plumas, una aguja, un alfiler con que darse la muerte.

—¡Nada, nada! —exclamó con desesperación—. Dios poderoso, ¿tan malo, tan perverso he sido?…

En aquel instante una claridad rojiza deslumbró sus ojos, y en medio de ella, como el ángel de una aparición divina, vio D. Fernando Garrote a Salvador Monsalud. Sorprendido por aquella imagen que en el momento de la más abrumadora angustia se le presentaba, don Fernando cayó de rodillas.

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