—¡Gracias, gracias! —exclamó emocionado, en tanto que una gruesa lágrima surcaba su mejilla.
—¿Tiene usted hambre?… ¿Quiere usted comer un poco de galleta o carne? —repuso Vázquez.— ¡no…, no…, beber!… El agua fresca mezclada con aguardiente produjo gran bien a John Davis, pues bien pronto pudo responder a todas las preguntas.
He aquí lo que refirió en pocas palabras:
El Century, velero de tres palos, de quinientas cincuenta toneladas, del puerto de Mobile, había dejado veinte días antes la costa americana. Su tripulación se componía del capitán, Harry Steward; el segundo, John Davis, y doce hombres, comprendidos un grumete y un cocinero. Iba cargado de níquel y de objetos de pacotilla para Melbourne, Australia. Su navegación fue excelente hasta el cincuenta y cinco grado de latitud sur en el Atlántico. Sobrevino entonces la violenta borrasca que turbaba aquellos parajes desde la víspera. El Century fue sorprendido por la tempestad, y una ola enorme barrió el puente, llevándose dos marineros, a los que no se pudo salvar.
La intención del capitán Steward había sido buscar un abrigo detrás de la Isla de los Estados, en el estrecho de Lemaire.
Por la noche redobló la violencia de la borrasca. No hubo más remedio que picar los palos.
En aquel momento, el capitán creía estar a más de veinte millas de tierra, y no creía ningún peligro en remontarse hasta el momento de divisar la luz del faro. Dejándolo entonces al sur, no corría riesgo de arrojarse sobre los arrecifes del cabo San Juan, y daría sin dificultad con el estrecho.
El Century continuó navegando con viento de popa, y Harry Steward no dudaba que antes de una hora vería la luz del faro, puesto que sus destellos tenían un radio de diez millas.
Pero el faro no lucía aquella noche, y cuando el capitán del Century se consideraba a buena distancia de la isla, prodújose un choque espantoso, y todos se sintieron lanzado» al mar y envueltos en la resaca, sin que pudieran salvarse.
Solamente el segundo de a bordo, gracias a Vázquez, había podido escapar a la muerte.
Pero lo que Davis no podía comprender era en qué costa se había perdido el barco, así es que preguntó a Vázquez: —¿Dónde estamos? —En la Isla de los Estados.— ¡En la Isla de los Estados! —exclamó John Davis, estupefacto de esta respuesta.
—Si, en la Isla de los Estados —repuso Vázquez—, a la entrada de la bahía de Elgor. —Pero ¿y el faro?— ¡Está apagado! John Davis, cuyo rostro expresaba la más profunda sorpresa, esperaba que Vázquez se explicase, cuando éste se levantó de pronto y escucho atentamente. Había creído oír ruidos sospechosos y quería asegurarse de si la banda rondaba por los alrededores.
Deslizándose por entre las rocas paseó la mirada por el litoral hasta la punta del cabo San Juan.
Todo estaba desierto. El huracán no había amainado. Las olas rompían con extraordinaria violencia, y nubes amenazadoras seguían amontonándose en el horizonte.
El ruido que Vázquez habla oído procedía de la dislocación del Century. El destrozado casco daba vueltas, como un tonel desfondado, y concluyó por destrozarse definitivamente contra el ángulo del acantilado.
Vázquez volvió al lado de John Davis. El segundo del Century iba recobrando las fuerzas y quiso bajar a la playa, apoyado en el brazo de su compañero, que le retuvo. Entonces Davis le preguntó por qué no estaba encendido el faro.
Vázquez le puso al corriente de los criminales sucesos ocurridos siete semanas antes en la bahía de Elgor.
Hasta entonces, desde el día que zarpó el «aviso» Santa Fe, el faro había lucido con regularidad, y unos cuantos barcos que pasaron a la vista de la isla habían hecho señales, que les fueron contestadas. Pero el 26 de diciembre se presentó una goleta a la entrada de la bahía. Desde la cámara de cuarto, Vázquez vio las luces de posición —pues ya había anochecido— y observó toda la maniobra. El capitán debía conocer perfectamente aquellos parajes, pues no mostró la menor vacilación.
La goleta llegó cerca del faro y, echó el ancla. Entonces fue cuando Felipe y Moriz subieron a bordo para ofrecer sus servicios al capitán, y, cobardemente agredidos, perecieron, sin haber podido defenderse.
—Desgraciados! —exclamó John Davis.
—¡Si, desgraciados compañeros míos! —repitió Vázquez, emocionado ante tan dolorosos recuerdos.
—¿Y usted, Vázquez? —preguntó John Davis.
—Yo oí desde lo alto del faro los gritos de mis camaradas y comprendí lo que había sucedido… Aquella goleta era un barco de piratas. Erramos tres torreros… No habían asesinado más que a dos, pero no se preocuparon por el tercero.
—¿Cómo pudo usted escapar? —preguntó Davis.
—Bajé rápidamente la escalera del faro y me precipité en mi cuarto, recociendo algunos efectos y unos pocos víveres, y antes que la tripulación de la coleta desembarcara corrí a refugiarme en esta parte del litoral.
—¡Miserables!… ¡Miserables!… —repetía el segundo del Century—. Y son los dueños del faro, que mantienen apagado! ¡Los causantes de la pérdida del Century, de la muerte de mi capitán y de todos los de a bordo!
—¡Sí, son los dueños! —dijo Vázquez con acento de amargura—. Y sorprendiendo una conversación del jefe con otro de los bandidos he podido conocer sus proyectos. John Davis supo entonces cómo estos criminales, establecidos hacia años en la Isla de los Estados, atraían los barcos hacia las rocas y asesinaban a los supervivientes de los naufragios, encerrando todo el producto de sus pillajes en una caverna, hasta tanto pudieran apoderarse de un barco.
Cuando empezaron los trabajos de construcción del faro, la banda se vio obligada a abandonar la bahía de Elgor y refugiarse en el cabo San Bartolomé, donde nadie podía sospechar su presencia.
Concluidos los trabajos, hacia mes y medio que habían vuelto a la bahía: pero esta vez en posesión de una goleta que acababa de embarrancar en el cabo San Bartolomé, y cuya tripulación había perecido.
—¿Y cómo es que esos criminales no han zarpado ya? —preguntó Davis.
—A causa de las importantes reparaciones que han tenido que hacer en la goleta. Pero ya están completamente concluidas: yo mismo me he cerciorado, y la partida debía tener lugar esta misma mañana. —¿Para…?— Para las islas del Pacifico, donde se creen en seguridad para continuar su criminal oficio de piratas.
—Sin embargo, la goleta no podrá salir de la bahía mientras dure este temporal.
—Seguramente, y, según el cariz del cielo, es posible que el mal tiempo se prolongue toda una semana.
—¿Y en tanto dios estén allí, el faro continuara apagado?
—Desde luego, Davis. —Entonces otros barcos corren el peligro de sufrir la misma suerte que el Century.
—Así es.
—¿Y no se podría señalar la costa a los barcos que se aproximen durante la noche?
—Sí, tal vez se consiga encendiendo fuego en la punta del cabo San Juan. Es lo que anoche quise hacer para advertir al Century. Intenté encender una hoguera con pedazos de madera y hierbas secas; pero el viento soplaba con tal furia que fue vano mi intento.
—Pues bien; lo que usted no pudo conseguir, Vázquez, los dos lo conseguiremos —declaró el animoso John Davis—. Los restos de mi pobre barco, y desgraciadamente los de tantos otros, nos proporcionarán combustible en abundancia. SÍ se retrasa la salida de la goleta y continúa apagado el faro, ¡quién sabe los naufragios que todavía se producirán!…
—De todos modos —le hizo observar Vázquez— Kongre y su banda no pueden prolongar su estancia en la bahía, y la goleta partirá en cuanto amaine el temporal y sea posible hacerse a la mar.
—¿Y por qué? —preguntó Davis.
—Porque ellos no ignoran que el relevo del servicio del faro está al llegar. —¿El relevo?— Si, en los primeros días de marzo, y estamos a dieciocho de febrero.
—¿De modo que ha de venir un barco?
—Sí, el «aviso» Santa Fe debe venir desde Buenos Aires el diez de marzo, y acaso más pronto.
John Davis tuvo el mismo pensamiento que embargaba el espíritu de Vázquez.
—¡Ahí! —exclamó— ¡Quiera Dios que sea así, que estos miserables estén aún aquí cuando el Santa Fe deje caer el ancla en la bahía de Elgor!
Allí estaban Kongre, Carcante y toda la banda, atraída por el instinto del pillaje.
La víspera, en el momento que el sol iba a desaparecer en el horizonte, Carcante había divisado desde la galería del faro un barco de tres palos que navegaba hacia el este. Kongre pensó que este barco trataba de ganar el estrecho de Lemaire, para buscar abrigo en la costa occidental de la isla. Mientras fue de día siguieron sus movimientos, y cuando se hizo de noche pudieron distinguir las luces de situación, no tardando en advertir que estaba sin gobierno y que no demoraría en estrellarse contra la costa cuya proximidad no sospechaba. Si Kongre hubiera encendido el faro, tal vez hubiese desaparecido el peligro; por eso se guardó bien de hacerlo, y cuando las luces del Century se hubieron apagado, no dudaron que el barco acababa de parecer entre el cabo San Juan y la punta Several.
Al día siguiente, el huracán continuó desencadenándose con furor. Era absurdo pensar que la goleta pudiera hacerse a la mar. Imponíase un retraso tal vez de algunos días, circunstancia grave estando bajo la amenaza de la llegada del relevo del faro. No había más remedio que esperar a todo evento; después de todo, no era más que 19 de febrero. Lo probable era que el temporal amainase antes de fin de mes y en cuanto el mar se calmara, la Carcante levaría anclas.
Entretanto, puesto que un barco se había perdido en la costa, era la ocasión de aprovecharse del naufragio y recoger entre los restos lo que fuera de algún valor, aumentando de ese modo el precio del cargamento de la goleta. El aumento del beneficio compensaría en cierto modo la agravación del riesgo corrido.
Nadie hizo ln menor objeción, y toda aquella banda de aves de rapiña se dispuso a caer sobre la nueva presa. Una docena de hombres se embarcaron en la chalupa del faro dispuestos a vencer a fuerza de remo las violentas ráfagas que empujaban las olas hacia la bahía. Hora y media fue necesaria para alcanzar la extremidad del cabo; pero en cambio, el regreso se efectuaría rápidamente con la ayuda de la vela.
La chalupa atracó a la orilla norte, frente a la caverna. Los piratas desembarcaron, precipitándose hacia el lugar del naufragio.
Fue el momento en que se oyeron los gritos que habían interrumpido la conversación de John Davis y de Vázquez, quien se deslizó hasta la entrada de la gruta con toda clase de precauciones para no ser descubierto.
Momentos después, John Davis estaba a su lado.
—Usted no; déjeme solo. Necesita usted reposo —le dijo el bravo torrero.
—Me encuentro perfectamente, y quiero ver esa banda de criminales.
El segundo del Century era un hombre enérgico, no menos resuelto que Vázquez; uno de esos americanos de temperamento de hierro, y que, como vulgarmente se dice, debía tener siete vidas, como los gatos”, para no haber perecido en el naufragio.
Excelente marino, había servido como contramaestre en la flota de los Estados Unidos antes de navegar en los barcos mercantes, y los armadores del Century tenían acordado confiarle el mando del navío, porque Henry Steward iba a retirarse del servicio.
Esto era para él otro motivo de cólera y de odio. De aquel navío, del que tan pronto pensaba ser capitán, no veía más que restos informes entregados a una banda de piratas.
Si Vázquez hubiera necesitado que se le alentase, allí tenía un hombre valeroso para sostenerle en su dura prueba.
Pero por determinados, por bravos que fuesen los dos, ¿qué podían hacer contra Kongre y sus compañeros?
Ocultándose tras las rocas, Vázquez y John Davis observaron prudentemente el litoral hasta el extremo del cabo San Juan.
Kongre. Carcante y los otros se habían detenido primero en el ángulo adonde el huracán acababa de arrojar la mitad del casco del Century reducido a despojos amontonados al pie del acantilado.
Los piratas estaban a menos de doscientos pasos de la gruta, desde donde se les distinguía fácilmente. Llevaban impermeables ceñidos a la cintura y gorros de marinero con barbuquejo, para evitar que se los llevara el viento. Advertíase que a duras penas podían resistir el empuje de las ráfagas; a veces tenían que apoyarse en los salientes de las rocas para no ser derribados. Vázquez designó a John Davis los que conocía, por haberlos visto cuando entraron a la caverna.
—Aquel alto es el que figura como jefe de esos canallas, y se llama Kongre.
—¿Y el otro con quien está hablando ahora?
—Es Carcante, su segundo; bien le vi desde lo alto del faro, pues fue uno de los que asesinaron a mis camaradas.
—Le aplastaría usted con mucho gusto la cabeza, ¿verdad Vázquez?
—¡A, él, a su jefe y a todos esos perros rabiosos! —contestó el torrero.
Transcurrió cerca de una hora antes que los bandidos concluyeran de examinar aquella parte del casco. La inspección fue minuciosa. El níquel, que constituía el cargamento del Centurv, y del que no sabían qué hacer, se abandonaría en la playa. Pero entre la pacotilla que también llevaba a bordo el buque náufrago, tal vez hubiese algo que les conviniera. Efectivamente, se vio que transportaban dos o tres cajas y otros tantos fardos, que Kongre ordenó embarcar en la chalupa.
—Si esos bribones buscan oro, plata o alhajas, pierden el tiempo —dijo John Davis.