—Esto va bien —dijo Carcante a Kongre, cerca del cual estaba a proa.
—Y luego irá mejor —respondió Kongre.
Felipe y Moriz prepararon la chalupa para ir a bordo de la goleta.
Vázquez estaba de servicio en la cámara de cuarto.
En el momento en que echaban el ancla, Moriz y Felipe saltaban sobre el puente de la goleta.
Inmediatamente, a una señal de Kongre, el primero recibía un hachazo en la cabeza. Simultáneamente, dos balas de revólver abatían a Felipe al lado de su camarada. En un momento los dos habían caído para no levantarse.
A través de una de las ventanas de la cámara de cuarto, Vázquez había oído los disparos y visto el trágico fin de sus camaradas. Ya sabía la suerte que le esperaba si caía en poder de aquellos criminales. No había que esperar nada de estos asesinos. ¡Pobre Felipe, pobre Moriz!… Nada había podido hacer para salvarlos… Y permanecía allí en lo alto, espantado del horrible crimen tan rápidamente perpetrado.
Después del primer momento de estupor, Vázquez recobró su sangre fría y se dio rápidamente cuenta de la situación. Necesitaba a toda costa no caer en manos de estos miserables. Tal vez ignorarían su existencia, pero era de suponer que una vez terminadas las maniobras de a bordo, algunos de ellos saltarían a tierra y se les ocurriría subir al faro, tal vez con la intención de apagarlo, para hacer la bahía impracticable durante la noche.
Sin titubear, Vázquez dejó la cámara de cuarto y se precipitó por la escalera en las habitaciones del piso bajo.
No había un instante que perder. Se oía ya el ruido de la chalupa, conduciendo a tierra algunos hombres de la tripulación.
Vázquez tomó dos revólveres, que puso en el cinto; metió algunas provisiones en un saco, que se echó a la espalda; salió del faro, descendió rápidamente por el talud, y sin haber sido advertida desapareció en la oscuridad.
¡Qué horrible noche iba a pasar el desgraciado Vázquez en aquella situación! Sus infortunados camaradas asesinados, arrojados después por la borda, los cadáveres de los cuales arrastraría el reflujo hacia el mar. No pensaba que, si no hubiera estado de guardia en el faro, su suerte hubiera sido la misma. Pensaba únicamente en los amigos que acababa de perder.
—¡Pobre Moriz, pobre Felipe! —decía él—; habían ido a ofrecer, con toda confianza, sus servicios a los miserables que contestaron con tiros de revólver… ¡Ya no les volvería a ver… ya no volverían a contemplar su país ni su familia!… Y la mujer de Moriz, que le esperaba dentro de dos meses, ¡qué horrible dolor cuando supiera su muerte!…
Vázquez estaba aterrado. Era una sincera afección la que experimentaba por sus dos subordinados… ¡Les trataba hacia tantos años! Por sus consejos habían sido destinados al servicio del faro, y ahora se encontraba solo… ¡solo!…
¿Pero de dónde venía aquella goleta y qué tripulación de bandidos llevaba a bordo? ¿Bajo qué pabellón navegaba y por qué aquella escala en la bahía Elgor? ¿Por qué apenas desembarcados habían apagado el faro? ¿Querrían impedir el acceso a la bahía de algún barco que les fuera persiguiendo?
Estas preguntas embargaban el espíritu de Vázquez, sin que pudiera darles contestación. No le importaba el peligro que corría. Y, sin embargo, los malhechores no tardarían en comprobar que en el faro había tres torreros… ¿Se pondrían entonces en busca del tercero? ¿Acabarían por descubrirle?
Desde el lugar donde se había refugiado, a menos de doscientos pasos de la caleta, Vázquez veía moverse las luces de a bordo y los faroles de los bandidos, que iban de un lado a otro por el faro. Hasta oía a aquella gente hablar en alta voz en su propia lengua. ¿Eran, pues, compatriotas, chilenos, peruanos, bolivianos, mexicanos?…
A las diez, aproximadamente, se extinguieron las luces y ningún ruido turbó el silencio de la noche.
Sin embargo, Vázquez no podría permanecer en aquel sitio. Cuando amaneciese seria descubierto, y ya sabia la suerte que le esperaba si no lograba ponerse fuera del alcance de aquellos criminales.
¿Hacia qué lado dirigiría sus pasos? Tal vez en el interior de la isla se encontrara más en seguridad; pero si ganaba la entrada de la bahía, tal vez pudiera recogerle algún barco que pasara cercano a la costa. Pero bien fuera en el interior o en el litoral, ¿cómo asegurar su existencia hasta el día en que llegase el relevo? Sus provisiones se agotarían bien pronto, antes de cuarenta y ocho horas. ¿Cómo renovarlas? No tenía con qué pescar, ni medio alguno para encender lumbre. Se vería, por lo tanto, precisado a vivir exclusivamente de moluscos.
Su energía acabó por sobreponerse a la situación. Era necesario adoptar un partido, y lo adoptó inmediatamente. Este fue ganar el litoral del cabo San Juan para pasar allí la noche. Cuando amaneciera, ya vería qué resolución tomar.
Vázquez dejó el lugar desde donde observaba la goleta. No se oía ni el más leve ruido. Sin duda, los malhechores se consideraban completamente seguros en la caleta y no habían establecido guardia a bordo.
Vázquez siguió la orilla norte, a lo largo del acantilado. No se oía más que el rumor de la marea descendente, y de vez en cuando el grito de algún pájaro retrasado que se refugiaba en el nido.
Eran las once cuando Vázquez se detuvo en la extremidad del cabo. Allí, sobre la playa, no encontró otro abrigo que una estrecha concavidad, donde permaneció hasta el amanecer.
Antes que el sol hubiese iluminado el horizonte, Vázquez descendió hasta la orilla y miró si alguien venía de la parte del faro.
Todo el litoral estaba desierto. No se mostraba ninguna embarcación, aunque la tripulación de la Maule tuviera dos a su disposición: el bote de la goleta y la chalupa afecta al servicio del faro.
Ningún barco aparecía en alta mar.
Vázquez pensó cuan peligrosa sería la navegación en aquellos parajes, ahora que el faro no funcionaba. Los barcos no podrían fijar su posición. En la esperanza de la luz del faro harían rumbo al oeste con toda tranquilidad, sin sospechar el riesgo de estrellarse en la terrible costa comprendida entre el cabo San Juan y la punta Several.
—Esos miserables han apagado el faro —exclamó Vázquez—; y puesto que les interesa que no alumbre, seguramente no volverán a encenderlo más.
Era, efectivamente, una circunstancia muy grave la extinción del faro, y tendiente a provocar los siniestros, de los que los malhechores podrían aprovecharse todavía durante su escala.
Vázquez, sentado en una roca, reflexionaba todo lo que habla pasado la víspera. Miraba también si la corriente arrastraba los cuerpos de sus infortunados camaradas. No, el reflujo había hecho ya su obra, y los pobres cuerpos dormían ya su eterno sueño en las profundidades del mar.
La situación se le ofrecía en toda su espantosa realidad. ¿Qué podía hacer? Nada; nada más que esperar el regreso del Santa Fe. Pero faltaban todavía dos meses largos para que el «aviso» se presentara en la entrada de la bahía. Aun admitiendo que Vázquez lograse sustraerse a las investigaciones de los criminales, ¿cómo iba a proveer a su subsistencia? Un abrigo lo encontrarla en cualquier parte, puesto que el estío duraría hasta la época del relevo. Pero si hubiese sido en pleno invierno, Vázquez no hubiera podido resistir los rigores de la temperatura, que hacía descender el termómetro a 30 y 40 grados bajo cero. Hubiérase muerto de frío antes que de hambre.
Vázquez se puso inmediatamente en busca de un refugio. Los piratas sabían ya seguramente que eran tres los torreros del faro, y no había duda que tratarían de apoderarse a toda costa del que se les había escapado, y no tardarían en buscarle por los alrededores del cabo San Juan.
Vázquez fue absolutamente dueño de sí; la desesperación no había logrado apoderarse de su bien templado carácter.
Después de algunas pesquisas logró descubrir una estrecha concavidad cerca del ángulo que el acantilado formaba en la playa del cabo San Juan. Una arena fina cubría el suelo, que estaba fuera del alcance de las más altas mareas y no recibía directamente el azote del aire. Vázquez penetró en esta cavidad, donde depositó los objetos que había podido llevar consigo y las escasas provisiones contenidas en el saco. Un arroyo, alimentado por el deshielo, le aseguraba el agua necesaria para apagar la sed.
Vázquez comió un poco para reponer sus fuerzas, y cuando se disponía a salir para observar, oyó ruido a corta distancia. — Son ellos —se dijo. Acercándose a la pared de manera que pudiera ver sin ser visto, miró en dirección a la bahía.
Un bote, tripulado por cuatro hombres, descendía hacia donde él estaba. Dos remaban en proa. Los otros dos, uno de los cuales tenía el timón, iban a popa.
Era el bote de la goleta, y no la chalupa del faro.
—¿Qué vienen a hacer? —se preguntó Vázquez. ¿Estarán buscándome? Estos miserables conocen ya la bahía y no es la primera vez que ponen el pie en la isla. No es para visitar la costa para lo que vienen hacia aquí. ¿Qué objeto se proponen, si no es apoderarse de mí?
Vázquez observó a aquellos hombres. A su juicio, el que gobernaba el bote, el de más edad de los cuatro, debía ser el jefe, el capitán de la goleta. No hubiera podido asegurar cuál era su nacionalidad; pero, a Juzgar, por su tipo, le pareció que pertenecía a la raza española del sur América.
En este momento, el bote se encontraba casi a la entrada de la bahía, a cien pasos de la anfractuosidad en que se ocultaba Vázquez, que no le perdía de vista.
El jefe hizo un signo, y los recios se detuvieron, al mismo tiempo que un diestro golpe de barra hizo abordar el bote a la costa.
Enseguida desembarcaron los cuatro hombres, y uno de ellos introdujo el rezón en la arena.
Y entonces he aquí la conversación que llegó al oído de Vázquez: —¿Es aquí?— Sí, ahí está la caverna; veinte pasos antes de dar la vuelta a la punta.
—Es una suerte que esta gente del faro no la haya descubierto.
—Ni ninguno de los que han trabajado durante quince meses en la construcción del faro.
—Estaban muy ocupados, para andar en pesquisas.
—Y luego que la abertura está tan disimulada, que hubiera sido muy difícil dar con ella. — Vamos —dijo el Jefe. Dos de los compañeros y él remontaron oblicuamente, a través de la playa, hasta el pie del acantilado.
Desde su escondrijo, Vázquez seguía todos sus movimientos, aguzando el oído para no perder palabra. Bajo sus pies crujía la arena de la playa; pero bien pronto cesó el ruido de los pasos y Vázquez no vio más que un hombre yendo y viniendo cerca del bote.
—De modo que hay por aquí alguna caverna —se dijo Vázquez.
Ya no tenía duda que la goleta llevaba a bordo una banda de piratas, establecidos en la Isla de los Estados antes de los trabados.
¿Era allí donde tenían ocultas sus rapiñas? ¿Irán a transportarlas a bordo de la goleta?
De pronto le asaltó el pensamiento de que hubiese allí en reserva provisiones, de las que pudiera aprovecharse. Esto fue como un rayo de esperanza. En cuanto el bote regresara a la caleta, saldría de su escondite y buscaría la entrada de la caverna, donde tal vez encontrase víveres bastantes para subsistir hasta que llegase el «aviso».
Y lo que él desearía entonces, si se aseguraba la existencia por algunas semanas, es que los miserables no pudiesen abandonar la isla.
Sí, que estuviesen allí todavía cuando regresara el Santa Fe, y que el comandante Lafayate vengara el crimen.
¿Pero se realizarían estos deseos? Bien pensado, Vázquez se decía que la goleta no debía haber hecho allí escala más que para dos o tres días, el tiempo necesario para embarcar todo lo encerrado en la caverna. Luego abandonarían la Isla de los Estados, sin volver allí Jamás.
Después de pasar una hora próximamente en el interior de la caverna, los tres hombres reaparecieron y se pasearon por la playa. Vázquez pudo continuar oyendo la conversación, que mantenían en alta voz, y de la que muy pronto había de sacar provecho.
—Vamos, esa buena gente no nos ha desvalijado durante nuestra ausencia.
—Y cuando la Maule se haga a la mar tendrá todo su cargamento.
—Y las provisiones necesarias para la travesía.
—Efectivamente; lo que es con las de la goleta no hubiéramos podido asegurar la comida y la bebida hasta las islas del Pacífico.
—Los imbéciles no han sabido descubrir en quince meses nuestro escondrijo.
—Debemos estarles agradecidos. No hubiera valido la pena de atraer los barcos hacia los arrecifes de la isla para luego perder todo el beneficio.
Al oír esta conversación, que más de una vez había provocado las risotadas de aquellos miserables, Vázquez, con el corazón lleno de cólera, estuvo tentado más de una vez arrojarse sobre ellos, con el revólver en la mano, para meterles una bala en la cabeza; pero se contuvo. Más valía no perder una silaba de esta conversación. Ya sabía el abominable cometido que estos malhechores habían desempeñado en aquella parte de la isla, y no pudo sorprenderle que añadieran:
—Ahora que los capitanes vengan a buscar el famoso faro del Fin del mundo… ¡Ya pueden abrir bien los ojos para verlo!…
—Algunos se estrellarán navegando a ciegas por estos parajes.
—Yo espero que antes de la partida de la Maule vengan uno o dos barcos a naufragar en las rocas del cabo San Juan. Es preciso que carguemos nuestra goleta hasta la borda, ya que el diablo nos la ha enviado.
—¡Y que el diablo hace bien las cosas!… Un buen barco que nos llega al cabo San Bartolomé, sin capitán ni marineros, de los que desde luego nos hubiéramos desembarazado…