El equipaje del rey José (7 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

—Acábala de matar, verdugo, acaba de matar a tu santa y buena madre.

Salvador miró a la vieja, y aunque de antiguo la conocía, su triste aspecto y la áspera y desapacible voz produjéronle impresión muy extraña, especie de frío intenso y doloroso en el corazón, cual si con una aguja se lo atravesasen, erizamiento nervioso y acritud en los dientes, como lo que se siente al contacto de las cosas agrias y heladas.

—Por Dios, doña Perpetua, dígame Vd. ¿qué tiene mi madre? —exclamó el joven—. ¿Está mala?

—¿Eres tú la causa y lo preguntas? —añadió la vieja, poniendo su mano sobre la frente de la desmayada.

Luego paseando sus dedos por la pechera del levitón de Salvador, y tentando la botonadura adornada con águilas, y metiéndolos después entre la lana del sombrero y deslizándolos por las carrilleras de cobre, dijo:

—¡Traes sobre ti esta infernal vestimenta francesa, y preguntas lo que tiene tu madre! ¡Pobre Ferminita! ¡Se resistía a creer tan grande infamia en el hijo que llevó en sus entrañas y crió a sus pechos! ¡Pedía a Dios fervorosamente que no fuese verdad lo que le habían dicho; su alma se consumía en hondas tristezas, y sin consuelo pasaba las noches llorando tanta afrenta! La muerte del hijo que perece en los campos de batalla destroza el corazón, pero no afrenta; la traición del hijo desvergonzado que comete la infamia de pasarse al enemigo, es el más vivo de los dolores de una madre española.

—Usted está loca, madre Perpetua —dijo Monsalud rechazando a la vieja con desdén—. Mi madre es una mujer sencilla: ya comprendo todo. Vd. y el cura le han trastornado el juicio con eso de traiciones y afrentas. Honrado soy. Mi buena madre no me aborrecerá por lo que he hecho.

—¡Monstruo! —gritó la vieja agitando el palo—. Huye de aquí. Vete con esos herejes que te han catequizado: vete con Satanás que es tu amo; vete al negro infierno que es tu casa. Deja a esta santa mártir que ya te ha llorado como perdido para siempre. No eres su hijo: tú no puedes haber nacido en esta casa, ni en este honrado país… Vete, vete, hereje, judío; mas ¿qué digo? ¡francés!

El apostrofado miró a la vieja; mas sin acobardarse siguió esta vituperándole con la firmeza y el aplomo de quien tiene la seguridad de ser respetada. Vestía doña Perpetua el traje de las antiguas dueñas, con toca blanca rizada y limpia, manto y saya negros, pendiente de la cintura un luengo rosario y del pecho cruz de madera sencilla. A pesar de los muchos años, su talle era derecho y apenas se encorvaba un poco al andar. Indudablemente había en el aquilino perfil de la vieja cierta energía majestuosa que hacía recordar, a quien las hubiese visto, las rigurosas y ceñudas sibilas creadas por la inspiración artística. Acartonada y seca no tenía la repugnante escualidez con que nos pintan a las brujas. Expresábase con vigor y hasta con elocuencia, y su voz retumbaba en los oídos como una campana de mucho uso, mas no rota todavía.

Para que nuestros lectores no carezcan de todas las noticias necesarias respecto a tan singular tipo, les diremos que la madre doña Perpetua tenía cien años cabales, no hallándose ciertamente en proporción su acabamiento con su mucha edad, que a la vista no parecía exceder de los setenta. Era una doncella secular nacida en la Puebla de Arganzón a poco de establecerse en España Felipe V, y que nunca había salido de aquel pueblo. Dedicose desde su juventud a obras piadosas, mas sin aficionarse al claustro: gustaba de la independencia y de andar de casa en casa comadreando, y trayendo y llevando noticias, dichos e ideas, libando aquí y melificando allá cual las abejas. Así creció y fue echando días y años como el siglo, y pasaron ante ella tres generaciones de pueblos y tres generaciones de reyes y veinte guerras, y ella pasó de un siglo a otro como quien atraviesa una puerta para pasar de la sala a la alcoba.

Su vida austera y los buenos consejos que daba para reconciliar matrimonios y dirimir contiendas y transigir desavenencias y acomodar caracteres, juntamente con su buena manderecha para establecer la concordia en todas partes, diéronle gran reputación en la villa. Respetábanla mucho, y cuando abría la boca,
conticuere omnes
. Como era tan larga su vida y había visto tanto bueno y tanto malo y tenía mucha experiencia de las cosas físicas y morales, tomábanla todos por consejera. Sabía curar males de varias clases, y conocía mil salutíferas hierbas y untos, además de toda la farmacopea casera, mezclando en hórrido caos la medicina y la religión, lo terapéutico y lo supersticioso. Enciclopedia del alma y del cuerpo, reunía todo el saber y todo el sentir de su país en aquella época.

Rezaba por todos los muertos y reía por todos los nacidos. No había bautizo, ni duelo, ni boda a que no asistiese, disfrutando de lo mejor del festín, cuando lo había. Sabía contar especies diversas de cuentos interesantes, algunos heroicos, muchos de pícaros tahúres y guapos, y los más de devoción o de brujerías, males de ojo, miedos y otras cosas divertidas que embobaban a los chicos y a las mujeres. Ningún asunto doméstico o social o religioso tenía para ella secretos, y era la ciencia suma en teología de aldea, en economía al pormenor, en culinaria y en filosofía burda.

Doña Fermina a los pocos minutos, comenzó a querer volver de su síncope. La vieja había traído agua en una escudilla y le rociaba el rostro diciendo:

—Ya vuelve en sí; aunque para ver lo que tiene delante, más valiera que sus ojos no se abrieran jamás a la luz. Vete, te digo, tu madre te llora muerto; no turbes la paz de su alma poniéndotele delante en esa forma aborrecible.

Monsalud sin escuchar a doña Perpetua, alzaba a su madre del suelo y cuidadosamente la sentó en su sillón. Sosteniendo con sus manos la cabeza de la infeliz mujer, le decía:

—Madre, soy yo, soy Salvador, el mismo de siempre, el hijo querido. ¿Por qué se ha asustado Vd. al verme? El vestido no hace al hombre.

Doña Fermina, viendo el rostro de su hijo cerca de sí, le dio mil besos amorosos; mas después apartó la cara y extendió los brazos para rechazar al joven.

—¡Mi hijo… francés!… —repitió con el mismo tono de angustia y terror…— ¡Ese traje!… ¡Era verdad!

—¡Y el muy bribón se empeña en seguir aquí atormentándote, Ferminita! —exclamó con desabrimiento la vieja—. ¿Hase visto desvergüenza semejante?

—¿Qué delito he cometido? —dijo Monsalud con viva congoja estrechando entre las suyas las heladas manos de su madre, y de rodillas ante ella—. ¿Qué habré yo hecho para que Vd. se desmaye, madre, cuando me ve, y esta buena mujer me manda huir?

—¿Qué has hecho? —repitió la madre con estupor—. ¡Te has pasado a los franceses, estás maldito de Dios y de los hombres, tocado de herejía y perdida para siempre tu alma y contaminada yo también por haberte parido y criado!

—¡Qué horribles palabras y qué espantosa idea! —exclamó el joven procurando reír, pero con el alma destrozada de vergüenza y dolor—. ¿Tantos males ocasiona este capote que llevo? ¡Oh! madre querida, yo conocí que hacía mal, yo resistí, conociendo que era una falta servir a los enemigos de mi patria; pero me moría de hambre, y además mi tío tenía mucho empeño en que yo sirviera a los franceses. Una vez dado este paso, ya no puedo volver atrás, porque el honor me prohíbe vender a los que me han dado un pedazo de pan para vivir y una espada para que los defienda. Si por esto he perdido el amor de mi madre, de la única persona que en el mundo me ha querido, de la que me dio la vida, de aquella a quien he consagrado siempre la mía, será porque algunos malintencionados habrán emponzoñado su alma con bajos sentimientos.

—No, yo te amo siempre —dijo doña Fermina, no pudiendo resistir el ansia vivísima de besar a su hijo y regar con ardientes lágrimas sus mejillas, aunque doña Perpetua extendía a menudo entre los dos sus manos de cartón—; yo siempre te quiero, pero he hecho juramento ante Dios de no admitirte bajo este techo ni darte mi bendición, ni llamarte hijo, si no abjuras tus errores y maldices tus banderas infernales y reniegas de ese vil Rey y tornas a la patria y al deber… Mi conciencia me exigió este juramento y lo he prestado por consejo de respetables personas a quienes debo consuelos tiernísimos en esta última y tan amarga desventura que ha caído sobre mí.

El joven, cubriendo con ambas manos su rostro, lloró; mas de súbito estalló una violenta indignación en su alma, y apartándose de las dos mujeres, púsose en el centro de la pieza.

—Mi honor —gritó con voz alterada y resuelta— me impide desertar; pero si pierdo el amor de mi madre, y se me arroja de mi casa porque no quiero ser desleal y perjuro, no quiero vivir. Aquí tengo una espada —añadió desenvainándola—, y no me falta valor para atravesarme con ella el corazón.

Doña Fermina se arrojó llorando en brazos de su hijo. La mujer secular permanecía silenciosa, fría, clavada en su silla, contemplando la patética escena como una estatua de cartón que dentro de su pasta encolada tuviera un alma observadora. Sus ojos negros clavábanse en el joven con fijeza aterradora.

En aquel instante entró un nuevo personaje. Era un anciano fornido y alto, de rostro sanguíneo, duro y tosco, mas no desagradable por cierto, mirar franco y campechano que le animaba y hasta le embellecía. Su cabeza calva, apenas se exornaba económicamente con un cerquillo de blancos pelos esporádicos sobre las sienes y en el occipucio y en cuanto a su cuerpo era bravío, imponente, recio, como de varón hecho a las intemperies, a las luchas con hombres y elementos. Vestía negro traje talar, llevado con desenvoltura y abierto por delante para poder introducir fácilmente las manos en el bolsillo o cuadrarlas en la cintura, como frecuentemente lo hacía aquel hombre, dueño de dos manos enormes, velludas, que sabían llevar el arado, la espada y la hostia. Era D. Aparicio Respaldiza, cura de la Puebla de Arganzón.

Mirando al mancebo, más bien con lástima que con rencor, le dijo:

—Ya sabía que estabas aquí, desgraciado. Te hacíamos muerto, muerto con la muerte de la deshonra que deja el cuerpo vivo. El alma se va y queda la vergüenza.

Luego acercándose a doña Fermina, que deshecha en lágrimas, recibía consuelos y caricias de la beata, le dijo:

—¡Señora Fermina, valor!… El sentimiento materno es el más fuerte de todos. No trate usted de vencerlo: al contrario, desahogue su pecho, llore hasta mañana. Este hijo muerto no es quizás perdido para siempre, y puede resucitar, si se abraza a la cruz de la patria. Yo seré el primero que le reciba en mis brazos.

—Y yo —repitió la beata sin que se mostrase en la engrudada máscara de su rostro, compasión, ni alegría, ni sentimiento alguno—. Yo también le abriré mis brazos.

—Hijo mío —dijo doña Fermina poniéndose de rodillas ante Salvador y cruzando las manos—, vuelve en ti; deja esos hábitos infernales, abandona a los que te han seducido, torna a la patria y recibirás la bendición de tu madre y el amor que siempre te he tenido y te tengo a pesar de tu horrible pecado. Hazlo por Jesucristo crucificado, por la religión que te enseñé, por el agua que en el bautismo recibiste, por el pan eucarístico que has recibido en tu cuerpo; hazlo, por mí, por mi honor y buen nombre, que para siempre he perdido en este pueblo, por mi tranquilidad que no recobraré sin ti; hazlo por el señor cura de nuestra aldea que te enseñó los mandamientos y la doctrina y la lectura y la escritura y el latín, con lo poco que sabes; hazlo por la santa doña Perpetua que nos da tan buenos consejos y más de una vez te ha entretenido contándote tan bellas historias; hazlo, en fin, por todos los que te aman en esta villa y en el lugar de Pipaón, donde no sé si por ventura o eterna desdicha mía naciste.

Monsalud, enternecido por voz tan elocuente que agitaba hasta lo más hondo su alma, como la tempestad el Océano, se había sentado en un escabel y con los codos en las rodillas y la cabeza encajada entre las palmas de las manos, lloraba en silencio. El témpano colosal y endurecido de su entereza se desleía poco a poco.

—Y lo que es ahora —dijo el cura para favorecer el deshielo— los franceses van a ser destrozados. ¡Pobrecitos de los que se unan a ellos!

—Bueno —dijo Salvador alzando de repente la cabeza—; déjenme que lo piense. Eso no se puede decidir en un momento: los que estamos acostumbrados a cumplir con nuestro deber, y a obedecer a nuestros superiores…

—No hay ningún superior que tenga sobre ti más autoridad que tu madre —dijo el cura paseándose por la habitación, con las manos a la espalda—; tu madre, personificación viva de la patria, que a todos sus hijos gobierna y dirige.

Doña Fermina corrió a abrazar a su hijo, besándole cariñosamente en la frente y en las mejillas.

—Querido niño mío —le dijo—, veo que estos dos excelentes amigos te van convenciendo. Dejarás a esos perros franceses, devolviéndome la tranquilidad y poniéndome en paz con mi conciencia y con Dios. Siéntate, descansa; te esconderemos para que no puedan verte los vecinos con ese endiablado uniforme…

—Es una imprudencia que le tengas en tu casa mientras de todo en todo no se convierta —dijo la santa con severidad.

—¿Y qué importa? —repuso doña Fermina ofendida de la intolerancia de su consejera—. Mi hijo está arrepentido. El pobrecito estará hambriento y fatigado. Lo primero es que tenga salud.

—Puede quedarse —afirmó el cura, menos celoso que la beata—. Salvador es un buen muchacho… ha dicho que lo pensaría… Tiene buen natural y mucha inteligencia… y sobre todo, el deber le ordena servir a la patria. Aquí donde me ves —añadió deteniéndose en medio de la estancia en actitud marcial—, estoy disponiéndome para salir por ahí con otros amigos… Ya sabes que mi puntería es la mejor de toda la tierra de Álava. Hemos decidido organizar una partidilla, para auxiliar a las de Longa. ¿Qué te parece mi proyecto? ¡Oh, admirable! Los hombres se deben a su patria, y es preciso que nosotros, los que estamos en cierta jerarquía demos el ejemplo a los demás… La ocasión es solemne, y ningún español puede permanecer en su casa: Wellington está cerca y es preciso ayudarle. ¿Qué tal? ¿Te animas? Yo no espero sino a que venga de Peñacerrada D. Fernando Garrote, que es hombre muy entendido en guerras, para partir con él… Serás un buen escopetero, Salvador.

—Siéntate, hijo —indicó la madre, observando que el joven no se entusiasmaba excesivamente con el bélico ardor de Respaldiza—. Voy a aderezar algo de comida. Estarás muerto.

—No tengo ganas de comer —respondió el mozo, profundamente abstraído.

La madre le miró con desconsuelo, viendo sin duda en su abatimiento pensativo la señal de nuevas vacilaciones.

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