El faro del fin del mundo (13 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras,Clásico

—Desde luego es lo que prefieren —contestó Vázquez—. De todo eso había en la caverna, y para ello preciso era que los barcos perdidos en el litoral llevasen a bordo una cierta cantidad de materias preciosas. Así es que la goleta debe tener ahora en la bodega un cargamento de gran valor.

—Comprendo que tengan mucho interés en ponerlo pronto en seguridad. ¡Pero tal vez no lo consigan…!

—Será preciso que se mantenga este temporal una quincena todavía —objetó Vázquez. —Si encontráramos un medio… John Davis no acabó su pensamiento. ¿Cómo impedir que la goleta saliese de la bahía en cuanto la tempestad rindiese sus furores y el mar tornase a la calma?

En ese momento, los bandidos abandonaron esta mitad del barco, dirigiéndose hacia la otra mitad, en la punta misma del cabo.

Desde el lugar donde estaban Vázquez y John Davis podían verlos todavía, aunque de más lejos.

La marea bajaba, y aunque rechazada por el viento, descubríase gran parte de los arrecifes. Era, pues, bastante fácil poder llegar a esta parte del casco del Century.

Se introdujeron en él Kongre y dos o tres de los suyos.

Según la opinión de Davis, en aquella parte debían quedar intactas algunas provisiones.

Efectivamente, los bandidos sacaron cajas de conservas y barriles, dirigiéndose por la playa a la chalupa.

Las pesquisas continuaron todavía durante dos horas; luego, Carcante y dos de sus compañeros, provistos de hachas, volvieron a dirigirse hacia el barco. —¿Qué pretenden todavía esos bandidos? —preguntó Vázquez—. ¿Es que el barco no está bastante demolido? ¿Por qué diablos quieren acabar con él?

—Adivino lo que quieren —contestó John Davis—; que no quede nada de su nombre ni de su nacionalidad; que no se sepa nunca que el Century se ha perdido en los parajes del Atlántico.

John Davis no se había equivocado. Pocos momentos después, Kongre salía con el pabellón americano, encontrado en el camarote del capitán, y lo iba desgarrando en mil pedazos.

—¡Ah, canalla! —exclamó John Davis— ¡La bandera… la bandera de mi país!…

Apenas si Vázquez tuvo tiempo de retenerle por el brazo, en el momento en que, fuera de sí, iba a lanzarse a la playa.

Terminado el pillaje, y completamente llena la chalupa, Kongre y Garante remontaron hacia el pie del acantilado, pasando dos o tres veces delante de la gruta donde se ocultaban Vázquez y John Davis, que pudieron oír que decían: —¿No será posible salir mañana? —Mañana no; pero no creo que este mal tiempo dure muchos días.

—Y no habremos perdido el retraso.

—Sin duda, pero yo esperaba encontrar algo más en un americano de este tonelaje. El último barco que hicimos naufragar nos ha valido cincuenta mil dólares.

—Los naufragios se suceden, pero no se parecen —respondió Carcante con filosofía—. Ahora hemos dado con gente de poco más o menos: he aquí todo.

Exasperado John Davis, había tomado un revólver, y en un irreflexivo movimiento de cólera hubiera roto la cabeza al jefe de la banda, si Vázquez no lo hubiera evitado.

—Sí, tiene usted razón —reconoció John Davis—; pero no puedo hacerme a la idea que esos miserables queden impunes. Y, sin embarco, si la goleta lograra salir de la isla, ¿dónde encontrarla…? ¿Dónde perseguirla?

—El temporal no lleva trazas de amainar-observó Vázquez. —Si el viento persiste, continuará el fuerte oleaje durante algunos días…, y no saldrá de la bahía, créame usted.

—Sí, Vázquez; pero, ¿no me ha dicho usted que el «aviso» no llegará hasta los primeros días del mes próximo?

—Tal vez llegue antes, Davis, ¡quién sabe!…

—¡Dios lo quiera, Vázquez, Dios lo Quiera!

Era evidente que la tormenta no perdía nada de su violencia, y en aquella latitud, aun en verano, esas turbulencias atmosféricas suelen durar una quincena.

Pero, en fin, era de temer que si se producía una calma, por breve que fuera, la goleta la aprovecharía para hacerse a la mar.

Serian las cuatro de la tarde cuando Kongre y sus compañeros reembarcaron. Izada la vela, la chalupa desapareció en pocos minutos, siguiendo la orilla norte de la bahía.

Al llegar la noche se acentuaron las ráfagas. Nubes procedentes del sur descargaron una lluvia fría, torrencial.

Vázquez y John Davis no pudieron dejar la gruta. El frío era bastante vivo y tuvieron que hacer lumbre para contrarrestarlo.

El litoral estaba desierto, la oscuridad profundísima y nada tenían que temer.

La noche fue horrible. El mar batía furiosamente en el acantilado.

Del casco del Century no quedaba más que restos esparcidos por la playa y entre las rocas.

¿Había llegado el temporal a su máximum de intensidad? Era lo que Vázquez y su compañero se apresuraron a observar en cuanto hubo amanecido.

Imposible imaginar una revolución más formidable de los elementos desencadenados. El agua del cielo se confundía con la del mar, y continuó diluviando todo el día y toda la siguiente noche.

Durante cuarenta y ocho horas ningún barco apareció a la vista de la isla, y se comprende que procuraran apartarse de aquellas peligrosas costas, batidas directamente por la tempestad.

No era, seguramente, en el estrecho de Magallanes ni en el de Lemaire donde hubieran encontrado refugio contra las embestidas de semejante huracán. La salvación para ellas era la huida por la libre extensión del mar.

Afortunadamente, la cuestión de las subsistencias no debía preocupar a Vázquez ni a su compañero. Con las conservas que procedían del Century tendrían para más de un mes. Para entonces, el Santa Fe habría fondeado en la bahía de Elgor, pues el temporal ya no impediría que el «aviso» se aproximara sin temor alguno al cabo San Juan.

Este era el tema de todas sus conversaciones.

—Que el temporal dure lo bastante para impedir que salga la goleta y que amaine para permitir arribar al Santa Fe; esto es lo que hace falta —decía Vázquez con la mayor ingenuidad.

—¡Ah! —contestaba John Davis— si dispusiéramos del mar y del viento, otro gallo nos cantaría.

Pero eso no pertenece más que a Dios.

—El no permitirá que estos miserables escapen al castigo que merecen sus crímenes —afirmaba John Davis, apropiándose los términos que Vázquez empleara anteriormente.

Como los dos sentían el mismo odio y la misma sed de venganza, estaban imbuidos de un mismo pensamiento.

El 21 y el 22, la situación no varió sensiblemente. Hubo un momento en que el viento mostró tendencias hacia el nordeste; pero al cabo de una hora volvió contra la isla con todo el cortejo de sus espantosas ráfagas huracanadas.

Dicho se está que ni Kongre ni ninguno de los suyos volvió a aparecer. Indudablemente, estaban ocupados en preservar a la goleta de toda avería en aquella caleta que la marea, engrosada por el huracán, debía llenar hasta desbordarla.

En la mañana del 23, las condiciones atmosféricas mejoraron un poco. Después de alguna indecisión, el viento parecía fijarse al nortenordeste. Cesó la lluvia, y aunque el viento continuaba soplando violentamente, el cielo iba despejándose poco a poco. Las olas no dejaban de batir con furia, y la entrada de la bahía continuaba impracticable. La coleta no podría zarpar seguramente aquel día.

Kongre y Carcante tal vez aprovecharían la relativa calma para volver al cabo San Juan para observar el estado del mar.

Sin embargo, John Davis y Vázquez se arriesgaron fuera de la gruta, de donde no salían hacia cuarenta y ocho horas.

—¿Cederá el viento? —preguntó Vázquez.

—Mucho me lo temo —contestó John Davis, a quien su instinto de marino no engañaba—. ¡Nos harían falta diez días más de temporal!; ¡diez días!… y no los tendremos.

Con los brazos cruzados observó atentamente el mar y el cielo,

Después echó a andar detrás de Vázquez.

De pronto su pie tropezó con un objeto medio enterrado en la arena, cerca de una roca, y que al choque despidió un ruido metálico… Al bajarse reconoció la caja que encerraba la pólvora de a bordo para los dos cañones de a cuatro que el Century empleaba para sus señales.

—¡Ah!… ¡Si pudiéramos darle fuego a la cala de la goleta que ha de llevarse a esos bandidos!…

—No hay que pensar en ello —contestó Vázquez, sacudiendo la cabeza—. No obstante, cuando volvamos abarraré la caja y la llevaré a la gruta.

Continuaron bajando hacia la playa, sin poder llegar a la punta del cabo, porque el mar batía allí furiosamente. Cuando estuvieron cerca de los arrecifes, Vázquez descubrió entre dos rocas uno de los cañoncitos, que había rodado hasta allí cuando el naufragio del Century. Algunos pasos más allá había algunas balas, que las olas empujaron tierra adentro.

—¡Lástima que no podamos aprovechar todo esto! —dijo John Davis.

—¡Quién sabe! —repuso Vázquez—. Debemos cargar este cañón por si se nos presenta oportunidad de servirnos de la pieza. —Lo dudo. —¿Por qué? Puesto que el faro está apagado, si se presenta de noche un barco en condiciones del Century, podríamos advertirle a cañonazos la proximidad de la costa.

John Davis miró a su compañero con gran fijeza. Parecía como que un pensamiento extraordinario atravesaba su mente, y se limitó a contestar:

—¿Eso es lo que a usted se le ocurre, Vázquez;?

—Sí, Davis, y no creo que sea descabellado. Seguramente que las detonaciones delatarán nuestra existencia en la isla; los bandidos harán todo lo posible por descubrirnos, y acaso nos cueste la vida. Pero, ¡cuántas habremos salvado a cambio de la nuestra! Y, de todos modos, habremos cumplido con nuestro deber.

—¡Hay otra, manera de cumplir nuestro deber! —murmuró John Davis, sin ser más explícito.

Sin embargo, no hizo más objeciones, y, conforme al parecer de Vázquez, el cañoncito fue arrastrado hasta la gruta; luego transportaron el afuste, las balas y la caja de pólvora. Este trabajo fue muy penoso y exigió mucho tiempo. Cuando Vázquez y John Davis se pusieron a almorzar, la altura de sol indicaba que eran las diez de la mañana próximamente. Apenas habían desaparecido, Kongre, Carcante y el carpintero Vargas daban la vuelta al ángulo del acantilado. Habían hecho el camino a pie, porque embarcados en la chalupa hubiera sido muy penoso.

Como lo había presentido Vázquez, los bandidos iban al cabo a observar el estado del mar. Seguramente se darían cuenta que la goleta corría grandes peligros saliendo de la bahía.

Así lo reconocieron Kongre y Carcante. Situados cerca del lugar del siniestro del Century, del que no quedaban más que algunos restos, apenas podían mantenerse contra el viento. Hablaban con animación, gesticulaban, mostrando con la mano el horizonte, y retrocedían cuando una ola grande y encrespada amenazaba anegarles.

Vázquez y su compañero no les perdieron de vista durante la media l hora que pasaron observando la entrada de la bahía. Al fin se fueron hacia el faro.

—Ya se han ido —dijo Vázquez—. Aún volverán esos canallas a observar el mar. John Davis movió la cabeza con aire contristado. No le cabía duda que el temporal cesaría antes de las cuarenta y ocho horas. El oleaje, y aunque no completamente calmado, permitiría a la goleta doblar el cabo San Juan. Aquel día, Vázquez y Davis lo pasaron casi todo en el litoral. Se acentuaba la modificación del estado atmosférico.

Al anochecer, Vázquez y Davis entraron en la gruta y satisficieron su apetito con galleta, carne fiambre y agua mezclada con brandy. Luego, Vázquez se dispuso a dormir bajo su manta.

—Antes que se duerma usted, hágame el favor de escucharme una proposición —le dijo Davis. —Hable, usted.— Vázquez, le debo a usted la vida, y no pienso hacer nada que no merezca su aprobación. He aquí una idea que se me ha ocurrido. Examínela usted y deme su opinión, sin preocuparse de la mía. —Le escucho a usted, Davis. —El tiempo cambia, el temporal toca a su fin; el mar estará tranquilo muy en breve. Espero que la goleta habrá desaparecido antes de cuarenta y ocho horas.

—Desgraciadamente, es así —repuso Vázquez, completando su pensamiento con un gesto que significaba: «¡No podemos hacer nada!» John Davis repuso: —Si, antes de dos días habrán salido de la bahía; la goleta habrá doblado el cabo y desaparecerá en el oeste, y les camaradas de usted, mi capitán y mis compañeros del Century no serán vengados.

Vázquez había bajado la cabeza; luego levantó la vista y miró a John Davis, cuyo rostro estaba iluminado por los últimos resplandores del fuego.

Este continuó:

—Una sola eventualidad podría impedir la salida de la goleta, o al menos retenerla hasta la llegada del «aviso»: una avería que la obligase a volver al fondeadero. Pues bien, tenemos un cañón, pólvora y proyectiles… Montemos el cañón sobre su afuste en la punta del acantilado; carguémosle, y cuando pase la goleta disparemos sobre ella. Es posible que no podamos echarla a pique, pero la tripulación no se aventurará a una larga navegación con una nueva avería. Los miserables no tendrán más remedio que volver al fondeadero para repararla… Será preciso desembarcar la carga… Esto exigirá toda una semana, y entre tanto, el Santa Fe.… John Davis se calló; había asido la mano de su compañero y la oprimía.

Sin vacilar, Vázquez le contestó con una sola palabra: —¡Convenido!

IV. Al salir de la bahía

En la mañana del 25 de febrero, el viento se había aplacado y eran manifiestos los síntomas de tiempo bonancible.

Aquel día decidieron los piratas hacerse a la mar con la goleta, y Kongre hizo sus preparativos para zarpar por la tarde. Era de creer que a esa hora el sol habría ya disipado la niebla, y la marea descendente favorecería la salida. La goleta llegaría a la altura del cabo San Juan hacia las siete y el largo crepúsculo de aquellas latitudes le permitiría doblarlo antes de anochecer.

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