El equipaje del rey José (17 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

—Tu madre —dijo D. Fernando— es, según tengo entendido, una santa y honrada mujer, de sanos principios.

—Pues sus principios no son los míos, ni lo serán nunca. Ella adora las atrocidades de los salvajes guerrilleros, y yo las aborrezco; ella se mira en Fernando VII, y yo lo tengo por un principillo corrompido y voluntarioso; ella detesta a los afrancesados, y yo les tengo por muy buenos patriotas, porque quieren regenerar a España con las ideas de Napoleón; ella no puede ver a los que han hecho la Constitución de Cádiz ni a los que se llaman liberales, y yo les admiro por creerlos inclinados a echarse en nuestros brazos…

—¡Perdido, perdido para siempre! —exclamó D. Fernando con inmensa angustia—. ¡Sin honor, sin principios, sin patriotismo, sin religión, sin lazo alguno con la sociedad, ni con España, ni con la familia, ni con Dios…! ¡Oh qué aflicción, qué castigo, Dios mío!

—Puesto que Vd. no quiere probarlo —dijo el sargento, echando otro medio cuartillo—, me lo beberé yo. Luego dormiré seis horas y así se olvidan ciertas cosas, cosas terribles Sr. D. Fernando, que atormentan noche y día.

—Dios te tocará en el corazón, infeliz joven —dijo Navarro— y hará penetrar un rayo de su divina luz en tu oscuro entendimiento, y te reconciliarás con España, con Dios, con tu madre y… conmigo.

—¿Reconciliarme yo? —dijo el joven severamente dejando a un lado el vaso vacío—. Yo no me reconciliaré jamás; eché los dados. Me voy a Francia; consagraré mi vida a trabajar contra esta fementida patria que aborrezco.

—Justamente despreciado por los hombres y maldecido por Dios, tu vida será un infierno y tu muerte horrorosa y desesperada como la mía. Mírame, en mí tienes un ejemplo de cómo castiga Dios en la última hora a los que han olvidado su doctrina. Sin ser blasfemo ni traidor, como tú, yo he sido muy pecador. He vivido largo tiempo con vida placentera y feliz; pero en esta postrera noche de mi vida, me considero el más desgraciado de los hombres, no seguramente por la muerte que me amenaza y que merezco y deseo, pues los españoles debemos morir como caballeros y como cristianos. Uno de los más amargos motivos de pena para mí, es verte insensible a mis ruegos, degradado, envilecido, verte en el camino de tu total mengua y perdición, sin poder remediarlo; verte en ese estado de locura y embriaguez, aferrado a la maldad. Si respondieras, aunque sólo fuese con eco muy débil, a mis sentimientos y a mis ideas, si no me parecieses, como me pareces, un verdadero monstruo, esta pasajera amistad que nos une podría ser un sentimiento más grande, Salvador, mucho más grande y hermoso para ti y para mí.

Monsalud le miró con sorpresa.

—He sentido vivísima inclinación hacia ti —continuó el anciano—. En esta soledad en que me encuentro, ausente de los míos, con un pie dentro del sepulcro y la eternidad llamando a mi alma, tú podrías ser consuelo inefable de este anciano moribundo, recibiendo en cambio de mí lo que jamás has tenido, ni esperas tener.

Monsalud se levantó y con súbita cólera apostrofó al anciano en estos términos.

—Viejo astuto, ¿quieres engañarme con lisonjas y gatuperios para que te deje escapar? Yo no soy como los guerrilleros, que se venden por dinero. Su señoría de la llave dorada no conoce con qué clase de personas está tratando. ¡Pues no es poco sabihondo el viejecito!…

—¡Miserable! —exclamó D. Fernando, sin poder contener su cólera y levantándose también—. Veo que en ti no puede caber ningún sentimiento generoso. ¡Mereces la abyección en que vives! Márchate, quiero estar solo.

—¡Si será preciso ponerle algunas arrobas de hierro en los pies al D. Quijote de la Puebla! —dijo Monsalud dando algunos pasos, con escasa seguridad…— Parece que se tambalea el piso… Adiós, hasta después. Tengo que hacer.

D. Fernando fue de aquí para allí con inmensa agitación. Hizo por último el espanto lugar en él una violenta y súbita cólera, que se manifestara en sus gestos y voces de un modo que asombró más a Salvador.

—¡No eres tú, tú no eres, no! —exclamó con atronadora voz—. ¡Me he equivocado! Dios se está burlando de mí… es un castigo; ¡pero qué castigo, Dios mío!

Sin comprender aquellas palabras, Salvador se detuvo ante el agitado anciano. La generosidad de su noble corazón eclipsada por falsas ideas, y la turbación física en que se hallaba, inspirole algunas palabras consoladoras para el anciano; mas un hecho trivial le desvió de aquel buen camino, separando a uno y otro personaje más de lo que estaban. En la versatilidad de sus juicios, Salvador achacó las incoherentes palabras de Garrote a extenuación y debilidad mental ocasionada por la falta de sustento y el pavor de la próxima muerte. Pensándolo así, echó en el vaso cuanto en la botella restaba, y con intención compasiva, le dijo:

—¡Vaya, pelillos a la mar! Sr. Garrote… beba Vd. y le caerá bien… Luego llevaré otro gaudeamos al señor cura.

—Quita allá —contestó D. Fernando, apartándose con horror del joven—. Tú no eres quien yo creí… Tú eres de casta de borrachos y traidores.

Recibió Salvador con paciencia el insulto, y empinando el codo, dijo:

—Puesto que Vd. no lo quiere, no se desperdiciará tan buen vino. Se lo quitamos a unos arrieros que venían de la Nava.

La cabeza de Monsalud, que era de muy poca resistencia para la bebida, a causa de su antigua sobriedad, luego que su cuerpo recibió aquel trasiego, se desorganizó completamente; se oscurecieron sus facultades, desmayose su cuerpo, entrole de improviso la innoble estupidez y el repugnante cinismo de que había dado ya algunas pruebas en la conferencia con su padre, y perdió su carácter, su generosidad, su buen juicio, su discreción, perdiolo todo, para no ser más que un vulgar soldado.

—Sr. Garrote… —dijo tambaleándose—, adiós… Parece que se mueve el piso… ¿por qué baila Vd.?…

—Vete, vete, déjame solo —replicó D. Fernando sin mirarle.

—¡Bonito fin han tenido las campañas del padre Respaldiza y del Sr. Navarro! —exclamó lanzando una carcajada de imbecilidad que retumbó en la estancia como un eco infernal—. ¡Bonito fin!… ¡Échese su merced a guerrillero!… ¡Quién lo había de decir… aquí está el primer caballero del condado, el de la llave dorada, el gran D. Fernando Garrote, que quiso derrotar él solo los ejércitos de Napoleón!… ¿Por qué no trajo consigo a Carlitos para que le sacara del paso?… Me hubiera gustado ver a todo el hato de salteadores de caminos, distribuidos en estas cámaras reales, esperando la orden del coronel… ¡Adiós, señor D. Fernando Quijote, adiós… buen viaje!…

D. Fernando se acercó a Salvador, y asiéndole el brazo y apretándole con tanta fuerza como si su mano fuese una tenaza de hierro, le dijo sombríamente:

—Salvador, cuando me saquen de este calabozo haz fuego sobre mí: mi destino es ese, mi castigo no será el castigo que merezco, si no sucede así. ¡Dios lo quiere!

—¿Fuego yo? —repuso el joven con sonrisa de demente—. Yo me voy… Salgo de guardia ahora… Entrará otro… No quiero matar… me da mucho temblor y me pongo malo.

Lucharon por breve rato en la acongojada alma del guerrero sentimientos diversos. Luego sintió que las lágrimas brotaban de sus ojos; una aflicción horrible le abrumaba. Apartose del joven, corrió luego hacia él, mas su aspecto, su habla, su embriaguez le llenaron de espanto.

—Mi muerte —exclamó— por las circunstancias espantosas que la rodean, no se parece a ninguna otra muerte. Creo que toda la naturaleza se desquicia en derredor mío y que en medio del cataclismo general, vivo muriendo. Me parece que la muerte del malvado, como la del justo entre los justos, no puede verificarse sino entre tinieblas horrorosas y confusión del cielo con la tierra. ¿Es de noche? ¿Es de día? ¿Eres un ángel o un demonio?… Huye de aquí, monstruo mío… No sé lo que siente mi alma al verte y al oírte… ¿Esto es vida o qué es esto? ¡Dios poderoso, acoge mi alma,… y basta, basta ya de suplicio!

El Sr. Garrote se arrojó al suelo. Monsalud a causa del vino, no vio en todo aquello más que demencia y miedo. Hasta que no se halló fuera y recibió en el rostro el fresco de la noche no se aclararon sus juicios, ni pudo conocer que había estado inconveniente, cruel y… grosero.

- XIX -

Cuando se quedó solo, elevó D. Fernando de nuevo su pensamiento a Dios. Adquirió con esto cierta tranquilidad, cierto reposo emanado de la profunda convicción de su inmensa desgracia, y aceptando aquella amargura se engrandecía a sus propios ojos. La fogosidad de su imaginación llevábale a compararse con los colosos de infortunio, pero superándolos a todos: tan pronto recordaba a Job de la antigüedad hebraica, como a Edipo, de los tiempos heroicos, y hasta en sus coloquios, en sus alegatos ora tiernos, ora coléricos con la divinidad se les parecía.

Después de un instante de estupor contemplativo sintió anhelo vivísimo de comunicar a alguien la congoja de su alma, y se acordó de su amigo Respaldiza, cuya voz había oído poco antes al través del tabique sin hacerle caso. La endeble pared consistía en un armazón de maderas y adobes, cubierta a trechos de viejísimo yeso, que formaba en sus irregulares claros y fajas al modo de un fantástico mapa. Por diversas partes, y principalmente junto al suelo, había muchos agujeros por donde podían pasar el ruido y la claridad, pero no objeto alguno de más grueso que un dedo. Golpeó don Fernando el tabique, diciendo:

—Sr. D. Aparicio, Sr. Respaldiza, ¿está usted ahí?

El cura contestó desde la otra parte:

—Sí, Sr. D. Fernando, aquí estoy más muerto que vivo. ¿Con quién hablaba Vd.?… ¿Hay esperanzas de salvación? Me parece que trataba Vd. con Salvadorcillo Monsalud… Es mal sujeto, no hay que fiarse mucho de él.

—Amigo Respaldiza —dijo Garrote sentándose en el suelo y apoyando su rostro en la pared, junto a un sitio donde menudeaban las grietas—. Acérquese Vd. a este sitio donde me encuentro, y óigame. Tengo que hablarle.

—Ya estoy… ¿Hay esperanzas de escapatoria?

—No hay que pensar en escaparse, señor cura. Nuestra muerte es inevitable.

—¡Oh! ¡Dios mío Jesucristo! —exclamó Respaldiza con voz desfigurada por la aflicción y el llanto—. ¿Qué hemos hecho para tan triste fin?… ¿Pero no será posible intentar?… Echemos abajo este tabique; juntémonos, y entre los dos ejecutaremos algo ingenioso para salir de aquí.

—Es difícil. Por mi parte no intentaré nada para salvar esta miserable vida, que es para mí el más horroroso peso. ¡Somos muy pecadores!

—Yo no tanto… ¿pero es posible que no logremos…? ¡Oh! Desde aquí siento los aullidos de esos lobos carniceros, de esos demonios del infierno que nos guardan. Están borrachos, y parece como que bailan y juegan.

—No nos ocupemos de nuestros enemigos, y pensemos en la salvación de nuestras almas —dijo con unción D. Fernando—. Sr. Respaldiza, Vd. es sacerdote.

—Sí, sacerdote soy —repuso con desesperación el clérigo—, y como sacerdote, digo que esto es una gran picardía, una gran infamia, un asesinato horrendo. ¡Ya se las verán con Dios!

—Vd. es sacerdote —añadió D. Fernando— y un buen sacerdote, piadoso, instruido, aunque ahora caigo en que no cuadraba muy bien a su estado tener tan buena puntería; pero sea lo que quiera, Vd. es un hombre de bien, y un sacerdote cristiano, a cuyas manos baja Dios en el santo oficio de la Misa.

—Sí, sí.

—Pues bien, siendo Vd. sacerdote y yo pecador, quiero confesarme en esta hora suprema; quiero confesarme, sí, después de treinta y tantos años de impenitencia.

Prolongado silencio anunció el estupor del sacerdote.

—¿No me contesta Vd.? —preguntó impaciente Navarro.

—¡Confesarse!… Linda ocasión ha escogido usted… Sobre que todavía puede ser que nos indulten.

—No hay que esperar tal cosa. Seamos dignos de nosotros mismos, y muramos como caballeros cristianos.

—¡Morir, morir! —repitió angustiosamente el cura.

Retembló el tabique con sordo estampido. La cabeza de Respaldiza había chocado violentamente contra él.

—Sr. D. Aparicio —dijo D. Fernando después de una pausa—, he visto a Dios.

—¿A Dios?… ¿Dónde, amigo mío, dónde?

—Aquí, aquí mismo en este oscuro calabozo. He visto pasar ante mí también mi vida entera, y me han ocurrido cosas que espantarán a Vd. en cuanto se las refiera.

—¡Es singular! ¡Ver a Dios y no pedirle que nos sacara de aquí!… ¡Ah! Vd. tiene razón, seamos piadosos y buenos cristianos en esta hora suprema, único medio de que Dios nos favorezca. Chillar y jurar con desesperación en estos trances no es propio del espíritu cristiano. Recemos, Sr. D. Fernando, oremos humildemente con toda la compostura y devoción posibles. No se me olvidó el rosario; aquí está. Pidamos a Dios de todo corazón que…

—Antes conferenciemos un poco —dijo Garrote— pues no sólo tengo que revelar a Vd. secretos muy graves, sino pedirle consejo y parecer sobre algún punto delicado de mi conciencia.

—Ya soy todo oídos.

—Bien sabe Vd., venerable amigo, que he sido gran pecador, un hombre disoluto, despreocupado, vicioso, un libertino. Verdad es que jamás me separé de la Iglesia; pero esto no atenúa mis grandes faltas, ¿no es verdad?

—Verdad. Respecto a sus escándalos, amigo Garrote, muchos y grandes han sido en la Puebla. He oído contar horrores; mas nunca me atreví a reprenderle, por ser Vd. un excelente sujeto y haber tenido conmigo delicadas deferencias. Tratándose de los más humildes feligreses de mi parroquia, sí me atrevía yo a reprenderles sus vicios; pero a un señorón como usted…

—La ley de Dios es igual para todos… Pero vamos adelante. Muchos desafueros cometí, muchas honras atropellé, muchas desdichas causé, y no hubo casa donde yo pusiese mi planta maldita, que al instante no se inficionase con la corrupción y deshonra que llevaba conmigo.

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