El fin de la eternidad (23 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

No tuvo fuerzas para decir nada más.

Harlan no contestó.

Twissell miró por la ventana, con las manos apoyadas en el grueso cristal. Harlan se fijó en las manchas de la edad que aparecían sobre ellas y la forma en que temblaban. Era como si su mente ya no tuviera la capacidad de distinguir lo importante de lo trivial, sino que estuviera captando todas sus impresiones en forma inconexa.

Cansado, pensó: «¿Qué importa eso ahora? Ya no hay nada que importe».

Twissell dijo:

—Ahora puedo decirle que estaba más preocupado de lo que quería confesar. Sennor solía decir que este proyecto era imposible. Insistía en que debía ocurrir algo que lo impidiese... ¿Qué le sucede?

Se había vuelto nada más oír la exclamación de Harlan.

Harlan movió la cabeza, como quitando importancia, y consiguió articular:

—Nada.

Twissell no insistió y siguió hablando. Era difícil saber si se dirigía a Harlan o a un auditorio invisible. Era como si ahora liberase, por medio de aquellas palabras, sus años de reprimida ansiedad.

—Sennor siempre dudaba. Los demás razonamos con él, y tratamos de convencerle con demostraciones matemáticas y los trabajos de generaciones de investigadores que nos habían precedido en el fisio-tiempo de la Eternidad. Todo lo dejaba de lado, argumentando solo la paradoja del hombre que se encuentra a sí mismo. Ya le ha oído contarla. Es su tema favorito. Nosotros conocíamos nuestro propio futuro, según Sennor. Yo, Twissell, por ejemplo, sabía que sobreviviría, a pesar de mis años, hasta que Cooper emprendiese su viaje más allá del límite de la Eternidad. Conocía otros detalles de mi futuro, otras cosas que haría. «Imposible», decía Sennor. «La Realidad debe cambiar para corregir tal conocimiento, aunque esto significara que el círculo no llegase a cerrarse y la Eternidad no pudiera establecerse.» Por qué argumentaba así, no lo sé. Quizá creía en ello honestamente, quizás era como un deporte intelectual para él, quizás era solo el deseo de sorprender a los demás con un punto de vista original. De cualquier modo, el proyecto siguió adelante y los puntos explicados en la Memoria empezaron a cumplirse. Encontramos o Cooper, por ejemplo, en el Siglo y en la Realidad indicada en la Memoria. Los argumentos de Sennor no podían explicarlo, pero a él ya no le interesaba, porque andaba ocupado en otra cosa. Y a pesar de todo, a pesar de todo —Twissell rió suavemente, con algo de timidez y dejó que su cigarrillo, olvidado, llegase casi a quemarle los dedos— debo confesar que nunca me sentí tranquilo. Algo podía ocurrir. La Realidad en que fue establecida la Eternidad podía cambiar en alguna forma para impedir lo que Sennor llamaba una paradoja. Y se transformaría en otra Realidad donde no existiría la Eternidad. A veces, en medio de una noche de insomnio, casi llegaba a convencerme de que tenía que ser así..., pero ahora ha pasado y puedo reírme de mis temores absurdos.

Harlan dijo en voz baja:

—El Programador Sennor tenía razón.

Twissell se volvió hacia él de pronto.

—¿Qué?

—El proyecto ha fracasado —la mente de Harlan se estaba despejando de las sombras que la envolvían—. El círculo no se ha cerrado.

—¿Qué está diciendo, muchacho? —las descarnadas manos de Twissell cayeron sobre los hombros de Harlan con fuerza sorprendente—. Está enfermo, muchacho. Debe ser la tensión nerviosa.

—No estoy enfermo. Es odio. A usted, a mí mismo. No estoy enfermo. Mire el indicador de Siglos. Mírelo usted mismo.

—¿El indicador?

La aguja señalaba el Siglo 27, fija al extremo derecho del cuadrante.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Twissell: la alegría había desaparecido de su rostro, y el horror se reflejaba ahora en sus ojos.

Harlan dijo claramente:

—He fundido el mecanismo de cierre y liberado el ajuste del indicador.

—¿Cómo pudo...?

—Tenía un látigo neurónico. Lo he desmontado para usar la micropila atómica en una sola descarga, como un soplete. Aquí está todo lo que queda de ella —Harlan movió con el pie un pequeño montón de fragmentos metálicos en un rincón.

Twissell aún no lo comprendía.

—¿En el Veintisiete? ¿Quiere decir que Cooper está ahora en el Siglo Veintisiete?

—No sé dónde se encuentra —dijo Harlan con voz apagada—. He movido el indicador hacia el hipotiempo, más allá del Veinticuatro. No sé dónde. No miré. Luego lo volví atrás. Tampoco miré.

Twissell le miró fijamente. Su rostro iba tomando un color pálido, amarillento, mientras sus labios temblaban un poco.

—No sé dónde está ahora —repitió Harlan—. Está perdido en los Tiempos Primitivos. El círculo se ha roto. Pensé que todo terminaría cuando hice aquel movimiento. A la hora cero. Parece absurdo. Ahora tenemos que esperar. Habrá un momento en el fisio-tiempo, cuando Cooper se dé cuenta de que está en otro Siglo, en que hará algo que contradiga las instrucciones de la Memoria, cuando él...

Harlan se interrumpió, lanzando una carcajada lenta y temblorosa.

—¿Qué importa eso? Sólo es una demora hasta que Cooper acabe de romper el círculo. No hay manera de impedirlo. Minutos, horas, días, ¡qué importa! Cuando llegue el momento, la Eternidad dejará de existir. ¿Me oye? Será el fin de la Eternidad.

14
El primer crimen

—¿
P
or qué? ¿Por qué?

Twissell miraba desalentado del indicador al Ejecutor, mientras sus ojos reflejaban la confusión que delataban sus palabras.

Harlan levantó la cabeza. Sólo pudo pronunciar una palabra:

—¡Noys!

—¿La mujer que llevó a la Eternidad? —dijo Twissell.

Harlan sonrió amargamente sin pronunciar palabra.

—¿Qué tiene ella que ver con esto? —dijo Twissell—. ¡Por el Gran Tiempo! ¡No le comprendo, muchacho!

—¿Qué necesita comprender? —dijo Harlan, atormentado por la tristeza—. ¿Por qué quiere aparentar ignorancia? Yo tenía a la muchacha. Era feliz, y ella también lo era. No hacíamos daño a nadie. Ella no existe en la nueva Realidad. ¿Qué daño hacíamos?

Twissell trató en vano de interrumpirle.

Harlan gritó:

—Pero existen los reglamentos de la Eternidad, ¿no es cierto? Los conozco bien. Las relaciones formales requieren un permiso. Necesitan un análisis individualizado. Requieren una categoría en la Eternidad. Son cosas muy difíciles de conseguir. ¿Qué pensaba hacer con Noys cuando todo esto hubiera terminado? ¿La habría colocado en un cohete a punto de estrellarse? Ahora no podrá hacer nada, estoy seguro.

Se interrumpió desesperado, y Twissell se dirigió rápidamente a la pantalla del intercomunicador. Había sido conectado de nuevo como transmisor, sin duda.

El Programador gritó hasta que consiguió respuesta, y entonces ordenó:

—Soy Twissell. Que no se permita la entrada a nadie. A nadie, ¿comprende?... Pues asegúrese de que se cumplen mis órdenes. También incluyen a los miembros del Gran Consejo. Especialmente a ellos.

Se volvió de nuevo hacia Harlan, diciendo en voz baja:

—Lo harán porque soy un anciano y el Jefe del Consejo, y porque creen que soy un viejo raro y medio loco. Respetarán mis órdenes porque soy raro y quizás esté medio loco.

Guardó silencio sumido en sus reflexiones.

—¿Usted también cree que estoy loco? —y su rostro se volvió hacia Harlan, semejante al de un mono viejo.

Harlan pensó: «¡Por el Gran Cronos, el hombre se ha vuelto loco! La impresión lo ha hecho enloquecer».

Dio un paso atrás, involuntariamente, al pensar que estaba encerrado con un demente. Luego se repuso. El anciano, aunque loco, era débil y hasta su locura terminaría pronto.

—¿Pronto? ¿Por qué no enseguida? ¿Por qué se retrasaba el fin de la Eternidad?

Twissell no tenía ningún cigarrillo en sus manos, ni hizo ningún movimiento para sacar uno. Dijo con voz tranquila e insinuante:

—Aún no me ha contestado. ¿Usted también cree que estoy loco? Supongo que lo cree. Demasiado loco para hablar conmigo. Si me hubiera creído un amigo, en vez de un viejo medio perturbado y caprichoso, me habría contado francamente su problema. No tenía necesidad de hacer lo que ha hecho.

Harlan arrugó el ceño. El Programador creía que él, Harlan, estaba loco. No podía ser otra cosa.

—Mi decisión era adecuada —dijo irritado—. Estoy en mis cabales.

—Le prometí que no le pasaría nada a la muchacha.

—Fui un estúpido al creerlo ni siquiera un instante, como al creer que el Gran Consejo tendría compasión de un Ejecutor.

—¿Quién le ha dicho que el Consejo sepa nada de todo esto?

—Finge lo sabía y envió un informe al Consejo.

—¿Cómo lo sabe?

—Se lo arranqué al mismo Finge con un látigo neurónico. Un arma como esa elimina todas las diferencias de categoría.

—¿La misma que ha hecho esto? —Twissell señaló al indicador, con su masa de metal fundido sobre la superficie del cuadrante.

—Sí.

—Un arma muy útil. ¿Sabe por qué Finge llevó el asunto al Consejo en vez de solucionarlo personalmente? —agregó en seguida.

—Porque me odiaba y quería estar seguro de mi perdición. Quería a Noys para sí.

Twissell dijo:

—Es usted muy inocente. Si hubiera querido la muchacha le hubiera sido fácil conseguir permiso para una relación. Un simple Ejecutor no se lo habría impedido. Finge me odiaba a mí, muchacho.

Twissell aún no había encendido ningún cigarrillo. Extrañaba verle sin el acostumbrado cilindro; los dedos manchados de amarillo, que apoyaba en su pecho mientras pronunciaba las últimas palabras, parecían anormalmente desnudos.

—¿A usted?

—Existe lo que se llama la política del Consejo, muchacho. No todos los Programadores son miembros del Gran Consejo. Finge quería ser Consejero. Yo lo impedí, porque le juzgaba emocionalmente inestable. Ahora me doy cuenta de cuán acertado estaba. Compréndalo, muchacho. El sabía que yo le protegía a usted. Observó que yo le relevaba de su puesto de Observador para convertirlo en Ejecutor Especialista. Sabía que trabajaba para mí. ¿Qué mejor manera de atacarme y destruir mi influencia? Si podía probar que mi Ejecutor favorito era el culpable de un terrible crimen contra la Eternidad, ello perjudicaría a mi posición en el Consejo. Era posible que me viese obligado a dimitir del Gran Consejo Pantemporal, y ¿quién sería nombrado en mi lugar?

Alzó la mano hacia los labios, y como nada sucedía se quedó mirando el vacío entre su pulgar e índice, asombrado.

Harlan pensó: «No está tan tranquilo como aparenta. No puede estarlo. Pero, ¿por qué habla de todo esto ahora? Cuando la Eternidad va a morir».

Luego pensó, acongojado: «¿Por qué no termina de una vez? ¡Ahora!».

Twissell dijo:

—Recientemente, cuando le permití que fuese a la Sección de Finge, sospechaba algún peligro oculto. Pero la Memoria de Mallansohn decía que usted estuvo ausente durante el último mes, y no se presentó ninguna otra razón lógica para enviarle lejos. Afortunadamente, Finge no jugó bien sus cartas.

—¿De qué modo? —preguntó Harlan, cansado.

En realidad, aquello ya no le importaba, pero Twissell seguía hablando y era más fácil tomar parte en la conversación que tratar de cerrar sus oídos a las palabras del otro.

Twissell continuó:

—Finge tituló su informe: «Con referencia a la conducta indeseable del Ejecutor Andrew Harlan». Seguía siendo el leal Eterno, ¿comprende? Trataba de mostrarse frío, imparcial, sereno. Por desgracia para él, no conocía la verdadera importancia que tenía usted. Quería que el Consejo se manifestara contra mí. No comprendió que cualquier informe relativo a usted obraría inmediatamente en mi poder, a menos que se hiciera constar en forma inequívoca su suprema importancia.

—¿Por qué no me habló antes de esto?

—¿Cómo podía hacerlo? Tenía miedo de hacer nada que pudiera influir sobre sus acciones, en vista de la importancia del proyecto que teníamos entre manos. Pero le di oportunidad de acudir a mí con su problema.

¿Oportunidad? Harlan hizo un gesto de desconfianza, pero luego pensó en la cansada faz del Programador en la pantalla del intercomunicador, preguntándole si no tenía nada que decirle. Aquello fue ayer. Ayer mismo.

Harlan meneó la cabeza, pero ahora apartó la vista.

Twissell dijo suavemente:

—Me di cuenta inmediatamente de que Finge le había forzado a su... impremeditada acción.

Harlan levantó la cabeza.

—¿Sabe eso?

—¿Le sorprende? Yo sabía que Finge tramaba algo contra mí. Lo he sabido desde hace mucho tiempo. Soy un viejo, muchacho. Adivino esas cosas. Pero hay formas de vigilar a los Programadores en quienes no se tiene confianza. Existen ciertos métodos de protección, seleccionados en el Tiempo, que no pueden verse en los museos. Hay algunos que solo son conocidos por el Gran Consejo.

Harlan pensó con amargura en la barrera colocada en el 100.000.

—Teniendo en cuenta el informe de Finge y lo que yo ya sabía, era fácil deducir lo que había sucedido —dijo Twissell.

Harlan preguntó de pronto:

—¿Finge sospechaba que era espiado por orden de usted?

—Es posible. No me sorprendería.

Harlan trató de recordar sus primeros días con Finge, cuando Twissell empezó a demostrar interés por el joven Observador. Finge no sabía nada del proyecto Mallansohn, e inmediatamente se fijó en la interferencia de Twissell: «¿Conoce al jefe coordinador Twissell?», le había preguntado una vez, y ahora Harlan se daba cuenta del tono de sospecha e intranquilidad que había en aquella pregunta. Desde entonces, Finge debió sospechar que Harlan era un espía de Twissell. Su odio y enemistad debieron nacer entonces.

Twissell seguía hablando.

—De modo que si me hubiese hablado...

—¿Hablarle a usted? —exclamó Harlan—. ¿Qué hubiera dicho el Consejo?

—Entre todos los Consejeros, solo yo lo sabía.

—¿Y nunca les ha informado? —se burló Harlan.

—Nunca.

Harlan sintió fiebre. Las ropas le ahogaban. ¿Iba a continuar aquella terrible pesadilla? ¡Absurda conversación! ¿Para qué? ¿Por qué no terminaba ya la Eternidad? ¿Por qué no se encontraban ya en la oscura y serena paz de la Irrealidad? ¡Por el Gran Cronos! ¿Qué estaba pasando?

Twissell dijo:

—¿No me cree?

—¿Por qué he de creerle? —gritó Harlan—. Vinieron para examinarme durante aquel almuerzo, ¿no es cierto? ¿Por qué habrían hecho una cosa semejante si no conocieran el informe? Vinieron para conocer al raro fenómeno que había violado las leyes de la Eternidad, pero al que no se podía castigar hasta el día siguiente. Un día más, y el proyecto Mallansohn habría terminado. Vinieron a disfrutar por anticipado del mañana.

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