El fin de la eternidad (26 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

—Sí.

—¿Y él los estudio con usted?

—Sí.

—¿Hay algún ejemplar particular que fuese su favorito, uno que él supiera le era familiar a usted, de modo que le fuese fácil hallar cualquier referencia sobre Cooper?

—Empiezo a comprender lo que quiere decir —dijo Harlan, y se quedó pensativo unos minutos.

Twissell preguntó con impaciencia:

—¿Bien?

—Mis volúmenes de la revista, casi con toda seguridad. Las revistas son un fenómeno de la primera parte del Veinte. Tengo una colección casi completa, que empieza a principios del Veinte y continúa hasta mediados del Veintidós.

—¡Magnífico! ¿Puede Cooper hacer uso de esas revistas para enviarle un mensaje? Recuerde que él sabe que usted conoce esa publicación, que está familiarizado con ella, que sabe cómo manejarla.

—No lo sé. —Harlan movió la cabeza—. La revista tenía un estilo artificial. Seleccionaba ciertos acontecimientos y omitía otros en forma completamente imprevisible. Sería muy difícil o casi imposible conseguir que publicase algo que uno quisiera hacer público. A Cooper le sería difícil crear una noticia con la seguridad de verla publicada. Aunque consiguiera obtener un puesto entre su personal de redactores, lo cual es improbable, no podría estar seguro que sus mismas palabras pasaran por los distintos jefes de redacción sin ser modificadas. No lo veo claro, Programador.

—¡Por el Gran Cronos, piense! Concéntrese en esa revista. Imagine que se encuentra en el Veinte y que es Cooper, con su educación y su experiencia. Usted ha instruido al muchacho, Harlan. Usted ha influido en sus ideas. ¿Qué haría él? ¿Qué podría hacer para insertar algo en la revista con las palabras exactas que él quisiera?

Los ojos de Harlan se agrandaron.

—¡Un anuncio!

—¿Qué?

—Un anuncio. Un aviso pagado, que se verían obligados a publicar exactamente según sus deseos. Cooper y yo hemos hablado de ellos en ocasiones.

—Comprendo. Tenemos algo semejante en el Ciento ochenta y seis —dijo Twissell.

—No es exactamente como en el Veinte. En este sentido el Siglo Veinte alcanza el máximo. El ambiente cultural de aquella civilización...

—Volvamos a nuestro anuncio —le interrumpió Twissell con prontitud—. ¿Cómo podría ser?

—Me gustaría saberlo.

Twissell contempló el extremo encendido de su cigarrillo, como si buscara inspiración.

—No podría expresarse claramente. Por ejemplo, no podría decir: Cooper del Setenta y ocho, perdido en el Veinte, llama a la Eternidad...

—¿Y por qué no?

—¡Imposible! Divulgar en el Siglo Veinte una información que sabemos que no poseían, sería tan fatal para la Realidad de Mallansohn como pueda serlo un movimiento equivocado por nuestra parte. Seguimos aquí, de modo que durante toda su vida en la Realidad actual de los Tiempos Primitivos, Cooper no ha causado ningún daño irreparable.

—Además —dijo Harlan sin tratar de comprender aquel tipo de razonamiento circular que parecía tan fácil para Twissell—, la revista no estaría dispuesta a publicar nada que pareciese absurdo o incomprensible. Sospecharía un fraude o alguna clase de ilegalidad, y no querría verse complicada en algo parecido. Por tanto, Cooper no podría usar el idioma Pantemporal para su propósito.

—Tiene que ser algo sutil —dijo Twissell—. Habrá usado un procedimiento indirecto. Habrá colocado un anuncio que parecerá perfectamente normal a los habitantes de los Tiempos Primitivos. ¡Perfectamente normal! Y, sin embargo, debe ser evidente para nosotros, una vez sepamos lo que estamos buscando. ¡Del todo evidente! Algo que salte a la vista, porque habremos de buscarlo entre incontables anuncios semejantes. ¿De qué tamaño cree que debe ser, Harlan? ¿Son muy caros esos anuncios?

—Bastante caros, creo.

—Y Cooper tendrá que administrar su dinero. Además, para evitar preguntas indiscretas, lo mejor sería que fuese pequeño. Piense, Harlan, ¿de qué tamaño?

Harlan separó las manos.

—Quizá media columna.

—¿Columna?

—Ya sabe que se trata de revistas impresas. Sobre papel. Las líneas están dispuestas en columna.

—¡Ah, claro! No acabo de distinguir la literatura impresa y los microfilms... Bien, ya tenemos una primera aproximación. Hemos de buscar un anuncio de media columna que, prácticamente a la primera ojeada, nos demostrará que el hombre que lo insertó procedía de otro Siglo, en el hipertiempo, desde luego. Y sin embargo, será de aspecto tan corriente que cualquiera de los habitantes de aquel Siglo no encontraría nada sospechoso.

Harlan dijo:

—¿Qué pasará si no lo encuentro?

—Lo encontrará. La Eternidad aún sigue. Mientras permanezca, quiere decir que estamos sobre la pista acertada. Dígame, ¿puede recordar algún anuncio semejante en sus estudios con Cooper? ¿Algo que le pareciese anormal, fuera de lugar, sutilmente extraño?

—No.

—No quiero una contestación tan rápida. Tómese cinco minutos y piense.

—No es necesario. Cuando estudiaba la revista con Cooper, él no había estado en el Siglo Veinte.

—Por favor, muchacho. Use la cabeza. Al enviar a Cooper al Veinte ha introducido un elemento de cambio. No es un Cambio, no es una alteración irreversible. Pero se han efectuado algunos cambios con «c» minúscula, microcambios, como se les llama en Programación. En el mismo instante en que Cooper fue enviado al Veinte, el anuncio apareció en el número apropiado de la revista que usted guarda. Su propia Realidad ha sido microcambiada en el sentido de que ahora tendrá memoria de haber visto una página con aquel anuncio, en vez de una sin anuncio como ocurría en su anterior Realidad. ¿Me comprende?

Harlan se quedó asombrado, tanto por la facilidad con que Twissell seguía el hilo entre la selva de la filosofía temporal, como por las paradojas del Tiempo. Meneó la cabeza.

—No recuerdo haber visto nada parecido.

—Entonces, ¿dónde guarda su archivo de esa revista?

—Hice construir una biblioteca especial en el Nivel Dos, usando como justificación mis estudios con Cooper.

—Era suficiente —dijo Twissell—. Vamos allí, ¡ahora mismo!

Harlan contempló cómo Twissell miraba con curiosidad los viejos y encuadernados volúmenes de la biblioteca y cómo luego tomaba uno entre sus manos. Eran tan antiguos que el frágil papel había sido protegido por métodos especiales, pero las páginas crujían entre las manos nerviosas de Twissell

Harlan hizo un gesto. En cualquier otro momento le habría dicho a Twissell que se apartara de los libros, aunque se tratase del Jefe Programador de la Eternidad.

El anciano ojeó las viejas páginas y silenciosamente pronunció aquellas arcaicas palabras.

—¿Éste es el inglés de que siempre nos hablan los lingüistas? —dijo, golpeando con un dedo el volumen que tenía ante sí.

—Sí, es inglés —contestó Harlan.

Twissell volvió a colocar el libro en su lugar.

—Pesado e incómodo.

Harlan se encogió de hombros. En efecto, la mayor parte de los Siglos de la Eternidad usaban los microfilms. Una pequeña parte utilizaba el registro molecular. A pesar de todo, la imprenta y el papel no eran desconocidos.

Harlan dijo:

—Los libros no precisan de equipos técnicos, como ocurre con los microfilms, para leerlos.

Twissell se frotó la barbilla.

—Tiene razón. ¿Empezamos ya?

Sacó otro volumen de su estante y lo abrió encima de la mesa, mirándolo con dolorosa intensidad.

Harlan pensó: «¿Acaso cree que va a encontrar la solución con un golpe de suerte?».

Su idea debió ser acertada, porque Twissell, observando la mirada de Harlan, enrojeció y devolvió el libro a su lugar.

Harlan cogió el primer volumen del Centisiglo 19,25 y empezó a pasar las hojas metódicamente. Sólo sus ojos y su mano derecha se movían. El resto de su cuerpo permanecía rígido.

En lo que le parecieron intervalos enormes, Harlan se levantaba con un suspiro para alcanzar un nuevo volumen. En otras ocasiones, se interrumpía para tomar una taza de café, o un bocadillo, o para las demás necesidades.

—No le necesito aquí —dijo Harlan cansadamente.

—¿Le molesto? —dijo Twissell.

—No.

—Entonces me quedaré —murmuró Twissell.

Durante todo aquel espacio de tiempo, se acercó en ocasiones a los estantes, contemplando los títulos fijamente. Las puntas de sus cigarrillos le quemaron a veces los dedos, pero él no pareció notarlo.

Pasó un fisio-día.

El sueño fue agitado y de corta duración. A media mañana, rodeado de libros, Twissell apuró su taza de café y dijo:

—A veces me pregunto por qué no dimití de mi cargo de Programador después de aquel asunto... Ya sabe a qué me refiero.

Harlan asintió.

—En ocasiones me propuse hacerlo —continuó el anciano—. Estaba dispuesto. Durante muchos meses esperé con ansiedad que no me asignaran más Cambios. Los odiaba. Empecé a preguntarme si los Cambios eran justos. Es curioso cómo afectan a nuestros sentimientos. Usted conoce la Historia Primitiva, Harlan. Sabe cómo era. Su Realidad seguía la línea de la máxima probabilidad. Si aquella máxima probabilidad comprendía una pandemia, o diez Siglos de economía esclavista, o la ruina de la tecnología hasta..., vamos a ver, algo realmente pernicioso..., incluso hasta la guerra atómica si eso hubiera sido posible en aquel tiempo, ¡por Cronos!, aquello sucedía. Nada podía impedirlo. Pero donde existe la Eternidad, todo esto ha sido evitado. A partir del Siglo Veintiocho ya no suceden cosas semejantes. Hemos llevado nuestra Realidad hasta un punto de bienestar mucho más perfecto que lo que pudieron imaginar los Tiempos Primitivos; a un nivel al que, si no fuese por la intervención de la Eternidad, hubiera tenido muy pocas probabilidades de llegar.

Harlan pensó, avergonzado: «¿Qué quiere decirme? ¿Quiere que trabaje más de prisa? Estoy haciendo todo lo que puedo».

Twissell dijo:

—Si perdemos esta ocasión, la Eternidad desaparecerá, probablemente por todo el fisio-tiempo. Y en un enorme Cambio, toda la Realidad revertirá a su curso de máxima probabilidad, donde, estoy seguro, existirán las guerras atómicas y la destrucción de la Humanidad.

—Será mejor que continúe con mi trabajo —dijo Harlan.

Durante el siguiente descanso, Twissell dijo, desalentado:

—¡Tenemos tanto que hacer! ¿No hay una forma más rápida de hacerlo?

—Dígame cuál —dijo Harlan—. Creo que debo buscar en cada página, y mirar en cada parte de ella, además. ¿Cómo puedo hacerlo más de prisa?

Siguió pasando las hojas con regularidad.

—Llega un momento en que las letras empiezan a parecer confusas, y eso quiere decir que es hora de dormir —dijo Harlan.

El segundo fisio-día terminó.

A las 10.22 de la mañana, fisio-tiempo oficial del tercer día de su búsqueda, Harlan se quedó mirando una página con asombro y dijo:

—¡Ésta es!

Twissell no entendió sus palabras.

—¿Qué?

Harlan levantó la vista con expresión de sorpresa.

—No podía creerlo. No llegaba a convencerme, aun mientras usted no paraba de hablarme de todo ese lío de revistas y anuncios.

Twissell se había dado cuenta por fin:

—¡Lo ha encontrado!

Saltó para coger el volumen que Harlan tenía en sus manos, agarrándolo con dedos temblorosos.

Harlan se lo quitó y cerró el libro.

—¡Alto! Usted no lo encontrará, aunque le dijese en qué página está. 

—¡Qué hace! —chilló Twissell—. ¡Lo ha perdido!

—No está perdido. Sé dónde se encuentra. Pero antes...

—Antes, ¿qué?

—Hemos de aclarar una cuestión, Programador Twissell. Usted dijo que tendré a Noys. Entonces, tráigala. Deje que la vea —dijo Harlan.

Twissell contempló a Harlan, su blanco cabello completamente revuelto.

—¿Está bromeando?

—No —dijo Harlan secamente—. No bromeo. Usted me prometió que lo arreglaría. ¿Acaso bromeaba? Que Noys y yo volveríamos a estar juntos. Me lo prometió.

—Sí, lo hice. Eso está resuelto.

—Entonces preséntela viva, sana y sin daño.

—No le entiendo. Yo no la tengo. Nadie le ha hecho nada. Se encuentra todavía en el lejano hipertiempo, donde Finge dijo que estaba. Nadie ha ido a buscarla. ¡Por Cronos!, le dije que estaba segura.

Harlan se quedó mirando al Programador y se puso rígido.

—Está jugando con las palabras —dijo sordamente—. Desde luego, ella está en el hipertiempo, pero ¿de qué me sirve eso? Quite la barrera en el cien mil.

—¿La qué?

—La barrera. La cabina no puede pasar.

—Nunca me ha hablado de esto —dijo Twissell, aturdido.

—¿No lo hice? —dijo Harlan con sorpresa.

¿Era posible? Había pensado en ello continuamente. ¿No le había dicho nada a Twissell? En efecto, no recordaba haberlo hecho. Pero luego recobró su firmeza.

—Conforme —dijo—. Se lo digo ahora. Quite la barrera.

—Pero esto es imposible. ¿Una barrera contra las cabinas? ¿Una barrera temporal?

—¿Quiere decir que usted no mandó colocarla?

—Yo no lo hice. Por el Tiempo, lo juro.

—Entonces... entonces —Harlan se puso pálido—. Entonces lo ha hecho el Consejo. Conocían todo este asunto y han tomado una iniciativa sin consultarle a usted y..., por todos los Tiempos y Realidades, pueden seguir esperando su anuncio y a Cooper, Mallansohn y a toda la Eternidad. No se lo daré. No, ¡nunca!

—¡Espere, espere! —dijo Twissell, agarrando desesperadamente el brazo de Harlan—. Serénese. Piense, muchacho, piense. El Consejo no ha puesto ninguna barrera.

—La barrera está allí.

—Pero nadie puede haber puesto semejante barrera. Nadie puede hacerlo. Es teóricamente imposible.

—Usted no lo sabe todo. La barrera está allí.

—Yo sé más que ningún otro del Consejo, y tal barrera es imposible.

—Pues allí está.

—En tal caso...

Harlan se dio cuenta de que en los ojos de Twissell había aparecido un terror abyecto; un terror que ni siquiera había surgido cuando se enteró de la pérdida de Cooper y del peligro que amenazaba a la Eternidad.

16
Los Siglos Ocultos

A
ndrew Harlan contempló con mirada distraída cómo trabajaban aquellos hombres. Ellos trataban de ignorar su presencia, porque era un Ejecutor. De costumbre él ni siquiera se habría fijado en su presencia, pues eran del Servicio de Mantenimiento. Pero ahora los observaba y, en su desesperación, hasta llegó a envidiarlos.

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