El equipaje del rey José (21 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Monsalud la saludó con una sonrisa, mientras Jean-Jean le decía:

—Si esa señora doña Pepita tan garbosa, con su grueso lunar velludo en la barba, sus buenas carnes, sus ojos negros, su cara un tanto arrebolada y sus quirotecas amarillas, me hubiese mirado a mí desde la portezuela, apuntándome con su abanico y haciéndome preguntas diversas desde que salimos de Valladolid, a estas horas, joven guerrero, ya nos trataríamos de tú, y todos mis compañeros envidiarían al sargento Jean-Jean. Verdad que yo soy hombre muy circunspecto y no he querido decirle una sola palabra, además de que no es de caballeros quitarle su conquista a un camarada; que si llego a hablar con ella y echo mis visuales y disparo los tiros de mi galantería, y trazo mis paralelas, y lanzo los escuadrones, y enfilo las piezas, y pongo el sitio en regla, Monsalud, en dos horas es mía la plaza; en dos horas hago yo lo que a ti te costará dos meses… ¿pero en qué piensas? ¿estás mirando las estrellas que desaparecen?… Salvador, Salvador, despierta, que estoy hablando, está hablándote todo un Jean-Jean.

Profundamente abstraído y meditabundo, Monsalud había olvidado a doña Pepita, al oidor y a Jean-Jean. Poco después de este ligero incidente, la claridad del día empezó a derramarse por tierra y cielo, bañándolo todo con las dulces y frescas tintas de la mañana. El sereno firmamento parecía suspendido sobre la frente del mortal para presidir y proteger su alegre vida, sublimada por el trabajo, por la virtud, por inocentes y castos amores. El campo estaba impregnado de la grata y placentera atmósfera que por el aliento penetra hasta nuestro corazón inundándolo de felicidad, o si se puede decir, aromatizándolo, pues parece que balsámicas esencias penetran hasta lo más hondo de nuestro ser, sacudiendo los sentidos y despertando el alma con el estímulo de vagas emociones. Las altas montañas y los verdes prados se aclaraban, disipada la niebla que los cubría, mostrando su lozano verdor, compuesto de mil y mil hojuelas húmedas, que tiritaban al roce del pasajero viento. Poco después los rayos del sol se introducían por todas partes, en el seno de las nubes, entre el follaje de los árboles, en los infinitos huequecillos de los arbustos y las piedras, en la profunda masa cristalina de las aguas del río. Todo tomó color, y con el color la grandiosa existencia del día. ¡Ah! si queréis conservar la dulce paz en vuestra alma cerrad los oídos… Estrepitosos cañonazos resonaron a lo lejos y el convoy entero, como si obedeciera una orden, se detuvo.

Por algún tiempo no se oyó en todo el espacio ocupado por tantos carros y hombres, el más ligero rumor; pero no tardó en producirse de un extremo a otro discordante algarabía.

—Dicen que no se puede pasar de Gomarra… Los ingleses están atacando a la Puebla… También hay batalla por Subijana… y en Avechuco… y en Crispiniana.

Estas frases, se repetían, pasando de boca en boca y dando ocasión a multitud de preguntas que no eran nunca bien contestadas. Las respuestas aumentaban la confusión.

—¡Patarata! —exclamaba un jurado de los más vehementes el cual había aprendido pronto la fanfarronería francesa—; el general Clausel, que está en la Puebla, les enseñará lo que pueden tres ingleses contra un solo francés. ¿Y qué nos puede importar la Puebla si queda atrás? Adelante.

Pero los carros y coches no obedecieron la enfática orden del bravo dragón, permaneciendo tan quietos cual si los clavaran en el suelo. El día había aclarado completamente, permitiendo ver la palidez y la extrema ansiedad de todos los semblantes… De pronto una voz pavorosa recorrió de un extremo a otro la línea del convoy, repitiendo:

—No se puede pasar. Crispiniana ha sido atacada, y los ingleses y los guerrilleros han aparecido por Gomarra…

La configuración del camino por donde intentaba marchar el convoy era la más a propósito para infundir miedo a los viajeros. Altos cerros a un lado y otro formaban un estrecho callejón tortuoso, por cuyo fondo el camino y el Zadorra culebreaban estorbándose a cada paso. Frecuentemente pasaba el uno por encima del otro, cediéndole ora la derecha ora la izquierda. Aunque en la noche antes se habían tomado todas las precauciones para el paso del convoy ocupando las alturas, aquel repetido cañoneo que se oía más arriba, ponía en gran inquietud a todos, y recelaban que las fuerzas destacadas se hubieran visto en la necesidad de acudir en socorro de los de Crispiniana o Gomecha… Por fin, después de una hora de ansiedad, moviose la larga procesión entre gritos de alegría. Los mulos, los caballos, los bueyes y los hombres dieron algunos pasos; después se volvieron a parar. Parecía una comitiva de entierro cuando el carro fúnebre se atasca.

Pero transcurrido otro rato de ansiedades, de angustiosas preguntas y de mal humoradas respuestas, el dragón de mil patas marchó de nuevo con bastante prisa.

—¿Qué hay?… Sr. Monsalud, una palabra por amor de Dios —dijo la oidora echando fuera del coche su ostentoso lunar, su franca sonrisa, su rostro todo, no pequeño ni falto de gracias por cierto, su abanico y sus quirotecas—. Cuénteme Vd. lo que ocurre.

—Cuéntenoslo Vd. — añadió el oidor asomándose también tras de su consorte.

—No hay nada que temer —dijo deteniéndose el jinete, que regresaba de la vanguardia del convoy—. Camino franco hasta Vitoria.

—Nos hemos detenido, señora —indicó Jean-Jean, metiéndose donde no le llamaban— porque la vanguardia ha estado reconociendo el camino.

—La batalla está empeñada por aquí, a mano izquierda —dijo Monsalud extendiendo el brazo en la dirección indicada— y se ha roto el fuego por tres puntos distintos.

—Por tres puntos distintos, señora —añadió el intruso Jean-Jean—. Quizás pasemos por sitios peligrosos. Si gusta la señora oidora, la acompañaré a la portezuela para preservarla de cualquier accidente.

—No, gracias, retírese Vd. —repuso la dama con desdén—. Sr. Monsalud, ¿se marcha Vd. tan pronto? ¿Perderán esa batalla? ¿La perderemos? ¡Ay, no me diga Vd. que sí!… Engáñeme Vd. por favor.

—¡Qué se ha de perder! —vociferó el francés.

—Señor sargento —dijo el oidor— no se separe Vd. de nosotros. Mi mujer tiene un miedo espantoso.

—¡Oh, sí! —murmuró la dama.

—Si por desgracia nuestra nos viésemos en peligro…

—No, no se separe Vd. de nosotros, señor Monsalud —dijo doña Pepita—. Mi marido cobra alientos viéndole a Vd. tan cerca… podría ocurrir algún accidente funesto; que nos viésemos envueltos, comprometidos… ¡Cómo retumban los cañonazos en estas montañas!… Por Dios, Sr. Monsalud, distráigame Vd., cuénteme cosas agradables para que con la conversación entretengamos y engañemos el miedo; hablemos de asuntos risueños, placenteros, tiernos y dulces, de esos que regocijan el espíritu y matan el hastío. Hágame Vd. olvidar que a dos pasos de nosotros se está dando una batalla… quiero estar alegre y reír… quiero olvidar y engañarme. Engáñeme Vd… ¡Oh, sí! dígame Vd. que no tema, tranquilíceme… Pero no oigo lo que usted me dice Vd. ¡Oh! no tema usted alzar la voz. Mi marido no oirá nada: es un poco sordo.

- XXII -

La batalla en que doña Pepita no quería pensar y en la cual nosotros no fijaremos tampoco mucho la atención, fue del modo siguiente.

Ya sabemos la dirección y traza del camino real de Miranda a Vitoria, que va a orillas del Zadorra, rozando al pasar los lindes del condado de Treviño. Hállanse en este camino los lugares de la Puebla, Aríñez, Crispiniana y Gomecha, y después de deslizarse entre altos riscos, penetra holgadamente en el llano de Vitoria. Ocupaban los franceses la orilla izquierda del Zadorra. Otro afluente del Ebro, el Bayas, y otro camino, el de Vitoria a Bilbao, servía de base al ejército aliado, que se extendía desde Murguía hasta cerca de Subijana de Álava. Dueños los franceses del camino de Burgos a Vitoria, tenían segura la retirada, así como los pasos del río, y una posición excelente en las alturas que rodean a la Puebla. Este camino, estos puentes y estas alturas, eran lo que en la mañana del 21 empezaron a disputarles las tropas inglesas, portuguesas y españolas por diversos puntos y con rapidez y energía extraordinarias. El inglés Hill y el bravo español D. Pedro Morillo, atacaron la Puebla y sus riscos eminentes, coronados por una fortaleza feudal de antiguo llamada
El Castillo
; el general Graham, con el guerrillero Longa, atacaron la derecha enemiga en el camino de Bilbao por Avechuco, y después por Gomarra menor. Conquistados felizmente estos puntos extremos y altos, fueron atacados todos los pasos intermedios del Zadorra, el llamado Tres Puentes, Crispiniana y Gomecha. Hubo en estos ataques alternativas sangrientas de fortuna y adversidad, porque los franceses los reconquistaban a medias después de perderlos, hasta que definitivamente los poseían los aliados. Mientras estas luchas horribles ensangrentaban el Zadorra, hacia el Norte se daba la verdadera estocada de muerte, con el movimiento de avance del general Graham y del guerrillero Longa que cortaron al enemigo el camino de Francia. Sin otra salida que el de Pamplona, precipitose por él todo el ejército, con José a la cabeza; mas si los hombres que aún tenían piernas pudieron escapar, no gozaron igual suerte la artillería ni la impedimenta que se atascaron en el camino, como los ratones con morrión al querer huir después de la batalla con las comadrejas.

Tal fue en breves términos la de los aliados con los franceses en las inmediaciones de Vitoria, acción que tuvo, como todas las obras maestras, una gran sencillez. Si la he descrito a grandes rasgos, no ha sido porque en ella encontrase menos interés ni menos elementos para la narración que en otras funciones de guerra, a cuyo relato di anteriormente, si no gran interés, atención considerable. Me mueve a hacerlo así, el propósito de variar la materia de estos libros, dando en el presente la preferencia a una curiosa fase de aquella campaña y de aquella guerra, cual fue la suerte del más rico botín que un ejército invasor se ha llevado consigo al abandonar el país expoliado.

En todas las batallas hay un interés subalterno que apenas menciona con desdén la historia, y que consiste en las vicisitudes de aquel fondo positivo de toda contienda entre los hombres; en todas ofrece gran interés el drama oscuro que se desarrolla dentro de la alforja grande o pequeña que los ejércitos llevan a la grupa. Mientras los generales se calientan los sesos haciendo cálculos tácticos, y mientras truena la artillería y se destrozan las falanges, allá en la cola del ejército, una ciudad portátil, llevada por mercaderes ambulantes, tiembla por su destino. Las tiendas, los bagajes, las cocinas, las cantinas, los equipajes, los coches, los botiquines, las camillas representan la vida y la muerte. Son la suprema necesidad y el supremo peligro de la batalla. Sin esto no se puede vencer, y con esto no se puede huir.

Todo el interés de la batalla de Vitoria estuvo en la impedimenta. Hacia aquellos cofres tendiéronse anhelantes las manos crispadas de vencedores y vencidos. Podía decirse que aquel convoy era el resumen de la guerra, y que los franceses al perderlo, perdían la tierra trabajosamente conquistada; al verlo tan grande, tan custodiado, creerían también, que no pudiendo dominar a España, se la llevaban en cajas, dejando el mapa vacío.

Y a pesar de la ruda batalla empeñada a la izquierda, el pesado equipaje seguía adelante, avivando el paso todo lo posible. Era una tortuga impaciente y azorada que ansiaba resbalar como culebra, y parecía que la zozobra y anhelo de los que en ella llevaban sus intereses, impulsaban la pesada armazón. Durante cuatro horas largas, no ocurrió detención alguna; pero a medida que se acercaban a Vitoria arreciaba el tiroteo, hasta que llegaron a un punto en que divisaron claramente y a corta distancia las columnas en movimiento y las baterías escupiendo fuego. Allí dieron las ruedas su última vuelta, y los caballos su último paso, y los cocheros su último grito, y el afligido corazón de los viajeros el último latido de esperanza. Todo acabó: había sonado la terrible sentencia. No se podía pasar.

—Sr. Monsalud, eso que me contaba Vd. —dijo poco antes de la detención la oidora— es tan inverosímil, que si Vd. no lo afirmara como lo afirma, lo dudaría… ¿Ella misma gritaba que le matasen a Vd.?… ¿Pero qué es esto? Nos paramos otra vez.

—Otra vez, señora…

—Y ahora será para siempre —vociferó Jean-Jean—. ¡La batalla está perdida!

—¡Perdida! —exclamó doña Pepita, a punto que el oidor sacaba la cabeza pidiendo informes.

—¿Dicen que se gana la batalla?

—No; que se pierde —repuso la dama—. No seas impertinente, ni me estrujes el cabriolé… Por Dios, Sr. Monsalud, ¿nos abandona Vd…? ¡Qué insoportable ruido! Parece que suenan mil truenos a la vez… Salvador, deme Vd. la mano, a ver si me infunde valor… ¡Por Dios, la mano!

—Una dama valerosa como Vd. no se asustará porque perdamos una batalla —replicó el joven, alargando su mano—. Ya ganaremos otra.

—La ganaremos, sí, ganaremos una hermosa batalla —dijo Pepita recobrando sus frescos colores—. ¡Cuán cansada estoy de la estrechez del coche!… Quisiera salir un momento, un momentito. ¿Nos detendremos mucho aquí?


Per secula seculorum
—gruñó detrás del coche Jean-Jean…— Esto se acabó.

—¡Qué confusión por todas partes! —exclamó Pepita—. Mi marido llora, Sr. Monsalud; es demasiado pusilánime. Supongo que no nos harán nada… ¿Será preciso huir?… ¡Oh! huir, y ¿cómo?

—En el coche no es posible.

—Pero sí en un caballo, ¡ay! en la grupa de un caballo… ¡Dios mío, cómo gritan! Pues qué, ¿se ha perdido toda esperanza?

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