—Lo que hemos hecho ¿está permitido? —preguntó Noys—. Quiero decir, si te es posible llevar a otra persona a la Eternidad y evitar que sufra los efectos del Cambio. Por lo que me has dicho, creo que debe constituir una falta.
Por un momento Harlan sintió frío, y el ánimo abatido por la inmensa soledad de los miles de Siglos que los rodeaban. Por un instante se sintió desterrado de aquella Eternidad que era su único hogar y su única fe; solo la mujer por quien había renunciado a todo aquello permanecía a su lado.
—Sí, es un crimen —dijo Harlan, desde el fondo de su alma—. Es un crimen enorme y me siento terriblemente avergonzado por ello. Pero lo volvería a cometer, una y mil veces si fuese necesario.
—¿Lo has hecho por mí, Andrew? ¿Por mí?
Él no pudo mirarla a los ojos.
—No, Noys, lo he hecho por mí mismo. No podría soportar el perderte.
—Si nos sorprenden... —dijo ella.
Harlan sabía lo que podía sucederles. Lo sabía desde aquel momento de inspiración que tuvo la primera noche que conoció a Noys. Pero a pesar de todo, no se atrevía a pensar en sus terribles consecuencias.
—No temo a nadie —contestó—. Sé cómo cuidar de mí mismo, y otras muchas cosas que ellos ignoran.
E
l período que siguió fue realmente idílico, aunque esto no lo supo Harlan hasta más tarde.
Cien cosas distintas sucedieron durante aquellas fisio-semanas y todas se mezclaron inextricablemente en la memoria de Harlan, pareciéndole que aquella época había sido mucho más larga. La única cosa idílica que hubo fueron, desde luego, las horas pasadas con Noys, y aquellas horas dieron sabor a todo lo demás.
En primer lugar, preparó cuidadosamente su equipaje en la Sección del Siglo 482, sus vestidos, y sus microfilms, pero sobre todo sus amados volúmenes de la revista de los Tiempos Primitivos. Vigiló personalmente el envío a su base permanente en el 575.°.
Finge estaba a su lado cuando las últimas cosas fueron colocadas en la cabina de carga por los operarios de Mantenimiento.
—Nos abandona, por lo que veo —dijo Finge, escogiendo sus palabras.
Su sonrisa parecía cordial, pero tenía los labios apretados de manera que casi no se le veían los dientes. Tenía las manos enlazadas a la espalda y se balanceaba rítmicamente sobre la punta de los pies. Harlan no miró a su superior.
—Sí, señor —dijo en tono inexpresivo.
—Informaré al Jefe Programador Twissell que ha desempeñado su misión de Observador en el Siglo Cuatrocientos ochenta y dos de manera completamente satisfactoria.
Harlan no pudo ni siquiera darle las gracias. Permaneció callado.
Finge continuó, en voz mucho más baja:
—Pero no le informaré, por ahora, de su reciente intento de agresión contra un superior.
Y aunque continuaba sonriendo y su mirada era inexpresiva, había un deje de cruel satisfacción en sus palabras.
—Como guste, Programador —dijo Harlan.
En segundo lugar, volvió a su destino en el Siglo 575.
Casi en seguida tropezó con Twissell. Sintió alegría al volver a ver aquella pequeña figura, rematada por el arrugado pero vivaz rostro. Hasta le agradó volver a ver aquel blanco cilindro humeante entre dos dedos manchados, que de vez en cuando Twissell se llevaba a los labios.
Harlan dijo:
—Programador...
Twissell, que salía de su despacho, miró a Harlan y por un momento pareció no reconocerle. Su rostro expresaba fatiga y tenía los ojos irritados.
—¡Ah!, el Ejecutor Harlan. ¿Ya ha terminado su trabajo en el Cuatrocientos ochenta y dos?
—Sí, señor.
Las siguientes palabras de Twissell fueron extrañas. Miró su reloj, el cual, como todos los relojes de la Eternidad, señalaba solo el fisio-tiempo, indicando el día del mes al mismo tiempo que la hora, y dijo:
—Muy puntual, muchacho, muy puntual. Magnífico. Magnífico.
Harlan sintió que el corazón le daba un vuelco. La última vez que habló con Twissell no le habría sido posible entender aquel comentario. Ahora creía saber a qué se refería. Twissell debía estar cansado, o de lo contrario no se habría referido tan directamente a un asunto tan importante. O quizás el Programador creía que sus palabras serían indescifrables para él.
—¿Cómo está mi Aprendiz? —dijo Harlan, procurando aparentar indiferencia para que no pareciera que su pregunta tenía alguna relación con lo que Twissell acababa de decir.
—Bien, bien —dijo Twissell, aparentemente distraído.
Llevó el cigarrillo a sus labios, exhaló una bocanada de humo y después de un corto gesto de despedida, se marchó apresuradamente.
En tercer lugar, lo del Aprendiz.
Parecía más viejo. Parecía rodeado de un aura de madurez, cuando alargó la mano para saludar a Harlan diciendo:
—Encantado de volver a verle, Ejecutor.
O quizás era porque, mientras antes Harlan solo veía en él a un Aprendiz, ahora le parecía mucho más que un principiante. Ahora lo veía como un gigantesco instrumento en las manos de los Eternos. Era natural que a los ojos de Harlan, su Aprendiz hubiese adquirido una nueva importancia.
Harlan procuró disimular sus pensamientos. Se encontraban en las habitaciones de Harlan, y el Ejecutor contempló con agrado las sencillas superficies de porcelana que le rodeaban, satisfecho de haber dejado atrás los chillones adornos del 482.°. Aunque tratase de asociar el recargado barroco del 482.° con Noys, solo conseguía recordar a Finge. El recuerdo de Noys se asociaba con el de un satinado crepúsculo, y extrañamente, con la desnuda austeridad de las Secciones de los Siglos Ocultos.
Empezó a hablar atolondradamente, como para ocultar sus peligrosos pensamientos.
—Bien, Cooper, ¿qué ha hecho mientras yo estuve de viaje?
Cooper rió y se frotó su lacio bigote con un dedo, diciendo con timidez:
—Estudiando matemáticas. Siempre matemáticas.
—¿Sí? Supongo que habrá llegado ya a los cursos superiores.
—Los últimos grados.
—¿Son difíciles?
—Por ahora puedo soportarlos. Me resulta bastante fácil. Me gusta esta materia. Pero, realmente, estoy cargado de trabajo.
Harlan asintió con cierta satisfacción.
—Las matrices de Campo Temporal y todo eso, ¿eh?
Pero Cooper, un poco sofocado, se dirigió a la estantería llena de libros y dijo:
—Hablemos de los Primitivos. Tengo algunas preguntas que hacerle.
—¿Sobre qué?
—Sobre la vida en las grandes ciudades del Siglo Veintitrés. En Los Ángeles, especialmente.
—¿Por qué Los Ángeles?
—Me parece una ciudad interesante, ¿a usted no?
—Ciertamente, pero sería mejor verla en el Veintiuno. En el Siglo Veintiuno se encontraba en su apogeo.
—Preferiría el Veintitrés.
Harlan respondió:
—Bien, ¿por qué no?
Su rostro seguía impasible. Pero si hubiera sido posible arrancarle su máscara de impasibilidad, dicho rostro habría aparecido sombrío. Su intuición resultaba ser algo más que una pura coincidencia. Todo concordaba exactamente.
En cuarto lugar, la investigación. En dos sentidos.
Ante todo, para sí. Cada día, con ojos escrutadores, estudiaba los informes que se amontonaban en el escritorio de Twissell. Hacían referencia a distintos Cambios de Realidad en proyecto o que habían sido recomendados. De todos ellos llegaban copias a poder de Twissell, por ser miembro del Gran Consejo Pantemporal; Harlan sabía que no dejaría de recibir ni uno solo. Primero buscó el Cambio que se avecinaba en el Siglo 482. Luego, buscó entre los demás Cambios uno que pudiera presentar un error, una ambigüedad, algo que se apartara de la perfección y que sería visible a sus ojos de Ejecutor entrenado y con talento.
En estricta aplicación de las reglas, aquellos informes no estaban destinados a que él los viera, pero Twissell se encontraba raramente en su despacho aquellas días y nadie se preocupó de mezclarse en los asuntos del Ejecutor personal de Twissell.
Aquélla era una parte de su investigación. La otra parte le llevó a la biblioteca de la Sección del Siglo 575.
Por primera vez se aventuró a apartarse de aquellas partes de la biblioteca que ordinariamente monopolizaban su atención. En el pasado, Harlan había sido un asiduo lector de Historia Primitiva (una parte de la biblioteca bastante deficiente, de manera que la mayoría de sus libros de estudio o referencia solo se referían a los comienzos del tercer milenio, como era natural). Pero ahora se dedicó, con mayor ahínco, a los estantes dedicados a los Cambios de Realidad, su teoría, técnica e historia; una colección excelente (la mejor que existía en la Eternidad, excepto la de la Central, gracias a Twissell), la cual llegó a dominar completamente.
También leyó con curiosidad otros libros, éstos microfilmados. Por primera vez estudió con detenimiento los estantes dedicados al propio Siglo 575: su geografía, que variaba muy poco de una a otra Realidad, sus Historias, que variaban más, y sus sociologías, que variaban aún más. No eran libros o informes escritos sobre el Siglo por los Observadores o Coordinadores de la Eternidad (con los cuales se hallaba familiarizado), sino obras de los mismos Temporales.
Allí estaban los libros de literatura del 575.°, que recordaron agitadas discusiones sobre el valor de los Cambios alternativos. ¿Podía aquella obra maestra ser alterada? Si lo era, ¿en qué sentido? ¿Cómo influían los Cambios anteriores sobre las obras de arte?
En cuanto a esto, ¿existía unanimidad sobre la definición del arte? ¿Podría nunca ser reducido a términos cuantitativos, capaces de ser evaluados por los cerebros electrónicos?
Uno de los principales antagonistas de Twissell en estas discusiones era un Programador llamado Angus Sennor. Harlan, intrigado por las apasionadas opiniones de Twissell sobre aquel hombre y sus puntos de vista, había leído algunas de las obras de Sennor, y le parecieron sorprendentes.
Sennor se preguntaba públicamente, y para Harlan en forma desconcertante, si una nueva Realidad no podía contener en sí misma una personalidad homóloga de la de un hombre que hubiera sido llevado a la Eternidad en una realidad anterior. Analizaba la posibilidad de que un Eterno encontrase a su homólogo en el Tiempo normal, bien a sabiendas o por sorpresa, y especulaba sobre los resultados posibles en cada caso. (Aquel era uno de los temores más vivos de la Eternidad, y Harlan se estremeció y se apresuró a terminar de leer aquella discusión.) Luego disertaba sobre el destino de la literatura y del arte en los Cambios de Realidad de distintos tipos y clasificaciones.
Pero Twissell no quería saber nada de todo aquello.
—Si los valores del arte no pueden ser analizados —le gritó a Harlan en una ocasión—, ¿qué necesidad tenemos de preocuparnos por ellos?
Y la opinión de Twissell, como sabía muy bien Harlan, era compartida por la mayor parte del Gran Consejo Pantemporal.
Ahora Harlan estaba ante los estantes de las obras de Eric Linkollew, generalmente considerado como el más conspicuo escritor del 575.°, y dudó de que Twissell tuviese razón. Podía contar hasta quince colecciones de «Obras Completas», cada una de las cuales, indudablemente, había sido escrita en una Realidad distinta. Todas eran diferentes, por supuesto. Una de ellas era considerablemente más pequeña que todas las demás, por ejemplo. Cien sociólogos distintos, pensó, habrían escrito profundos análisis de las diferencias existentes entre aquellas colecciones en función de las bases sociológicas de cada Realidad.
Harlan se dirigió a la sala de la biblioteca dedicada a los instrumentos e inventos de los distintos 575.° Muchos de aquellos aparatos, recordaba Harlan, fueron eliminados del Tiempo normal y solo permanecían intactos, como muestras del talento humano, en la Eternidad. La Humanidad debía ser defendida frente a sus propias creaciones técnicas. Esta cuestión tenía prioridad. Casi no pasaba un fisio-año sin que en alguna parte del Tiempo normal la tecnología nuclear no se acercase demasiado a una profundización peligrosa, y tuviera que ser llevada de nuevo por caminos distintos.
Volvió de nuevo a las salas de libros microfilmados y a los estantes sobre matemáticas y sobre Historia de las matemáticas. Sus dedos se pasearon sobre los volúmenes y después de reflexionar, escogió media docena de libros de aquella estantería y firmó la ficha de salida.
En quinto lugar lo de Noys.
Aquélla era la parte más importante del intermedio, y todo lo que tenía de idílico.
En sus horas libres, cuando Cooper se iba y normalmente Harlan se habría quedado solo para cenar, o para esperar el próximo día... se encaminaba a los Tubos.
Agradecía de todo corazón la especial consideración que los Ejecutores recibían en la mente de los Eternos. Y agradecía, como nunca había soñado que fuese posible hacerlo, la manera en que todos procuraban evitar su presencia.
Nadie se molestó en inquirir su derecho a ocupar una cabina, ni se preocupó de averiguar si se dirigía al pasado o al futuro. Ninguna mirada de curiosidad siguió sus pasos, ni hubo una mano que se ofreciese a ayudarle, ni nadie se detuvo para cambiar unas palabras con él.
Podía ir donde quisiera cuando quisiera.
—Has cambiado, Andrew —le dijo Noys un día—. Por los Cielos, has cambiado mucho.
Él la miró y sonrió.
—¿En qué forma, Noys?
—Has aprendido a sonreír, ¿no es cierto? —dijo ella—. Éste es uno de los cambios. ¿Nunca te has mirado en un espejo para ver cómo sonríes?
—Tengo miedo de hacerlo. Tendría que decirme: Esta felicidad no puede ser cierta. Debo estar enfermo. Deliro. Sin duda estoy recluido en un sanatorio mental, viviendo en sueños y sin darme cuenta de ello.
Noys se acercó y le pellizcó fuertemente.
—¿Sientes algo?
Él la atrajo hacia sí y se enredó en su mata de cabello negro.
Cuando se separaron, ella dijo sin aliento:
—En eso también has cambiado. Lo haces muy bien ahora.
—He tenido una buena maestra —empezó Harlan, interrumpiéndose al pensar que sus palabras podían implicar una referencia a los muchos hombres que le hubieran precedido hasta llegar a formar tan buena maestra. Pero la risa de Noys disipó estas preocupaciones.
Habían comido y Noys aparecía adorable en el nuevo vestido que Harlan le había traído de su casa en el 482.°
Ella se dio cuenta y pasó la mano por la suave tela de la falda.