El equipaje del rey José (3 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

—¡Piedad, señor mío! —dijo Bragas deteniéndose ante su amigo y haciendo grotescos gestos—. Está Vd. enamorado o lo que es lo mismo, imbécil, y los imbéciles suelen ser graciosos.

—Bragas, eres una bestia —dijo el soldado—. Para ti no hay más vida que el forraje que te echan todos los días en casa de tu patrón D. Mauro Requejo. Siento tener por amigo una bestia; pero en fin eres un buen muchacho: tu solo defecto es que coceas de vez en cuando.

—Pero jamás he llevado sobre mí la albarda del enamoramiento. Ven acá, hombre sin seso, ¿de quién estás enamorado? De Generosa. ¿La ves acaso? ¿No está a cien leguas de donde tú estás? ¿No te dijo su abuelo que jamás casarías con ella por ser tú un triste pelón y tener tus arcas rasas, lisas y mondas como fondo de mortero de piedra? De modo que estás queriendo a una sombra, a un imposible, a una ilusión, a una telaraña; justo, esa es la palabra, a una telaraña.

—Juan —repuso Monsalud—, al oírte me confirmo en que eres un saco de carne, con dos agujeros que llaman ojos, para ver lo que se le pone delante, y boca y barriga para comer y llenarse de bazofia todos los días. Cada hombre tiene su destino en el mundo: el tuyo ya sabemos cuál es.

—Y el tuyo lo veo yo clarito también: holgazanear, mirar a las estrellas cuando las hay, taconear por las calles para llamar la atención de las costureras que pasan, no tener qué comer y ser toda la vida un señoritico cañihueco y hambrón.

—Pues mira, a veces se me ha ocurrido, amigo Bragas, que yo sería mucho más feliz si fuese como tú, es decir, un saco con sentidos. Pienso muchas veces en mi porvenir y digo: «Quién sabe, ¡vive Dios! si esto que pienso será una mentira, una cosa vana y disparatada». Todos los jóvenes hacemos nuestros cálculos para lo porvenir, Juan, y los míos son un poco extraños y fuera de lo común. A mí se me ha puesto en la cabeza que para levantarse todos los días, comer, dormir la siesta, pasear, cenar y meterse en la cama, no valía la pena de que hubiésemos nacido. Más vale ser un puñado de polvo que los vientos se llevan y desparraman por todas partes. O yo no he de valer nada o he de vivir de otra manera. Soy un ignorante; sé poco de las cosas del mundo; mas por lo poco que sé, comprendo que hay muchos trabajos admirables en que el hombre se puede emplear. Digan lo que quieran, el mundo no marcha bien.

—Pues yo creo que marcha admirablemente —dijo Bragas riendo—. ¿También quieres enmendar la obra de Dios?

—No digo tal: quiero decir que esto no va bien; no sé si me explico. Si tú tuvieras siquiera un pedazo de alma, tendrías las inquietudes y los deseos que yo tengo, y estarías enamorado como yo lo estoy. Es un padecimiento; pero no puedes formarte idea de que se te quita este padecimiento, sino haciéndote cargo de que estás muerto. Vivir curado del mal de amores es cosa que la mente no puede concebir, Braguitas.

—Dime, Salvador —indicó el covachuelo con ademán festivo—, ¿piensas seguir así?… Te juro que vas a hacer bonitísima carrera. Por ese camino de los amorosos sufrimientos y del suspirar y escupir sangre se va a general en poco tiempo.

—¿Y quién te ha dicho que yo quiero ser general en dos palotadas?… Lo que digo es que yo seré alguna cosa que meta ruido.

—Siendo militar y tambor, en efecto puedes meter mucho ruido.

—Allá lo veremos… ¿Y tú qué piensas ser?

—¿Yo? Dificilillo es anunciarlo desde ahora, Sr. Monsalud; pero no me quedaré de monago. Sepa usía que en el fondo de mi baúl tengo siete duros.

—¿Y qué haces que no pones un buen comercio o un segundo Banco de San Carlos?

—Por poco se empieza. Yo sacaré el pie del lodo, Sr. Monsalud. Y no me pidas prestados los siete duros, porque más fácil será que saques un alma del Infierno que sacar mis soles del fondo del arca donde los guardo. Como no me he de enamorar, ni siento comezón de echarme vinagrillo de los Siete Ladrones en el pañuelo, allí se estarán hasta que vayan otros tantos a hacerles compañía. Conque perdone por Dios, hermano, que no tenemos suelto.

—Bien sabes que nunca te he pedido nada.

—Pero pudiera ocurrírsete cualquier día, Salvador. Tú vas sacando malas mañas… Ahora que te vas al Norte, asistirás a alguna batalla… Como no faltará algún pueblo que entrar a saco, mucho ojo, amiguito, y mete mano.

—Descuida, soy buen amigo: si después de una batalla, se reparte botín y me toca algo, te lo mandaré.

—Hombre, no es mala idea… Pero si te tocase alguna herida o descalabradura, puedes quedarte con ella.

—Oye, Juanillo —replicó vivamente Monsalud—, ¿no dices que tu mayor gusto consistiría en ser ministro del Rey para tener mucho dinero y hacer mucho bien y llenarte de gloria y morir honrado y bendecido?

—Sí.

—Pues te guardas el dinero, ¿eh?… y la gloria, la honra y las bendiciones me las mandas.

- III -

Así pensando y discutiendo, a veces riñendo y regalándose el uno al otro palabras un poco fuertes; haciendo luego las paces para prometerse amistad invariable, dieron nuestros dos amigos la vuelta del Retiro, y cuando tornaban a Madrid por la calle de Alcalá, vieron que discurría de arriba abajo mucha gente, y que contraviniendo las disposiciones de la policía francesa, en todas partes se formaban grupos. Pedíanse las personas unas a otras las noticias arrebatándoselas de la boca y comentándolas para soltarlas luego desfiguradas. Cuál aseguraba saber mucho, cuál ignorándolo todo se hacía repetir hasta tres veces la misma noticia. Todos los madrileños parecían sorprendidos, y los más, alegres.

Al punto pararon mientes Monsalud y Bragas en aquella estupenda novedad de los corrillos y de la animación que se repetía, a pesar del gobierno, siempre que llegaban noticias de alguna batalla. Deseosos de conocer la verdad de lo que ocurría, husmearon en varios grupos, mas no viendo caras conocidas en ninguno de ellos, no se atrevieron a meter su cucharada y se contentaron con algunas palabras sueltas. Pero hacia las Baronesas, creyó Bragas oír la voz de D. Gil Carrascosa, abate antaño, y por entonces covachuelista en la misma covachuela del covachuelo mancebo. Acercáronse y vieron que el licenciado Lobo venía a su encuentro, juntamente con D. Mauro Requejo y el Sr. D. Bartolomé Canencia. Fundiéronse todos en el grupo, a punto que Carrascosa decía:

—Mañana salen de Madrid los franceses. Parece que ahora va de veras, señores patriotas, y que no volverán más. El Rey José está muy apretado y no puede pasar, según dicen, de la línea del Ebro. Aquí no quedará un solo francés, ni un solo jurado, ni un solo polizonte, ni un solo jacobino. Respira, ¡oh patria!

—La verdad —dijo D. Lino Paniagua, que también era de los presentes— es que Wellington se ha movido.

—Y como también se ha movido el cuarto ejército que manda Castaños… Parece que quieren cerrar a los franceses el paso de Burgos y Vitoria.

—¡Admirable plan! —exclamó Lobo—. ¡Cerrar el paso! nada más claro. El cuarto ejército estaba en todas partes como perejil mal sembrado. Castaños en Extremadura con una división, Porlier y Losada en Galicia con otra, Morillo en Asturias, Mina en Vizcaya. Lord Wellington que desde Fregeneda ponía su lente en todo, les ha mandado adelantarse. Uno viene por aquí, otro por allá, con tan admirable concierto y arte como las piezas de un reloj que ordenadamente van caminando sin estorbarse una a otra. El francés que con la cholla cargada de vapores viníferos, se duerme en Valladolid, en Segovia, en Madrid y en Zaragoza, no ve el nublado, hasta que le cae encima. Se asusta, llama a
Farfulla I
en su ayuda, pero
Farfulla I
después de la campaña de Rusia no está para fiestas, y héteme al rey José en campaña. Él había dicho como los castellanos: «Vino puro y ajo crudo, hacen al hombre agudo…» pero en buena se ha metido… ¡Grandes batallas se preparan! Todo esto, amigos míos, lo barruntaba yo; se necesita no tener un solo grano de sal en la mollera para comprender que hallándose el
lord
en Fregeneda, Longa y Mina en el Norte, Morillo en Asturias, y Carlos España en el Bierzo, pues… yo lo veo claro como el agua.

—Y yo turbio como el cieno —dijo Canencia, con filosófico desdén—. ¡Una batalla más! Rousseau ha dicho que las verdaderas batallas son las que ganan la sabiduría contra la ignorancia de la corrompida humanidad.

No tardó en pasar el padre Salmón, que con el padre Ximénez de Azofra y el marqués de Porreño, regresaba a su convento, y pegándose al grupo hizo varias preguntas.

—Eso ya lo sabíamos… que se va toda la canalla mañana temprano… ¿Pero y de los ejércitos, qué se dice?

—A mí se me figura —dijo con gravedad el marqués de Porreño— se me figura… es idea mía… puede que me equivoque, pero juraría…

—¿Qué?

—Que el
lord
se ha movido.

—Eso no tiene duda —repuso Lobo dignándose repetir el plan de campaña con que poco antes había demostrado su perspicacia estratégica.

Y al poco rato partieron en distintas direcciones. Acompañaron al señor marqués los dos reverendos, y recibidos por la interesante familia de este, Salmón exclamó:

—¡Gran bomba, señores! El
lord
se ha movido.

—¡Y mañana salen de aquí todos los franceses!

—¡Benditos sean los designios de la divina Providencia! —dijo la hermana del marqués.

—¡Wellington se ha movido! —repitió el mercenario, mirando a diestra y siniestra por ver si se vislumbraban en el horizonte lejanos signos de soconusco—, y juntamente con Mina y Morillo viene sobre Madrid.

—¡Jesús! ¡Sobre Madrid!

—Así lo han dicho. Parece que da la vuelta por el Duero, que está como Vd. sabe en Tordesillas. Y como Castaños pasa de Extremadura a Asturias, con el sétimo cuerpo, digo, con el octavo o con el duodécimo… en junto unos cuatrocientos mil hombres.

Poco después la hija del marqués de Porreño iba a casa de Sanahúja, donde ya sabían la noticia, gracias a don Lino Paniagua, y decía:

—Lo menos setecientos mil hombres dicen que trae
Vellinton
.

Conviene advertir que casi todos los españoles pronunciaban el nombre del general inglés como acabamos de escribirlo. Algunos lo modificaban diciendo
Velliztón
, acentuando la última sílaba, lo mismo que decían
Stapletón Cotón
; pero esto no hace al caso, y siga nuestro cuento. El conde de Rumblar, que a la sazón hallábase en casa de Sanahúja, partió como un rayo, y en la Puerta del Sol topó con José Marchena, a quien dijo que José iba sobre Fregeneda y que el duque de Ciudad Rodrigo estaba en Valladolid… Poco después D. Narciso Pluma, que esto oyera y otras muchas estupendas cosas que había oído poco antes, las revolvió todas, haciendo la más chistosa ensalada que puede imaginarse, y entró en casa de Porreño, donde sostuvo que se estaba dando una batalla junto al Duero entre D. Pablo Morillo con doce mil hombres, y el rey José con setecientos mil…

Repitámoslo, sí. ¡Entonces no había periódicos!

- IV -

Cuando se disolvió el grupo los dos jóvenes siguieron su camino.

—Vamos a casa de mi tío —dijo Monsalud—, a ver qué piensa de estas cosas. Ya anochece; apretemos el paso… ¿No te parece que los habitantes de la villa están un poco alborotados?

—¡Salen los franceses!… ¡Un cambio de gobierno! —murmuró Bragas intranquilo—. Ahora todos los que han sido empleados durante el gobierno intruso…

—A la calle, amigo. ¡Pues no es poca afrenta la que tienen encima. Haber servido al intruso!… ¡Oh, vilipendio!

—Pero yo soy español, muy español. Detesto a los franceses.

—Ahora que se van es muy cómodo decir eso. Yo, Sr. Juan, no les tengo rencor. Con ellos he servido, con ellos voy.

—Entonces dirás: «¡Viva Napoleón!».

—No diré ni que viva ni que muera, porque yo no he de matar ni he de resucitar a nadie. Me alegraré de que sea rey de España Fernando VII… Ya sabes por qué he servido a José: me moría de hambre y acepté sus banderas. Tal vez hice mal, pero las juré y tras ellas voy a donde me lleven. Eso de gritar hoy
Bonaparte
y mañana
Fernando
, como hacen muchos, no entra en mi sistema. Sirvo a José sin entusiasmo; pero con lealtad.

—¡José, José —exclamó Bragas alzando la voz—, es un borracho! No se tiene lealtad con los borrachos.

—A ti y a mí nos ha dado de comer. Los dos nos encontrábamos en Madrid bastante perdidos y derrotados. Mi tío me colocó en el regimiento de jurados, lo que fue muy fácil, porque nadie quería entrar en él. Tu colocación parecía más difícil; pero tanto lloraste y gimoteaste ante el conde de Cabarrús, que el buen señor, considerando que eres hijo de su criado, diote a roer ese hueso de la covachuela. Para conseguirlo, te fingiste entusiasmado con el fraternal gobierno de Bonaparte, ¡y qué memoriales le echabas!… ¡cuántas resmas embadurnaste con lamentos y suspiros!… Para que todo no fuera música y palabrillas vanas, te aplicaste el oficio de dar vítores y palmadas en la calle siempre que el Rey pasaba, y gritar «
¡Mueran los madripáparos!
».

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