El equipaje del rey José (6 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Una caja en que holgaba un poco el tocador de José (así lo cuenta un testigo ocular) fue rellena con los pedruscos y los minerales de la Historia Natural. Entre una masa enorme de cartas geográficas iba
Nuestra Señora del Pez
; y la
Perla
anidó con una montura fina recamada de plata y oro. Se gastó un monte de claros, y por algunos días las iglesias que servían de depósitos y las galerías del real palacio resonaban cual si en ellas trabajase un regimiento de cíclopes. La tabla del
Pasmo
, que ya se hallaba en pésimo estado, acabose de rajar, y la pintura con las sacudidas y golpes se cuarteaba que era una bendición. ¡Oh divino Jesús! ¡No padeciste más en el Gólgota!

Completaban el convoy las cajas de guerra llenas de dinero en buen oro y buena plata antigua, de aquello que ya no se ve, y seducía entonces con su brillo los ojos de los extranjeros y con su noble son los oídos de todos. No se habían descuidado los franceses en reunir dinero, como gente allegadora y económica, ni menos en llevárselo; que si para limpiar de vicios a la capital hubieran usado de tanta diligencia como para limpiarla de onzas, fuera esta villa un paraíso en la tierra. Con el ejército iban los muchos particulares comprometidos que quisieron seguirles, y entre los carros de oficio, gran número de vehículos con equipajes de empleados altos y bajos. Ofrecían estos desgraciados individuos espectáculo lastimoso. Si algunos llevaban consigo buen acopio de víveres y ropa, otros no cargaban más que lo puesto, y todos lloraban el hogar abandonado, la paz perdida, el honor en duda, lamentándose del gran compromiso en que se veían. Algunos hacían de tripas corazón, prometiéndoselas muy felices en las próximas batallas; pero los más miraban sin engañarse la realidad del molesto viaje y después la emigración, el general desprecio y la pérdida de la hacienda.

Desfilaron los carros por el camino de Segovia, pues Hugo quería pasar la sierra por Guadarrama, y aquella culebra rastrera formada por interminable fila de vehículos, que de lejos parecían vértebras articuladas, desapareció en la noche del 27 de Mayo, dejando a Madrid en poder de los guerrilleros que al instante lo ocuparon y tras ellos las autoridades españolas. De esta manera y con este despojo la capital de España dejó para siempre de ser francesa.

No seguiremos al general Hugo y su convoy en todo su viaje hasta que en los campos de Vitoria perdieron los franceses gran parte de lo mucho que habían cogido. Bastantes apurillos pasó en Cuéllar y en Tudela de Duero; pero al fin logró unirse al grueso del ejército francés en Valladolid.

Reunidos todos, la continua amenaza de las divisiones aliadas les hizo muy penoso el camino desde Valladolid a Burgos. Aquí no pudieron resistir mucho tiempo, y sin gran prisa se dirigieron a Vitoria por Miranda confiados en que Wellington no les molestaría del lado allá del Ebro; pero tan admirable combinación de movimientos había hecho el inglés que cuando los franceses pasaron el gran río, lo pasaban también los aliados por diferentes puntos, y ambos enemigos se encontraban frente a frente en las montañas de Álava y Vizcaya. Apretó Bonaparte el paso juntando a los suyos para que desperdigados aquí y allí no fueran batidos al pormenor, y el 19 de Junio llegó a la Puebla de Arganzón, donde es fuerza que quitemos la vista del Rey y de su ejército para fijarla en una sola persona, que por ahora y mientras vengan sucesos estupendos en la esfera de la historia, ha de llevar en estas líneas la preferencia.

¡Y por qué no! ¡Por qué hemos de ver la historia en los bárbaros fusilazos de algunos millares de hombres que se mueven como máquinas a impulsos de una ambición superior, y no hemos de verla en las ideas y en los sentimientos de ese joven oscuro! ¡Si en la historia no hubiera más que batallas; si sus únicos actores fueran las celebridades personales, cuán pequeña sería! Está en el vivir lento y casi siempre doloroso de la sociedad, en lo que hacen todos y en lo que hace cada uno. En ella nada es indigno de la narración, así como en la naturaleza no es menos digno de estudio el olvidado insecto que la inconmensurable arquitectura de los mundos.

Los libros que forman la capa papirácea de este siglo, como dijo un sabio, nos vuelven locos con su mucho hablar de los grandes hombres, de si hicieron esto o lo otro, o dijeron tal o cual cosa. Sabemos por ellos las acciones culminantes, que siempre son batallas, carnicerías horrendas, o empalagosos cuentos de reyes y dinastías, que preocupan al mundo con sus riñas o con sus casamientos; y entretanto la vida interna permanece oscura, olvidada, sepultada. Reposa la sociedad en el inmenso osario sin letreros ni cruces ni signo alguno: de las personas no hay memoria, y sólo tienen estatuas y cenotafios los vanos personajes… Pero la posteridad quiere registrarlo todo; excava, revuelve, escudriña, interroga los olvidados huesos sin nombre; no se contenta con saber de memoria todas las picardías de los inmortales desde César hasta Napoleón; y deseando ahondar lo pasado quiere hacer revivir ante sí a otros grandes actores del drama de la vida, a aquellos para quienes todas las lenguas tienen un vago nombre, y la nuestra llama
Fulano
y
Mengano
.

- VII -

Olvídese la importuna digresión, y sepan los que en ello tuvieren interés, que antes que el ejército de José pasase el Ebro, llegaron a la Puebla de Arganzón las tropas de una división que custodiaba parte del convoy. Fue esto, si no mienten las noticias que con pretensiones de verídicas se me han dado, hacia el 16 ó 18 de Junio. El gran convoy venía detrás. Los carros del pequeño detuviéronse en el camino a las inmediaciones del pueblo, y las tropas repartiéronse por las casas y caseríos para allegar víveres. En las inmediaciones de la villa veíanse grandes masas de soldados: aquí artillería, allá columnas que iban de un lado para otro; en lo más apartado la impedimenta, y largas filas de vehículos, que después de breve descanso debían seguir adelante.

La Puebla de Arganzón, como lugar campestre, había dejado las ociosas plumas, y aunque de por sí no fuese aquella villa madrugadora, despertola el rumor de tanta tropa y de los tambores sin cesar batidos, confundiendo su ronco son con el cantar de los gallos que en todos los corrales entonaban su alegre grito de alerta. Veíase a los honrados habitantes salir de sus casas y juntarse en corrillos. Los ancianos preguntaban si se había ganado ya la batalla y advertidos de que no, quejábanse de la mucha tardanza en arremeter, propia de los tiempos nuevos, asegurando que en otra ocasión ya estaría todo despachado y el asunto resuelto. Las mujeres corrían de casa en casa pidiéndose provisiones para esconderlas, pues los franceses que en número tan considerable rodeaban el pueblo reclamarían pronto lo que no se habían llevado los guerrilleros el día anterior.

En las tabernas los taberneros no tenían manos para tanto despacho y muy alborozados escanciaban a los franceses, pues en esto del vender y ganar dinero no hay naciones: ellos quisieran tener un Océano de aguardiente y vino, que junto con algunas pipas de linfa del Zadorra les hubiera hecho millonarios en un par de años de guerra.

Un joven sargento avanzaba solo por las calles de la Puebla, evitando al parecer la compañía de sus camaradas franceses, y más aún la vista de los habitantes de la villa. Así es que cuando veía un grupo en la puerta de una casa se apartaba tomando distinto camino.

—¿No es aquella la cara de Salvadorcillo Monsalud, el hijo de la señora Fermina la de Pipaón? —decía una mujer viéndole pasar.

—Parece que es aquélla su cara; pero no su cuerpo; que es cuerpo y uniforme de francés el que ha pasado.

—Adelantadas estáis —decía un tercero—. ¿Pero no sabéis que Salvadorcillo Monsalud, engañifado por su tío, ha sentado plaza en la guardia del rey José?

—Cierto es, aunque no lo participó a su madre por vergüenza; y cuando la señora Fermina lo supo, estuvo llorando tres días, y aún no lo quería creer, siendo tal su pesadumbre por esta traición de Salvador, que la buena mujer dice que más quería verlo muerto que sirviendo a los franceses.

—Y tiene razón. ¿Mas para qué dejó que el muchacho fuese a Madrid donde todo es corruptela y picardía? —dijo un personaje a quien todos oían con respeto, y que era, si nuestras noticias no son falsas, el boticario del lugar—. Pero esto pasa a todos los muchachos que no tienen padre, o mejor, a aquellos que han nacido del pecado y de unión nefanda, como ese diablillo de Salvador Monsalud, que no se sabe de qué tronco vino, ni de cuál cepa sacó doña Fermina este mal sarmiento.

El jurado se detuvo ante una casa de aspecto humilde, en cuya puerta no se veía persona alguna. Miró a las ventanas, y las vio cerradas. Un gallo cantaba dentro, y dos o tres gallinas salieron a la calle sacudiendo sus plumas y picoteando el suelo, no tardando en aparecer tras ellas el gallardo esposo. Poco después un gato asomó por la puerta entreabierta y se detuvo sobre el umbral, relamiéndose con placentera satisfacción los largos bigotes. El joven contempló un instante con interés profundo a aquellos seres, y se acercó para entrar, desalojando al gato, que asustado corrió hacia dentro. Las gallinas y el gallo, sobresaltándose también y cambiando algunas cacareadas frases, huyeron por la calle adelante.

Monsalud se asomó por el hueco de la entornada puerta. La emoción de su alma era tan viva que le temblaban las manos al ponerlas sobre las viejas tablas y los mohosos clavos; apenas podía sostenerse en pie a causa del desmayo de su cuerpo y de la flojedad nerviosa que experimentaba. Miró hacia dentro: veíase un patio pequeño y en el fondo una habitación oscura dentro de la cual se distinguían los maderos de un telar. Monsalud contempló durante un rato aquel humilde interior, y copiosas lágrimas se agolparon a sus ojos.

De repente una mujer de edad madura apareció en la habitación del telar, moviendo los trastos de un lado para otro y barriendo después. Volvíase de vez en cuando hacia un sitio donde debía de estar otra persona con quien hablaba, a juzgar por sus gestos expresivos. Junto a la mujer apareció luego un perro, que saltando y enredando entre sus pies la estorbaba en su faena, recibiendo un ligero escobazo que lo decidió a salir al patio.

Salvador, que se había detenido en la puerta para gozar en silencio y a solas por un instante del inefable sentimiento que llenaba su alma y para regocijar su imaginación con la idea del contento que su madre recibiría al verle, no pudo por más tiempo refrenar su impaciencia y empujó suavemente la puerta.

—No me espera —dijo para sí oprimiéndose el corazón que parecía querer saltársele del pecho—. ¡La pobrecita se sorprenderá y se alegrará tanto…! Este momento vale por todas las pesadumbres que ha padecido durante mi ausencia.

La puerta rechinó, y el perro fue saltando y gruñendo amorosamente al encuentro de Salvador. Este se precipitó en el interior de la casa. Doña Fermina mirando hacia el patio muy sobresaltada, vio al joven que hacia ella corría con los brazos abiertos, diciendo: «¡Madre, madre, aquí estoy!». La buena mujer abalanzose a recibirle con expresión de frenético contento; mas al tocarle con sus manos y al verle casi en sus brazos, su semblante se alteró de súbito, lanzó una exclamación de espanto, y cerrando los ojos y echando la cabeza atrás, cual si descargase sobre ella el rayo de instantánea muerte, cayó sin sentido al suelo. Sus labios contraídos apenas pronunciaron esta frase, empezada con ardiente cariño y concluida con terror:

—¡Hijo mío!… ¡¡francés!!

- VIII -

El militar, aturdido por tan inesperado como funesto accidente y no comprendiendo bien lo que había oído, creyó que la excesiva alegría la había desconcertado; mas antes de acudir a los remedios que el paroxismo reclamaba, hincose en tierra, y besando y abrazando a su madre, la llamó con los nombres más tiernos y afectuosos, seguro de que su voz la despertaría. Salvador no había visto aún a otra mujer que en la estancia estaba: era una vieja flaca y amarillenta, de ojos ardientes y vivos como ascuas, descarnadas y picudas manos, una de las cuales oprimía el puño de un bastón negro, mientras la otra se alzaba acompasadamente a la altura de la cara, para servir de signo visible y movible a su extraño lenguaje. No la vio Monsalud hasta que se acercó a él, y poniéndole los cinco amarillos palitroques de su mano sobre la pechera del uniforme, le dijo con terrible ironía:

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