El equipaje del rey José (20 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

—¡Eres tú, Salvador, hijo mío querido, eres tú! —exclamó desahogando con efusión su alma—. Vienes a salvarme… sí, sí. Tengo miedo, Dios me abandona y no me permite morir con la dulce y tranquila muerte del buen cristiano.

—He tenido lástima —dijo Salvador con voz balbuciente— y he venido…

—¡A salvarme!… ¡Oh, justicia! ¡oh, lección divina! —gritó vertiendo amargas lágrimas don Fernando Garrote—. ¡Has sido tú más generoso que yo! Sí, más generoso, querido hijo mío… Bien me decía el corazón, que mi conducta era egoísta y mezquina. Salvador, por orgullo, por preocupaciones más fuertes para mí que la razón, por egoísmo, te oculté un secreto, cuya confesión debía ser para mí una deuda sagrada.

Salvador no comprendía nada, y pensando tan sólo en el objeto de su visita, dijo:

—Pronto llegarán: aún puede Vd…

—He sido un miserable, he sido un egoísta, las ideas adquiridas en las disputas de los hombres, las he sobrepuesto a los sentimientos más dulces de mi corazón, a mi conciencia y a mis deberes. Salvador, este miserable que ves aquí a tus pies, humillado y envilecido, es el que te ha dado la vida, es tu propio padre, que por su mala suerte y su indisculpable apatía, no ha tenido hasta ahora la dicha de conocerte.

El semblante de Salvador, atónito primero, expresó después la más desconsoladora incredulidad. Una sonrisa, impropia ciertamente del lugar y de la ocasión, vagó por sus labios; pero recobrando al punto su seriedad, y movido a gran compasión por el triste estado mental que en el anciano suponía, le dijo con frialdad:

—Sr. Garrote, yo no tengo padre.

Estas palabras atravesaron como una espada de hielo el corazón del desgraciado Navarro.

—En nombre de tu santa y buena madre, en nombre de Dios —dijo— en nombre de Dios, no me desmientas… He sido un infame egoísta, he sido un necio lleno de orgullo hasta en esta ocasión tristísima, pues hace un momento me horrorizaba la idea de llamar hijo a un traidor renegado. Dios me ha castigado por esto; pero siempre misericordioso conmigo, te me ha puesto delante en mi última hora, para que mi confesión sea completa. ¡Bendito sea Dios!

—Desgraciado loco —dijo Monsalud, contemplando al reo con impasible calma y profunda lástima, tan extraño a los sentimientos que este expresaba, como si fueran de otro mundo—. Comprendo que en situación tan aflictiva, trate de seducir a sus carceleros, llamándoles sus hijos. Todo es inútil conmigo, porque no he venido aquí a librarle a Vd. de la muerte.

—¡No me cree! —rugió D. Fernando arrojándose en el suelo—. Dios mío, Dios justiciero que así prolongas mi castigo, ¿más todavía?

Una voz del cielo pareció responder:

—Sí, todavía más.

—Viendo que era inevitable para Vd. un fin tan horrible como el del pobre Respaldiza —dijo Salvador llevando la mano al cinto donde tenía las pistolas— y suponiéndole hombre de valor, he creído que era caritativo proporcionarle un medio de evitar la ignominia de martirio tan bárbaro.

D. Fernando se levantó de súbito. Parecía un esqueleto con vida y con toda la vida en los ojos. En aquel instante oyéronse los desaforados gritos de la turba que volvía. Estremeciose el anciano; dominado nuevamente por un terror congojoso, aparentó luego serenidad heroica, y contemplando al mancebo con altanería, exclamó:

—Un hombre de honor, un caballero como yo, no morirá a manos de viles sicarios; un hombre como yo, no será sacrificado salvajemente por tus bárbaros amigos. He cumplido contigo y con mi conciencia. No contaba con mi desgraciado destino ni con tu incredulidad… Que Dios me perdone lo que voy a hacer. Salvador, dame un arma cualquiera, y adiós.

Con la seguridad de quien ve realizado su pensamiento, Monsalud entregó una pistola a D. Fernando Garrote, diciéndole:

—Eso mismo pensaba yo… Un hombre de honor, un caballero decente… Que Dios le ampare a Vd.

D. Fernando irguió con altivez la majestuosa frente, miró a su hijo con calma desdeñosa, le miró mucho durante un rato relativamente largo, y luego con voz trémula y solemne en la cual había cierto sensible acento de pesadumbre mezclado de sarcasmo, habló de esta manera:

—Salvador, gracias, gracias… Que Dios te ampare y te perdone. Adiós.

—Adiós —dijo Monsalud desde la puerta saliendo rápidamente.

Cuando la brutal soldadesca entró atropelladamente en donde estaba el bravo guerrero, halló su cadáver caliente y tembloroso sobre el suelo, la sien partida y destrozado el cráneo. Su mano palpitante asía con rabioso vigor el arma.

- XXI -

¡Cuántos habrá que al leer estas escenas que acabo de referir, las hallarán excesivamente trágicas y tal vez exagerada la terrible pugna que en ella aparece entre los lazos de la naturaleza y las especiales condiciones en que los sucesos históricos y las ideas políticas ponen a los hombres! Yo aseguro a los que tal piensen, que cuanto he contado es ciertísimo y que en el lamentable fin de D. Fernando Garrote no he quitado ni puesto cosa alguna que se aparte de la rigurosa verdad de los acontecimientos. Vivió el citado Garrote en los mismos años que le presento, y fueron su carácter y sus costumbres y sus ideas tales como he tenido el honor de pintarlas, salvo la diferencia que entre el artificio de la narración y la verdad misma existe y existirá siempre mientras haya letras en el mundo. Cierta fue también su malograda expedición con el cura Respaldiza, y evidente su desastroso cautiverio y fin horrendo, aunque no le cupo peor suerte que a otros muchos, quier españoles, quier franceses, víctimas entonces del furor de las desenfrenadas pasiones.

En cuanto a las circunstancias verdaderamente terribles que acompañaron al último aliento de aquel desgraciado varón, no son tales que deban causar espanto a la gente de estos días, la cual viviendo como vive en el fragor de guerra civil, ha presenciado en los tiempos presentes todos los furores del odio humano entre seres de una misma sangre y de una misma familia; ha visto rotos todos los vínculos en que principalmente apoya su conjunto admirable la sociedad cristiana. ¡Oh! si en el santo polvo a que se reducen la carne y los huesos de tantos hombres arrastrados a la muerte por el fanatismo y las pasiones políticas, quedase un resto de vida, ¡cuántas íntimas reconciliaciones, cuántos tiernos reconocimientos, cuántos perdones no calentarían el seno helado de la honda fosa, donde el insensato cuerpo nacional ha arrojado parte de sus miembros, como si le estorbasen para vivir! Y si la eterna vida disipa las nieblas que oscurecen aquí el pensar de los hombres, ¡cuántos seres habrá que en la desolación de la impenitencia y en su solitario vagar por la desconocida esfera, maldecirán la mano corporal con que hirieron el uno al hijo, el otro al hermano! La actual guerra civil, por sus cruentos horrores, por los terribles casos de lucha entre parientes que ha ofrecido, y aun por el fanatismo de las mujeres, que en algunos lugares han afilado sonriendo el puñal de los hombres, presenta cuadros, cuyas encendidas y cercanas tintas palidecerán, tal vez, los que reproduce los narradores de cosas de antaño. El primer lance de este gran drama español, que todavía se está representando a tiros, es lo que me ha tocado referir en este, que más que libro, es el prefacio de un libro. Sí; al mismo tiempo que expiraba la gran lucha internacional, daba sus primeros vagidos la guerra civil; del majestuoso seno ensangrentado y destrozado de la una, salió la otra, cual si de él naciera. Como Hércules, empezó a hacer atrocidades desde la cuna.

Púsose en marcha el largo convoy bastante después de media noche. Todo el camino real, desde las últimas casas de Aríñez hasta Gomecha, estaba ocupado. ¡Con cuánta ansiedad veían que España se iba quedando atrás, las infortunadas familias que buscaban un refugio en Francia!

—Si podemos llegar a Vitoria —decía Jean-Jean que iba a caballo junto a Monsalud en la retaguardia— estamos en salvo. Allá se las entiendan el Rey y el mariscal Jourdan con Wellington y Hill. ¡Gran batalla tendremos hoy!… Pero créeme: daría una de mis manos por no verla.

—Han dado orden de marchar más a prisa, señor Jean-Jean —dijo Salvador—. La cosa apremia. Vd. da una mano por no ver esta batalla y yo daría las dos por verla.

—¡Oh, joven Bayardo, caballero sin miedo y sin mancilla! ¿Sabes lo que es una batalla? Un engaño, chico, una farsa. Los generales embaucan a los pobres soldados, les hablan de la gloria, les arrastran a la barbarie, les hacen morir y luego la gloria es para ellos. Pónense a mirar la batalla desde una altura lejana a donde no lleguen las balas, y echando el anteojo a un lado y otro, hacen creer a los tontos que están observando distancias y calculando movimientos. Así como los nigromantes hablan de estrellas, ciclos, conjuros para engañar a los necios, los generales hablan de paralelas, ángulos, cuñas, etc… y hacen garabatos en un papel… ¡Oh, yo he medido la Europa con el compás de mis piernas; yo he escupido mi saliva en el Austria y en la Rusia, y sé lo que es una batalla! Después que los unos han destrozado a los otros a fuerza de brazo, porque aquí todo se hace a fuerza de brazo, el general recorre a caballo el campo de batalla, y con sonrisa hipócrita da gracias a los soldados; manda que se asista a los heridos, y los cirujanos empiezan a trabajar en la carne como los ebanistas en madera. Enterramos a los muertos, damos una muleta a los cojos y una venda a los ciegos: Nuestros nombres no se escriben en ningún monumento ni nadie los sabe, ni los pronuncia más boca que la de nuestros compañeros. No así el general que se pone un calvario en el pecho, y se echa a cuestas un título como una casa, de tal modo que si hoy derrotásemos a los ingleses y españoles en cualquiera de estos sitios que atrás dejamos, no faltaría un general que se llamase mañana
duque de Subijana de Álava
, o
Príncipe del Zadorra
. Luego viene la historia, con sus palabrotas retumbantes y entre tanta farsa caen unos reyes para subir otros sin que el pueblo sepa por qué, y los políticos hacen su agosto chupándose la sangre de la nación, que es lo que a la postre resulta de todo esto.

Iba a contestarle Salvador, cuando una sonora y fresca voz de mujer gritó:

—Sr. Monsalud, Sr. Monsalud, ¡gracias a Dios que se le ve a Vd.! ¡Qué prisa tiene el caballerito para dar cuenta de los encargos que recibe!… ¡Oh, qué prisa, sí!

Monsalud, a pesar de la oscuridad, distinguió perfectamente un rostro femenino que por la portezuela de un coche asomaba, acompañado de una mano con quiroteca, cuyos dedos pajizos se movían saludando de una manera apremiante y afectuosa.

—Perdone Vd. señora doña Pepita —dijo el militar acercando su caballo al vehículo—. Hace dos días que no la veo a Vd. por ninguna parte. ¿Y el señor oidor cómo sigue?

Un rostro acartonado y marchito, en cuya superficie brillaban con chispa mortecina dos tristes y ya muy viejos ojuelos, apareció un momento en la portezuela, y una voz fatigada resonó diciendo estas palabras, que parecían una especie de limosna oral:

—Buenos días tenga el señor sargento Monsalud.

Y desapareció luego dentro del coche.

—¿Apostamos —dijo la dama sonriendo— a que no me compró Vd. en la Puebla los polvos
a la marichala
que le encargué, ni las pastillas de malvavisco?

—Señora, ya sospechaba yo —repuso el joven— que en la Puebla no habría cosas tan finas.

—¡Ah, tunante! —exclamó ella, amenazando festivamente al joven con su descomunal abanico cerrado, que esgrimía como si fuese una espada—. Disculpas… Y hablando de otra cosa, ¿cuándo llegaremos a Francia?

—Pronto, señora. Si hay batalla al romper el día, como dicen, nosotros habremos ganado de aquí a esa hora mucho terreno, y nadie nos estorbará el paso.

El oidor dejose ver de nuevo. Era un varón de años, flaco e indolente, enfermo tal vez, y parecía muy aburrido del largo viaje.

—¡Batalla al romper el día! —dijo frunciendo el ceño—. Me parece que principia a despuntar la aurora. ¿Y hacia dónde es esa batalla?

—Hacia ninguna parte, hombre —repuso con desdén y superioridad doña Pepita—. Tu gran miedo te hace ver batallas en las puntas de los dedos. ¡Qué aburrimiento! No se puede ir contigo a ninguna parte… Recuéstate en el coche y calla, o me enojaré.

—¡Todo sea por Dios! —murmuró el oidor sepultándose en el coche.

—No se descuide Vd. en avisarme todo lo que ocurra —dijo la dama alzando la voz, cuando por uno de los movimientos tan propios de una marcha, el coche se alejó bastante de los jinetes.

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