El faro del fin del mundo (4 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras,Clásico

Al declinar el día, antes que hubiese que encender el faro, Vázquez, Felipe y Moriz, sentados en el balconcito que circundaba la linterna, charlaban, según costumbre, y, naturalmente, el torrero-Jefe era el que dirigía y sostenía la conversación.

—Y bien —dijo Vázquez, después de haber cargado su pipa, ejemplo que fue imitado por los otros dos—, ¿qué os parece esta nueva existencia?

—A buen seguro —contestó Felipe— que en el poco tiempo que llevamos no podemos quejarnos de aburrimiento ni de fatiga.

—Efectivamente —añadió Moriz—, y nuestros tres meses pasarán más pronto de lo que yo me había figurado.

—Si; ya verán cómo se deslizan lo mismo que una corbeta ligera.

—Y a propósito de barcos —observó Felipe—, en todo el día no hemos divisado uno siquiera en toda la extensión del mar.

—Ya aparecerán, Felipe, ya aparecerán —repuso Vázquez, aplicando al ojo derecho su mano, a guisa de anteojo—. No merecería la pena haber construido en la Isla de los Estados este hermoso faro, un faro que manda sus destellos a diez millas de distancia, para que no se aprovecharan de él los navegantes.

—Es muy reciente nuestro faro —dijo Moriz.

—Tú lo has dicho; y es preciso dar tiempo a que los capitanes se enteren que ahora está alumbrada esta costa. Cuando lo sepan no tendrán reparo en frecuentar estos parajes… Pero no basta saber que hay un faro; es también preciso asegurarse de que siempre está encendido, desde el anochecer hasta la salida del sol.

—Esto no será bien conocido —dijo Felipe— hasta que el Santa Fe esté en Buenos Aires.

—Justo —asintió Vázquez—; y cuando se publique la memoria del comandante Lafayate, las autoridades se apresurarán a esparcir la noticia en todo el mundo marítimo; pero ya deben conocerla la mayor parte de los navegantes.

—La travesía del Santa Fe, que zarpó hace cinco días, durará…

—Supongamos que una semana más —interrumpió Vázquez—. El tiempo está hermoso, el mar en calma, y el viento sopla de buen lado. Largando las velas y ayudado por la máquina, el «aviso» debe hacer nueve a diez nudos por hora.

—Ya debe haber pasado el estrecho de Magallanes y doblado el cabo de las Vírgenes.

—Seguramente, buen mozo —declaró Vázquez—. En este momento navega por las costas de la Patagonia, y puede desafiar a correr a los caballos de los patagones. Se explica que el recuerdo del Santa Fe no se apartara de la mente de los torreros. Era como un pedazo de tierra natal que acababa de dejarlos para reintegrarse a la patria, y le seguían con el pensamiento hasta el fin del viaje.

—¿Has hecho hoy buena pesca? —preguntó Vázquez a Felipe.

—Bastante buena, Vázquez. He pescado algunas docenas de pececillos con caña, y con la mano, un cangrejo, que pesará lo menos tres libras y que se escabullía entre las rocas.

—¡Bravo! No temas despoblar la bahía. Los pescados abundan más cuanto más se pescan, y esto nos permitirá economizar nuestras provisiones de carne en conserva, de las que no conviene abusar, pues, por buenas que sean, no son comparables al alimento de lo recién muerto, recién pescado y recién cocido.

—Y si cazáramos algún rumiante en el interior de la isla…

—No seré yo el que diga que un solomillo de venado sea de desdeñar, y si la pieza se presenta, se procurará quedarnos con ella. Pero hay que tener mucho cuidado en no alejarse para ir a cazarla… Lo esencial es atenerse estrictamente a las instrucciones y no separarse del faro más que para observar lo que pasa en la bahía de Elgor, o en alta mar, entre el cabo San Juan y la punta Diegos.

—Sin embargo —objetó Moriz, que amaba la caza— si se presentase una buena pieza a tiro de fusil…

—Si es a tiro de fusil, a dos y aún a tres, no digo nada… Pero ya sabéis que el venado es demasiado salvaje para frecuentar nuestra sociedad, y mucho me sorprendería el ver un par de cuernos por estos andurriales.

En efecto; desde que comenzaron los trabajos no se había visto ningún animal por las proximidades de la bahía de Elgor. El segundo del Santa Fe había intentado varias veces cazar algo; pero su tentativa resultó estéril, a pesar de haberse internado cinco o seis millas. Desde luego, había caza mayor en la isla, pero no se presentaba al alcance de los fusiles.

Durante la noche del 16 al 17 de diciembre, estando Moriz de guardia en la cámara de cuarto, de las seis a las diez, distinguió una luz en dirección este, a cinco o seis millas de distancia. Era evidentemente una luz de a bordo del primer barco que se mostraba en aguas de la isla desde el establecimiento del faro.

Moriz pensó, con razón, que esto interesaría a sus camaradas, que todavía no se habían acostado, y bajó a prevenirles.

Vázquez y Felipe subieron enseguida con Moriz, y con el anteojo de larga vista se apostaron en la ventana del este.

—Es una luz blanca —dijo Vázquez.

—Y por consiguiente —añadió Felipe—, no es una luz de posición, puesto que no es ni verde ni roja.

La observación era exacta. No era una de esas luces de posición, colocadas, según su color, la una a babor y la otra a estribor del barco.

—Y siendo blanca —amplió Vázquez—, no cabe duda que está suspendida al estay de trinquete, lo que indica un steamer a la vista de la isla.

Siguieron la marcha del barco, a medida que se aproximaba, y después de una media hora supieron a qué atenerse acerca de su ruta.

El steamer, dejando el faro por babor, dirigíase resueltamente hacia el estrecho. Pudo verse una luz roja en el momento de pasar frente a la boca del abra San Juan; luego tardó muy poco en desaparecer en medio de la oscuridad.

—¡He aquí el primer barco divisado desde el faro del Fin del Mundo! —exclamó Felipe.

—Y no será el último —aseguró Vázquez.

En la madrugada siguiente, Felipe señaló un gran velero que apareció en el horizonte. El tiempo era bueno; la atmósfera limpia de brumas, bajo la acción de una brisilla del sudeste, permitía divisar el barco a una distancia de 10 millas, lo menos.

Vázquez y Moriz subieron a la galería del faro. Distinguíase el velero un poco a la derecha de la bahía de Elgor, entre la punta Diegos y la Several.

El barco navegaba rápidamente a una velocidad de 12 o 13 nudos. Como tenía su proa hacia la Isla de los Estados, no podía aún asegurarse si pasaría al norte o al sur.

Como a la gente de mar le interesan siempre estas cosas, Vázquez, Felipe y Moriz discutían acerca del caso. Finalmente fue Moriz quien tuvo razón, sosteniendo que el velero no buscaba la entrada del estrecho. En efecto, cuando estuvo no más que a milla y medía de la costa, maniobró a fin de doblar la punta Several.

Era un gran navío, de lo menos 1.800 toneladas, provisto de tres palos, y del tipo de los por entonces modernos barcos construidos en América, con una velocidad de marcha verdaderamente maravillosa.

—Que mi anteojo se convierta en un paraguas, si este barco no ha salido de los arsenales de Nueva Inglaterra —elijo Vázquez.

—Tal vez nos envíe su número —dijo Moriz.

—No haría más que cumplir con su deber —contestó el torrero-Jefe. En el momento de disponerse a doblar la punta Several, el barco izó una serie de banderas al extremo de mesana, señales que Vázquez tradujo consultando el libro depositado en la cámara de cuarto. Era el Montank, del puerto de Boston, Nueva Inglaterra, Estados Unidos de América.

Los torreros le contestaron izando la bandera argentina hasta el extremo del pararrayos, y no cesaron de observarle hasta que desapareció detrás de las alturas del cabo Webster, sobre la costa sur de la isla.

—Y ahora —dijo Vázquez—, que lleve buen viaje el Montank, y quiera el cielo que no atrape ningún golpe de mar a la altura del cabo de Hornos.

Durante los días sucesivos, el mar permaneció casi desierto. Apenas aparecieron dos lejanas velas en el horizonte del este. Los barcos que pasaban a una decena de millas de la Isla de los Estados, no trataban seguramente de abordar las costas de América. En opinión de Vázquez, debían ser balleneros que se dirigían a los sitios de pesca en los parajes antárticos.

Hasta el 20 de diciembre no hubo que consignar más que observaciones meteorológicas. El tiempo se habla tornado variable, con bruscos cambios de viento. Cayeron fuertes chaparrones, acompañados a veces de granizo, lo que indicaba cierta tensión eléctrica en la atmósfera. Había que temer, por lo tanto, algunas tormentas, que serían de gran intensidad, dada la época del año.

En la mañana del 21, Felipe pasaba fumando, cuando creyó ver un animal del lado del bosque de hayas. Después de haberlo observado atentamente, fue en busca de su anteojo, con el auxilio del cual pudo reconocer que se trataba de un venado de gran talla. Se presentaba la ocasión de hacer un buen tiro.

Vázquez y Moriz, a quienes Felipe advirtió del caso, salieron de la habitación.

Los tres convinieron en que era preciso cazarlo. SÍ se conseguía cobrar el venado, disfrutarían de un agradable plato de carne fresca, que ya hacía mucho no saboreaban.

Moriz, armado de carabina, trataría, sin ser advertido, de colocarse a retaguardia del animal y echarlo hacia la bahía, donde Felipe esperaría apostado.

—Mucha cautela —dijo Vázquez—; esos animales tienen la vista y el oído muy finos. En cuanto vea a Moriz, tomará las de Villadiego; si es así, dejarle correr, porque no hay que alejarse. ¿Está entendido?

—Entendido —contestó Moriz. Vázquez y Felipe se apostaron, y con el anteojo pudieron comprobar que el venado no se había movido del sitio donde apareciera.

Su atención se trasladó luego a Moriz.

Este dirigíase hacia el bosque, y una vez a cubierto, tal vez podría, sin espantar al animal, ganar las rocas para tomarle de revés, obligándole a huir del lado del mar. Sus camaradas pudieron seguirle con la mirada hasta el momento en que desapareció entre las hayas.

Pasó una media hora; el venado continuaba inmóvil, y Moriz debía estar va de él a tiro de fusil.

Vázquez y Felipe esperaban, pues, una detonación y que el animal cayese, o, por el contrario, huyera a toda velocidad.

Sin embargo, ninguna detonación turbó el silencio de la isla, y con gran sorpresa de Vázquez y Felipe, he aquí que de pronto el animal, en vez de retirarse, se echó al suelo, con el cuerpo desmayado, como si no hubiera tenido fuerza para sostenerse.

Casi inmediatamente, Moriz, que había conseguido deslizarse por entre las rocas, apareció súbitamente, lanzándose hacia el venado, que no se movió. Luego, volviéndose hacia el faro, hizo senas a sus compañeros para que se le reunieran.

—Algo extraordinario ocurre; vamos, Felipe —dijo Vázquez.

Y los dos corrieron hacia donde Moriz les esperaba.

No tardaron diez minutos en franquear la distancia.

—¿Y el venado?… —interrogó Vázquez.

—Aquí está —contestó Moriz, mostrando a la bestia acostada a sus pies.

—¿Está muerto? —preguntó Felipe.

—Muerto —repuso Moriz.— De vejez seguramente.

—No, a consecuencia de una herida.

—¡Herido! ¿Herido de qué? —¡De una bala en un costado! —¡Una bala!— exclamó Vázquez.

—Nada más cierto. Después de haber sido herido se ha arrastrado hasta aquí, donde ha caído muerto.

—¿De modo que hay cazadores en la isla? —murmuró Vázquez. Inmóvil y pensativo echó una ojeada en torno a él.

IV. La banda de Kongre

Si Vázquez, Felipe y Moriz se hubiesen trasladado al extremo occidental de la Isla de los Estados, hubieran podido comprobar cuánto difería este litoral del que se extendía entre el cabo San Juan y la punta Several.

Ahí no había más que rocas, que se elevaban hasta 200 pies de altura, la mayor parte de ellas cortadas a pico y prolongándose bajo aguas profundas, incesantemente batidas por violenta resaca, aun en tiempo de calma. Delante de estas áridas rocas, en cuyos intersticios anidaban millares de aves marítimas, destacábanse un buen número de arrecifes, que se prolongaban hasta dos millas mar adentro. Entre ellas se situaban estrechos canales de pasos practicables tan sólo para barcas de muy poco calado. No faltaban grandes huecos cavernosos, grutas profundas y secas, obscuras, de angostísima entrada, el interior de las cuales no era aireado por las ráfagas ni barrido por las olas, ni aun en la temible época del equinoccio. Para ganar por aquella parte la meseta central de la isla, hubiera sido necesario franquear cuestas de más de 900 metros de altura, y la distancia no bajaría de 15 millas. En resumen, el carácter salvaje, desolado, acentuábase más de este lado que por el litoral opuesto, en el que se abría la bahía de Elgor.

Aunque el oeste de la Isla de los Estados estaba protegido contra los vientos noroeste por las alturas de la Tierra del Fuego y del archipiélago magallánico, el mar se desencadenaba con tanto furor como en el cabo San Juan, la punta Diegos y la Several. De suerte que, si se había establecido un faro del lado del atlántico, no era menos necesario otro en la parte del Pacifico para los barcos que buscasen el estrecho de Lemaire, después de doblar el cabo de Hornos. Tal vez el gobierno chileno pensase ya en seguir el ejemplo de la República Argentina.

En todo caso, de haber comenzado al mismo tiempo los trabajos en los dos extremos de la Isla de los Estados, se hubiera comprometido la situación de una banda de bribones que se había refugiado en las cercanías del cabo San Bartolomé.

Algunos años antes, estos malhechores se habían instalado en la entrada de la bahía de Elgor, descubriendo una profunda caverna oculta entre el acantilado. Esta caverna les ofrecía un seguro asilo, y desde entonces ningún barco que hiciese escala en la Isla de los Estados podía considerarse en seguridad.

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