Esta torre se elevaba en el centro, por encima de los anexos, alojamientos y almacenes.
El anexo comprendía: 1º, la cámara de los torreros, con camas, armarios roperos, sillas y una estufa de carbón; 2º, la sala común, provista igualmente de un aparato de calefacción, que servía de comedor, con una mesa central, lámparas colgadas al techo, estantes con diversos instrumentos, como anteojos de larga vista, barómetro, termómetro y lámpara destinadas a reemplazar las de la linterna, en caso de accidente, y un reloj de pesas adosado al muro; 3º, el almacén, dónde se conservaban provisiones para un año, aunque el abastecimiento debiera efectuarse cada tres meses; allí había conservas variadas, carne fiambre, legumbres secas, té, café, azúcar y algunos medicamentos de uso corriente; 4º, la reserva de aceite necesario para alimentar las lámparas del faro; 5º, el almacén donde estaba depositado el combustible en cantidad suficiente para las necesidades de los torreros durante los rudos inviernos antárticos.
Tal era el conjunto de construcciones, que constituían un solo edificio, base del faro.
La torre era muy sólida, construida con materiales proporcionados por la Isla de los Estados. Las piedras, de una gran dureza, mantenidas por tirantes de hierro, dispuesto con gran precisión, encajadas unas en otras, formando un muro capaz de resistir a las más violentas tempestades, a los horribles huracanes que tan frecuentemente se desencadenan en aquel lejano límite de los dos mares más vastos del globo. Como había dicho Vázquez, no había cuidado que el viento se llevase esta torre. El faro luciría a despecho de las tormentas magallánicas.
La torre medía 32 metros de altura, e incluyendo la del terraplén, el faro se hallaba a 222 pies sobre el nivel del mar. Se divisaba, por lo tanto, a la distancia dé 15 millas, la mayor que podía franquear el rayo visual en aquella altitud; pero en realidad, su alcance no era más que de 10 millas.
En aquella época no funcionaban todavía los faros con gas hidrógeno, carburo o fluido eléctrico. Además, dadas las difíciles comunicaciones de la isla con los Estados más próximos, imponían el sistema más sencillo y que menos reparaciones exigiese. Habíase, por lo tanto, adoptado el alumbrado por aceite, dotándole de todos los perfeccionamientos que la ciencia y la industria disponían por aquel entonces.
En suma, esta visibilidad de 10 millas resultaba suficiente. Todos los peligros parecían salvados, si los barcos seguían estrictamente las indicaciones publicadas por la autoridad marítima.
El cabo San Juan y la punta Several o Fallous podrían franquearse con tiempo, para no verse comprometidos por el viento ni por las corrientes.
Por otra parte, en el caso excepcional en que un barco se viera obligado a ganar la bahía de Elgor de arribada forzosa, guiándose por el faro, tendría de su parte todas las probabilidades para fondear en buenas condiciones. Por lo tanto, el Santa Fe podría a su regreso dirigirse fácilmente a la pequeña caleta, aunque fuera de noche. Teniendo la bahía tres millas de longitud, hasta la extremidad del cabo San Juan, y siendo 10 el alcance eficaz del faro, el «aviso» tendría aún siete ante sí antes de llegar a los primeros acantilados de la isla.
Huelga advertir que el faro del Fin del Mundo era de luz fija, y no había temor que el capitán de un barco la pudiese confundir con otra cualquiera, pues no existía otro faro por aquellos parajes. No se había, por lo tanto, considerado necesaria diferenciarla, sea por los eclipses, sea por los destellos, lo que permitía suprimir un mecanismo siempre delicado, las reparaciones del cual hubieran sido bien dificultosas en aquella isla habitada únicamente por tres torreros.
La linterna estaba provista de lámparas de doble corriente de aire y de mechas concéntricas. La llama producía una intensa claridad en un pequeño volumen, pudiéndose, por lo tanto, colocar casi en el mismo foco de las lentes. El aceite las alimentaba en abundancia por un sistema análogo al de la lámpara Cárcel. En cuanto al aparato dióptrico, dispuesto en el interior de la linterna, se componía de lentes escalonadas de un perfil tal, que todas tenían el mismo foco principal. De esta manera, el haz cilíndrico de focos paralelos producido detrás del sistema de lentes era lanzado al exterior en las mejores condiciones de visibilidad.
Al dejar la isla con un tiempo bastante claro, el comandante del «aviso» pudo efectivamente comprobar que nada dejaba que desear la instalación y el funcionamiento del nuevo faro.
Este buen funcionamiento dependía evidentemente de la exactitud en la vigilancia de los torreros. SÍ éstos mantenían las lámparas en perfecto estado: si renovaban las mechas a su debido tiempo; si tenían el cuidado de vigilar que el aceite alimentara la luz en las proporciones debidas; si reglaban perfectamente el tiro, levantando o bajando los tubos de cristal que les rodeaban; si estaban atentos a encender las luces al anochecer y a apagarlas al ser de día; si no descuidaban, en fin, la numerosa vigilancia que era menester, no había duda que el faro estaba llamado a rendir los más grandes servicios a la navegación en los lejanos parajes del Océano Atlántico.
No había motivo para poner en duda la buena voluntad y el constante celo de Vázquez y sus dos compañeros. Designados después de una rigurosa selección entre un gran número de candidatos, los tres habían demostrado que en sus anteriores funciones habían dado pruebas de ser hombres de conciencia, de valor y de fortaleza.
Inútil es repetir que la seguridad de los tres hombres parecía estar garantida, por aislada que estuviese la Isla de los Estados, a 500 millas de Buenos Aires, de donde únicamente podían esperarse provisiones y socorros.
Los únicos seres vivientes que aparecían por aquellos parajes durante el verano, eran pescadores Inofensivos. Una vez concluida la pesca, la pobre gente se apresuraba a repasar el estrecho de Lemaire y imanar de nuevo el litoral de la Tierra del Fuego o de las islas del archipiélago. Jamás hubiera aparecido por allí otra clase de navegantes Estas costas infundían demasiado temor a la gente de mar para intentar en ellas un refugio que pudieran encontrar fácilmente en otros puntos más accesibles.
A pesar de todo, habían sido adoptadas algunas precauciones, en previsión de la arribada de gentes sospechosas a la bahía de Elgor. Los anexos estaban provistos de puertas muy sólidas con fuertes cerrojos; las ventanas de los almacenes y alojamientos estaban defendidas por gruesos barrotes, que no hubiera sido posible forzar. Además, Vázquez, Moriz y Felipe poseían carabinas, revólver y municiones en abundancia.
Por último, en el extremo del pasillo que daba acceso a la torre se había establecido una puerta de hierro, imposible de romper o desencajar. Y en cuanto a penetrar en el interior del faro, a través de los estrechos tragaluces, no era verosímil suponerlo, y para alcanzar la galería que rodeaba la linterna no había más camino que la cadena del pararrayos.
Tales eran los importantes trabajos con tanto éxito llevados a cabo en la Isla de los Estados, a expensas de la República Argentina.
De noviembre a marzo es cuando la navegación se activa en los parajes magallánicos. El mar allí es siempre duro; pero si nada calma las inmensas olas de los dos océanos, al menos el estado de la atmósfera es más igual y las tormentas más parejas. Los barcos de vapor y los de vela se aventuraban con más seguridad en esta época a doblar el cabo de Hornos.
Sin embargo, el paso de los barcos, bien fuera por el estrecho de Lemaire o por el sur de la Isla de los Estados, no rompería la monotonía de las eternas horas; nunca han sido numerosos, y mucho menos desde que el desarrollo de la navegación a vapor y el perfeccionamiento de las cartas marítimas han hecho menos peligroso el estrecho de Magallanes, ruta más fácil y corta.
No obstante, la monotonía inherente a la existencia en los faros no es perceptible, por regla general, para los torreros. La mayor parte de ellos son antiguos marinos o pescadores, y no se preocupan de los días y de las horas, que tienen el hábito de saber ocupar. Además, el servicio no se limita a asegurar el funcionamiento del faro durante la noche. Había sido recomendada a Vázquez y sus camaradas la vigilancia de los alrededores de la bahía de Elgor; visitar todas las semanas el cabo San Juan y observar la costa hasta la punta Several, sin alejarse más de tres o cuatro millas. Debían tener al corriente el libro del faro, y anotar en él toda clase de incidentes: el paso de barcos de vela y de vapor, su nacionalidad, su nombre, si era posible; la altura de las mareas, la dirección del viento, la duración de las lluvias, la frecuencia de las borrascas, las altas y bajas del barómetro, el estado de la temperatura y otros fenómenos que permitieran establecer la carta meteorológica de estos parajes. Vázquez, argentino, como sus compañeros Felipe y Moriz, debía llenar en la Isla de loa Estados las funciones de torrero-Jefe del faro. Tenía entonces cuarenta y siete años y era un hombre vigoroso, de una salud a toda prueba, resuelto, enérgico, familiarizado con el peligro, como marino que había navegado por todos los mares. Habíase visto más de una vez a dos dedos de la muerte, de la que se salvara gracias a la serenidad y arrojo. Hubiéranle elegido jefe, no solamente por razón de su edad, sino por su carácter bien templado, que inspiraba una confianza absoluta. Había dejado el servicio de la marina de guerra argentina, llevándose la estimación de todos sus jefes y compañeros. Así es que cuando solicitó esta plaza en la Isla de los Estados, la autoridad marítima no opuso reparo alguno para confiársela.
Felipe y Moriz tenían cuarenta y treinta y siete años, respectivamente. Vázquez les conocía de larga fecha y les había designado para la elección. El primero era soltero, como él. Únicamente Moriz era casado, sin hijos, y su mujer servia en una casa de huéspedes del puerto de Buenos Aires.
Transcurridos tres meses, Vázquez, Felipe y Moriz reembarcarían en el Santa Fe, que llevaría a la Isla de los Estados otros tres torreros, a quienes habían de sustituir tres meses más tarde. Sería, pues, en junio, julio y agosto cuando volverían a prestar el servicio del faro; es decir, a mediados del invierno. La segunda temporada de la isla sería bastante penosa; pero esto no les preocupaba, porque Vázquez y sus camaradas estarían ya aclimatados y sabrían desafiar impunemente el frío, las tempestades, todos los rigores del invierno antártico.
Desde el primer día, 10 de diciembre, se organizó un servicio regular. Todas las noches, las lámparas funcionaban bajo la vigilancia de uno de los torreros, de guardia en la cámara de cuarto, en tanto que los otros do dormían en sus habitaciones. De día se limpiaban los aparatos, se les cambiaban las mechas y quedaban en disposición de proyectar sus potentes rayos a la puesta del sol.
De vez en cuando, cumpliendo las indicaciones del servicio, Vázquez y sus camaradas recorrían la bahía de Elgor hasta el mar, bien a pie o en la barca dejada a disposición de los torreros en una pequeña caleta, completamente abrigada de los vientos del este, los únicos que había que temer.
Dicho está que cuando se hacían estas excursiones, uno de los torreros quedaba siempre de guardia en la galería del faro. Convenía inspeccionar constantemente el mar, y esto no podía hacerse más que desde la parte superior del faro, pues desde la playa, la mirada se encontraba con el obstáculo de los acantilados, que ocultaban el mar en la dirección oeste y noroeste. De aquí la obligación de la guarnición permanente en la cámara de cuarto.
En los primeros días de servicio no ocurrió incidente alguno digne le mención. El tiempo se mantenía bueno, la temperatura, bastante elevada. El termómetro acusaba 10 arados centígrados sobre cero. El viento soplaba del mar, y generalmente no pasaba de ser una agradable brisa desde el amanecer hasta que anochecía; por la noche saltaba a otro cuadrante, soplando desde las vastas llanuras de la Patagonia y de la Tierra del Fuego. Cayeron algunas lluvias, y, como el termómetro iba en ascenso, eran de esperar algunas tormentas, que podrían modificar el estado atmosférico.
Bajo la influencia de los rayos polares, que adquirían una fuerza vivificante, la flora empezaba a manifestarse en cierto modo. La pradera que circundaba el faro, despojada por completo de su manto de nieve, mostraba su tapiz de un verde pálido. El arroyo, ampliamente alimentado por el deshielo, corría desbordante hasta la bahía. Los musgos reaparecían al pie de los árboles y tapizaban los flancos de las rocas. En fin, si no la primavera —esta hermosa palabra no tiene aquí aplicación—, era el estío que, todavía por algunas semanas, remaba en aquel extremo limite del continente americano.