Después de este descanso, en la madrugada siguiente. Kongre y su banda emprenderían una segunda etapa, igual, aproximadamente, a la víspera, y en una tercera podrían llegar a la bahía de Elgor.
Kongre suponía que para el servicio del faro no habría más que dos torreros, cuando eran tres, como ya sabemos. Pero poco importaba la diferencia. Vázquez, Moriz y Felipe no podrían rechazar el ataque de toda la banda, cuya existencia no sospechaban. Les sorprenderían de noche, y bien pronto darían buena cuenta de ellos.
Kongre seria, pues, dueño del faro, y luego se dedicarían a transportar de nuevo todo el material que se llevaron de la caverna de la bahía de Elgor.
Tal era el plan ideado por este temible bandido, y que llevaría a cabo si la suerte le era favorable.
Para completar la fechoría, era preciso que un barco hiciese escala en la bahía, lo cual era probable, porque los navegantes debían ya conocer la existencia del faro. Era lógico esperar que cualquier embarcación, comprometida por el temporal, quisiera refugiarse en aquel punto, en vez de huir a través de un mar embravecido, fuera por el estrecho o por el sur de la isla. Kongre había resuelto que este barco cayera en su poder, pudiendo huir en él a través del Pacífico, asegurando la impunidad de sus crímenes.
Pero era menester que todo esto sucediera antes que el «aviso» estuviera de vuelta en el relevo. Si para aquella época no habían logrado abandonar la isla, se verían obligados nuevamente a refugiarse en el cabo San Bartolomé. Y entonces las circunstancias variarían radicalmente. Cuando el comandante Lafayate conociese la desaparición de los tres torreros, no le cabria duda que habían sido víctimas de un asesinato o de un secuestro, y organizaría una batida por teda la isla, registrando hasta el último rincón.
¿Cómo escapar entonces a la persecución, y cómo poder subsistir si la situación se prolongaba? Si era necesario, el gobierno argentino enviaría otros barcos; y aunque Kongre lograra apoderarse de una embarcación de pescadores —cosa bien improbable—, el estrecho sería vigilado con tanto celo, que sería imposible ganar la Tierra del Fuego.
En la noche del 22, Kongre y Carcante se paseaban hablando, y, siguiendo su costumbre de antiguos marinos, observaban el mar y el cielo.
En el horizonte se elevaban algunas nubes y soplaba una fuerte brisa nordeste.
Eran las seis y media, y la banda se disponía a retirarse a la caverna.
En aquel momento, Kongre dijo: —Carcante, mira allí…, allí…, a través del cabo…
Carcante observó el mar en la dirección indicada.
—¡Oh! No hay duda, es un barco.
Efectivamente; un barco con todo el velamen navegaba a dos millas del cabo de San Bartolomé.
Aunque el viento le era contrario, buscaba el estrecho, en el que estaría antes de la noche. —Es una goleta— dijo Carcante. —Sí, una goleta de ciento cincuenta a doscientas toneladas— añadió Kongre.
La banda entera habíase agrupado en el extremo del cabo.
No era la primera vez que aparecía un barco a tan corta distancia de la Isla de los Estados. Los bandidos propusieron provocar un naufragio más.
—No —contestó Kongre—, no conviene que esta goleta se pierda… Procuremos apoderarnos de ella… La corriente y el viento le son contrarios; la noche va a ser como boca de lobo; le será imposible dar en el estrecho. Mañana la tendremos todavía a la vista, y ya veremos lo que nos conviene hacer.
Una hora después, el barco desaparecía en medio de una profunda oscuridad, sin que ninguna luz denunciara su presencia.
Durante la noche, el viento saltó al sudoeste.
Al lucir el día, cuando Kongre y sus compañeros bajaron a la playa, vieron a la goleta embarrancada en los arrecifes del cabo San Bartolomé.
Seguramente que no se calumniaba a estos miserables arrojándoles a la cara el nombre de piratas. Esta criminal existencia debían haberla llevado en los parajes de las Salomón y de las Nuevas Hébridas, donde los barcos eran todavía frecuentemente atacados en aquella época. Y sin duda, a consecuencia de la batida organizada contra los piratas por el Reino Unido, Francia y América en esta parte del Océano Pacífico, nuestros bandidos tuvieron que refugiarse en el archipiélago magallánico, luego en la Isla de los Estados, donde se dedicaron a recoger restos de naufragios.
Cinco o seis de los compañeros de Kongre y de Carcante habían también navegado como pescadores y marineros de buques mercantes y estaban habituados a la vida de mar. Los demás serían el complemento de la tripulación, si la banda lograba apoderarse de la goleta. Esta goleta, a Juzgar por su casco y su arboladura, no debía ser de más de 150 a 160 toneladas. Una ráfaga del oeste la había arrojado durante la noche en un banco de arena sembrado de rocas, contra las que hubiera podido estrellarse. Pero no parecía que el casco hubiese sufrido gran cosa. Inclinada sobre babor, descubría hacia el mar su banda de estribor. Su arboladura estaba intacta: el mástil de mesana, el palo mayor, el bauprés y las velas.
La víspera, por la tarde, cuando la goleta fue divisada, luchaba contra un viento nordeste bastante fuerte, tratando de ganar la entrada del estrecho Lemaire. En el momento que Kongre y sus compañeros la perdieron de vista en medio de la oscuridad, la brisa mostraba tendencia a caer, y bien pronto fue insuficiente para asegurar a un barco velero una velocidad apreciable. De pronto, con la brusquedad propia de estos parajes, el viento había cambiado, y la goleta se vio impelida contra el banco de arena.
El capitán y la tripulación, viendo que la corriente llevaba la goleta contra una costa peligrosa, erizada de arrecifes, habían echado al agua un bote, creyendo que, de permanecer a bordo, perecerían todos, porque la goleta iba a destrozarse irremisiblemente contra las rocas.
Deplorable inspiración. Si hubieran permanecido a bordo, todos hubieran salido sanos y salvos, en vez de ahogarse entre las olas, como lo atestiguaba el bote, que apareció con la quilla al aire, a dos millas al nordeste, empujado por el viento hacia el fondo de la bahía Franklin.
Cuando Kongre y sus compañeros llegaron al banco de arena, la goleta estaba completamente en seco.
Kongre no se había engañado al calcular el tonelaje de este barco. Le dio la vuelta, y al llegar a la popa leyó: Maule, Valparaíso.
Era un navío chileno que acababa de embarrancar en la Isla de los Estados durante la noche del 22 al 23 de diciembre.
—Ya tenemos lo que nos hacía falta —dijo Carcante.
—Si la goleta no tiene alguna vía de agua en el casco —objetó uno de los individuos.
—Una vía de agua u otra avería cualquiera se repara —se limitó a decir Kongre.
La parte al descubierto aparecía intacta; el timón, en buen estado.
En cuanto a la parte opuesta, que descansaba en tierra, no era posible examinarla hasta que subiese la marea. — A bordo —dijo Kongre. La inclinación del barco hacía fácil la subida por babor.
El choque no debía haber sido muy rudo, a juzgar por el buen estado en que todo se encontraba.
El primer cuidado de Kongre fue registrar el camarote del capitán, y apoderándose de los papeles de a bordo, volvió con ellos en busca de Carcante.
Por ellos vieron que la goleta Maule, del puerto de Valparaíso, Chile, era de 157 toneladas; que el capitán se llamaba Pailha; que contaba con seis hombres de tripulación, y que había zarpado el 23 de noviembre con rumbo a las islas Falkland.
Después de haber doblado sin accidente el cabo de Hornos, la Maule se disponía a embocar el estrecho de Lemaire, cuando se perdió en los arrecifes de la Isla de los Estados. Ni el capitán Pailha ni ninguno de sus hambres habían podido salvarse, pues no tenían más refugio que el cabo San Bartolomé, y nadie había aparecido por tierra.
La goleta no llevaba cargamento; pero lo importante era que Kongre tuviese un barco a su disposición para dejar la isla con todo su siniestro botín. Kongre dijo a Carcante:
—Vamos a prepararlo todo para levantar la goleta en cuanto tenga suficiente agua bajo la quilla. Es posible que no haya sufrido averías graves.
—Bien pronto lo sabremos —repuso Carcante—, pues la marea empieza a subir. Y entonces, ¿qué haremos, Kongre?
—Conducir la goleta fuera de los arrecifes, al fondo de la caleta de los Pingouins, delante de las cavernas. —¿Y luego?— Luego embarcaremos todo lo que hemos llevado de la bahía de Elgor.
Todos se pusieron al trabajo para no perder la próxima marea, lo que hubiera retardado doce horas el poner a flote la goleta. Era necesario a toda costa que estuviese fondeada en la caleta antes de mediodía. Allí estaría relativamente en seguridad, si el tiempo continuaba en calma.
Primeramente Kongre, ayudado por sus hombres, colocó el ancla fuera del barco, dando toda la extensión de la cadena. Antes que la marea empezase a bajar habría tiempo suficiente de llevarla a la caleta, y antes de mediodía habrían practicado un completo reconocimiento en la cala.
Todas las disposiciones del jefe fueron tan rápidamente ejecutadas, que todo estaba hecho cuando llegó la primera ola. El banco de arena iba a ser recubierto en breve.
Kongre, Carcante y una media docena de compañeros subieron a bordo, en tanto que los otros se retiraban hacia el interior. Ahora sólo había que esperar. Las circunstanciar favorecían los propósitos de Kongre. La brisa ayudaría poner a flote la Maule.
Kongre y los otros se mantenían en la proa, que debía flotar antes que la popa. Si, como se esperaba, no sin razón, la goleta podía girar sobre su talón, la operación se simplificaría notablemente.
El mar iba ganando tierra poco a poco. Ciertos estremecimientos indicaban que el casco sentía la acción de la marea.
Aunque Kongre estaba ya seguro de poder desembarrancar la goleta y ponerla en seguridad en una de las caletas de la bahía Franklin, le preocupaba, no obstante, una eventualidad. ¿Estaría desfondado el casco por la parte que descansaba sobre la arena, y que no había sido posible examinar? Si existía alguna vía de agua, y por ella entraba el mar, no habría más remedio que abandonarla donde estaba, y la primera tempestad acabaría de destruirla.
¡Con qué impaciencia Kongre y sus compañeros seguían los progresos de la marea!
Poco a poco fueron recobrando la, tranquilidad.
El mar iba subiendo a lo largo de los flancos sin penetrar en el interior. El puente iba tomando su horizontalidad.
—¡No hay vía de agua! —exclamó Carcante.
—¡Mano al cabestrante! —ordenó Kongre.
Los hombres se dispusieron a maniobrar.
Kongre, inclinado sobre la borda, observaba la marea, que subía desde hacía hora y media. Faltaría todavía una media hora para que se desprendiese la popa.
Kongre quiso entonces precipitar la operación, y permaneciendo en la proa gritó:
—¡Virar!
Todos los de la banda empujaron vigorosamente las manivelas, y la goleta se enderezó por completo. Carcante recorrió la cala, asegurando que no había entrado el agua. Era ya seguro que la Maule no había sufrido avería de importancia, y en estas condiciones sería fácil conducirla hasta donde estuviera en seguridad.
Se la cardaría durante la tarde, y al día siguiente estaría en disposición cíe hacerse a la mar. SÍ el tiempo no cambiaba, el viento era favorable a la marcha de la Maule, bien que remontase el estrecho de Lemaire o que siguiera la costa meridional de la Isla de los Estados para ganar el Atlántico.
Poco después de las ocho y media la proa empezó a levantarse. Pero la segunda mitad de la quilla tocaba todavía en la arena.
Kongre y los suyos no dejaban de sentir viva inquietud. El mar no subía más que durante media llora escasa, y era necesario que antes de ese tiempo, la Maule estuviera completamente a flote. Durante dos días la marea iría disminuyendo en intensidad, y no recobraría su máximum hasta pasadas cuarenta y ocho horas.
Había llegado el momento de hacer un supremo esfuerzo. Fácil es imaginarse cuál sería el furor, mejor dicho, la rabia de esta gentuza al considerarse impotentes. ¡Tener bajo sus pies el navío que anhelaban desde largo tiempo, que les aseguraba la libertad, la Impunidad tal vez, y no poderle arrancar del banco de arena!…
Un retraso cualquiera podría constituir un fracaso completo.
Era evidente que la marea empezaba ya a bajar lentamente y que las rocas iban bien pronto a quedar en seco.
Viendo la partida fallida, los hombres lanzaban juramentos formidables, y casi sin aliento, se disponían a renunciar a una empresa que no podía tener éxito.
Kongre corrió hacia ellos, los ojos centellantes, los labios cubiertos de rabiosa espuma. Agarrando una hacha, les amenazó con abrir la cabeza al primero que desertase de su puesto: y ya sabían todos que cumpliría la amenaza.