—Y ahora, Kongre —preguntó uno de los hombres—, ¿qué vamos a hacer?
—Volver a la Maule, Carcante —contestó el jefe de la banda.
—¿No empezamos ya a desocupar la caverna?
—Antes es necesario reparar las averías de la goleta.
—Entonces —dijo Carcante—, llevemos en el bote algunos útiles.
—Vargas encontrará aquí todo lo que le haga falta.
—Oye, Kongre —añadió Carcante— no hay que olvidar que eran tres los torreros del faro, y que uno de ellos se nos ha escapado.
—Eso no me preocupa. Antes de dos días se habrá muerto de hambre… Cerraremos la entrada de la caverna.
—Es fastidioso que tengamos que reparar averías. De no ser por esto, mañana mismo hubiéramos podido zarpar… También es verdad que durante la escala pudiera muy bien suceder que algún barco fuera a estrellarse contra la costa, sin que nos tomáramos el trabajo de atraerlo. Y lo que se perdiera para él, no sería perdido para nosotros.
Kongre y sus compañeros volvieron a entrar en la caverna, saliendo poco después con útiles de carpintero, cordajes y piezas de madera. Después de tomar la precaución de interceptar la entrada, se embarcaran en el bote, que a impulsos de sus remos no tardó en desaparecer detrás de la punta. Cuando no hubo peligro que le vieran, Vázquez volvió a la playa. Ahora sabia ya todo lo que necesitaba, entre ello dos cosas importantes, la primera, que podía proporcionarse provisiones en cantidad suficiente para algunas semanas; la segunda, que la goleta tenia averías, cuya reparación exigiría quince días, más tal vez pero no el tiempo suficiente par que estuviese allí todavía cuando regresara el «aviso».
En cuanto a retrasar su salida una vez listo para hacerse a la mar no había ni que soñarlo.
Si algún barco pasaba a corta distancia del cabo San Juan, él le haría señales, y si fuera preciso, se arrojaría al agua para llegar a bordo nadando. Luego pondría al capitán al corriente de la situación, y si el barco tenía una tripulación bastante numerosa, tal vez se decidiese a apoderarse de la goleta. Sí los malhechores huían hacia él interior de la isla, abandonarla sería imposible pana ellos, y, al regreso del Santa Fe, él comandante Lafayate sabría apoderarse de aquellos bandidos y destruirlos hasta que no quedase uno.
¿Pero aparecería algún barco por las proximidades del cabo San Juan?… Y, caso que así sucediera, ¿vería las señales que le hiciesen desde la costa?…
Respecto a su seguridad personal, aunque Kongre sabía la existencia de un tercer torrero. Vázquez no se preocupaba, convencido que sabría sustraerse a las pesquisas.
Lo esencial era saber si podría asegurar su manutención hasta la llegada del «aviso», y se dirigió sin pérdida de tiempo a la caverna.
Kongre y sus compañeros se disponían, sin pérdida de momento, a reparar las averías de la goleta, dejándola en disposición para una larga travesía en el Pacífico, después de haber embarcado en ella, lo más pronto posible, toda la carga almacenada en la caverna.
Las reparaciones del casco de la Maule constituían una operación de bastante importancia. Pero Vargas, el carpintero, conocía bien su oficio, y no faltando útiles ni materiales, el trabajo se ejecutaría en buenas condiciones.
En primer lugar, era necesario dejar en seco la goleta; luego, echarla sobre estribor, para que las reparaciones pudieran hacerse al exterior.
La faena era algo pesada, pero tenían por delante todavía dos meses de buen tiempo.
En cuanto al relevo de los torreros, ya sabía Kongre a qué atenerse. En el libro del faro había hallado todo lo que le interesaba conocer: no debiéndose hacer el relevo más que cada tres meses, el aviso Santa Fe no llegaría a la bahía Elgor, antes de los primeros días de marzo, y aun estaban en los últimos de diciembre.
El libro indicaba también los nombres de tres torreros: Moriz, Felipe y Vázquez. Además, las camas indicaban que las habitaciones del faro habían estado ocupadas por tres personas.
Uno de los torreros había podido sustraerse a la muerte. ¿Dónde se había refugiado? Ya sabemos que a Kongre no le preocupaba este detalle. Solo, y sin recursos, el fugitivo habría sucumbido bien pronto a la miseria y al hambre.
No obstante que no escaseaba el tiempo hábil para las reparaciones de la goleta, había que contar con los retrasos posibles, y precisamente desde el principio se debió interrumpir el trabajo apenas comenzado.
La tierra estaba tan desierta como la bahía, sin que la animaran más que los gritos y el vuelo de los millares de pájaros que anidaban entre las rocas.
Hacia las once de la mañana, la chalupa atracó frente a la caverna.
Kongre y Carcante desembarcaron, dejando al cuidado de la barca a dos de sus hombres, y se dirigieron a la caverna, de la que no salieron hasta pasada media hora.
Las cosas les pareció encontrarlas en el mismo estado que ellos las dejaran. Por otra parte, había allí un montón de objetos heterogéneos, que hubiera sido muy difícil comprobar si faltaba alguno.
Kongre y su compañero sacaron dos cajas, cuidadosamente cerradas, procedentes del naufragio de un barco inglés, que encerraban una cantidad considerable en monedas de oro y piedras preciosas. Las depositaron en la chalupa, y disponíanse a partir cuando Kongre manifestó el deseo de ir hasta el cabo San Juan. Desde allí se podría observar el litoral en dirección norte y sur.
Carcante y él ganaron la cumbre del acantilado y descendieron hasta la extremidad del cabo.
Desde este sitio, la mirada extendíase, por un lado, hasta el estrecho de Lemaire, y por el otro, hasta la punta Several. —Acababa de terminarse la descarga de la Maule, cuando al día siguiente se produjo un brusco cambio atmosférico.
Durante la noche, densas masas de nubes negruzcas se acumularon en el horizonte. En tanto que la temperatura se elevaba hasta los 16 grados, el barómetro caía súbitamente, indicando tempestad. Numerosos relámpagos surcaron el cielo; el trueno estalló por todas partes; el viento se desencadenó con extraordinaria violencia; el mar, enfurecido, saltaba sobre los arrecifes para estrellarse contra el acantilado de la costa. Era una suerte que la Maule estuviese anclada en la bahía de Elgor, bien abrigada contra el viento del sudeste. Con un tiempo tan malo, un barco de mucho tonelaje, fuera velero o de vapor, hubiera corrido el riesgo de perecer estrellado contra las costas de la isla; con mayor razón un barco pequeño como la Maule.
Tal era la impetuosidad de la borrasca, que una verdadera gigantesca ola invadía toda la caleta. La marea subía hasta el alojamiento de los torreros, y los golpes de mar alcanzaban hasta el bosquecillo de hayas.
Todos los esfuerzos de Kongre y sus compañeros tendían a mantener la Maule en su fondeadero; varias veces estuvo a punto de desprenderse del ancla, amenazando estrellarse en la playa. Hubo momento en que se temió un desastre completo.
Aunque velando día y noche por la goleta, la banda se había instalado en los anexos del faro, donde no tenía nada que temer de la tormenta. Allí fueron transportadas las camas de a bordo, y hubo sitio suficiente para alojar a todos los hombres.
No habían tenido tan confortable alojamiento en todo el tiempo que llevaban en la Isla de los Estados.
En cuanto a las provisiones, no había para que preocuparse. Bastaban las que tenían los almacenes del faro, aunque hubiese sido preciso mantener doble número de bocas. Y en caso de necesidad, hubiérase podido recurrir a las reservas de la caverna. En suma, el aprovisionamiento de la goleta estaba asegurado para una larga travesía en los mares del Pacífico.
El mal tiempo duró hasta el 12 de enero.
Toda una semana perdida; pues había sido absolutamente imposible poder trabajar. Kongre creyó prudente meter una parte del lastre en la goleta, que daba vueltas como un bote.
El viento cambió durante la noche del 12 al 13 y saltó bruscamente de cuadrante.
Durante esta semana había pasado un barco a la vista de la Isla de los Estados. Como era de día, no pudo comprobar si el faro funcionaba. Navegaba con pabellón francés con dirección al estrecho de Lamaire.
Pasó a unas tres millas de la costa, y fue necesario emplear el larga vista para reconocer su nacionalidad. Si Vázquez le hizo señales desde el cabo San Juan, seguramente que no fueron advertidas a bordo, pues un capitán francés no hubiera vacilado en poner la proa a tierra para recoger un naufrago.
En la mañana del 13, el lastre de la goleta fue de nuevo desembarcado, y la visita a la cala pudo hacerse con más detenimiento que en el cabo San Bartolomé. El carpintero declaró que las averías eran más graves de lo que en un principio se supuso. Visiblemente, el barco no hubiera podido prolongar su navegación más allá de la bahía de Elgor; había necesidad, por lo tanto, de ponerlo en seco, a fin de proceder a la reparación.
El carpintero Vargas, auxiliado por sus compañeros, no dudaba en llevar a cabo su trabajo. Sí no lo lograba, hubiera sido imposible a la Maule, incompletamente reparada, aventurarse a través del Pacífico.
La primera operación era acostar a la goleta en la playa, lo que no podía hacerse sin el auxilio de la marea. Era necesario esperar otros dos días para que llegase la gran marea de la nueva luna, que permitiría conducir la goleta bastante tierra adentro para que permaneciese en seco durante el tiempo necesario.
Kongre y Carcante aprovecharon este retraso para volver a la caverna: y esta ver lo hicieron con la chalupa del faro, más grande que el bote de la Maule. En ella conducirían una parte de los objetos cíe valor, oro y plata, procedentes del pillaje, alhajas y otras materias preciosas, que se depositarían en el almacén del faro.
La chalupa partió en la mañana del 14 de enero. El reflujo se hacía sentir intensamente.
El tiempo era bastante bueno. Los rayos del sol se filtraban entre las nubes, que una ligera brisa empujaba hacia el sur.
Antes de partir, siguiendo su cotidiana costumbre, Carcante había subido a la galería del faro para observar el horizonte. El mar estaba completamente desierto; no se descubría en toda la extensión del horizonte ningún navío, ni siquiera una de esas barcas de pescadores que se arriesgan a veces hasta las proximidades de los islotes New-Year.
Desierta estaba también la isla en toda la extensión que la vista podía abarcar.
En tanto que la chalupa descendía con la corriente, Kongre observaba atentamente las dos orillas de la bahía. ¿Dónde estaría el tercer torrero, que se había escapado de la muerte? Aunque no constituyese para él motivo de inquietud, era evidente que mejor hubiera sido desembarazarse de él.
Nadie —dijo Carcante.— Nadie —contestó Kongre.
A las tres estaban de regreso en la bahía.
Dos días después, el 16, Kongre y sus compañeros procedían a poner la Maule en condiciones de ser reparada. A las once sería la pleamar, y las disposiciones fueron tomadas en consecuencia.
Una amarra echada desde tierra permitiría remolcar la goleta, cuando el agua tuviese la altura suficiente.
En realidad, la operación no ofrecía ni dificultades ni riesgos, y era la marea la que se encargaba de verificarla.
A las tres, la Maule estaba completamente en seco, descansando sobre estribor.
Ya podían empezar el trabajo. Solamente que, como no había sido posible conducir la goleta hasta el pie del acantilado, el trabajo había de interrumpirle todos los días durante algunas horas, puesto que el barco flotaría al subir la marea. Pero, por otra parte, como a partir de aquel mismo día el mar iba perdiendo de su altura, la tarea podría proseguirse sin interrupción durante una quincena.
El carpintero Vargas se puso inmediatamente a la obra. Si no contaba con los pescadores de la bañada, al menos los otros, incluso Kongre y Carcante, le «echarían una mano», como vulgarmente se dice. La madera llevada de la caverna bastaría para la reparación, no habiendo necesidad de abatir un árbol del bosque de las hayas, ni de desbastarlo, lo que hubiera sido una obra de consideración.
Durante los quince siguientes días, Vargas y los otros trabajaron de firme.
La mayor dificultad fue levantar las piezas que habían de ser reemplazadas. Estaban muy bien ajustadas, y, decididamente, la Maule había salido de uno de los mejores astilleros de Valparaíso.
Dicho se está que durante los primeros días fue necesario suspender la tarea en el momento de pleamar. Luego, la marea fue tan débil que apenas alcanzaba los primeros declives de la playa. La quilla no estaba entonces en contacto con el agua, y podía trabajarse lo mismo en el interior que en el exterior.
Por prudencia, y sin llegar a levantar los remates de cobre, Kongre hizo que se reforzasen todas las Junturas por debajo de la línea de flotación.