El fin de la eternidad (27 page)

Read El fin de la eternidad Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Eran mecánicos del Servicio de Transporte Pantemporal, vestidos con uniformes grises y un emblema formado por una flecha de dos puntas rojas sobre un fondo negro. Estaban usando intrincados instrumentos de verificación para comprobar los motores de las cabinas y la capacidad de los tubos. Sin duda, pensó Harlan, no tenían grandes conocimientos teóricos sobre ingeniería temporal, pero era evidente que poseían una gran práctica del funcionamiento de los viajes por el Tiempo.

Harlan no había aprendido mucho sobre mantenimiento cuando era un Aprendiz. O, para decirlo más exactamente, no quiso aprenderlo. Los Aprendices que no aprobaban eran destinados a Mantenimiento. La profesión no especializada, como se la llamaba con irónico eufemismo, llevaba consigo la marca del fracaso, y todos los Aprendices evitaban hablar de ello.

Pero ahora, mientras les contemplaba, a Harlan le parecieron hombres bastante felices, rápidos y eficientes en su trabajo.

¿Por qué no? Eran muchos más que los Especialistas, los «verdaderos Eternos», en proporción de diez a uno. Tenían una vida social propia, viviendas exclusivas para ellos, y sus propios placeres. Su trabajo estaba fijado en tantas horas al día, y no se les exigía que supeditasen a la profesión sus actividades durante los períodos de descanso. Al contrario de los Especialistas, tenían tiempo libre para dedicarlo a la literatura y a las obras filmadas seleccionadas de las distintas Realidades.

Eran ellos, después de todo, quienes probablemente llevaban unas vidas más completas. La personalidad del Especialista resultaba deforme y artificial en comparación con la tranquila y sencilla existencia de los de Mantenimiento.

Eran los cimientos de la Eternidad. Le pareció extraño el no haber advertido hasta entonces aquel hecho tan evidente. Realizaban la importación de los alimentos y del agua procedentes del Tiempo normal, la eliminación de los desperdicios, y cuidaban del funcionamiento de las centrales de energía. Mantenían en marcha la maquinaria de la Eternidad. Si todos los Especialistas desaparecieran al mismo tiempo, Mantenimiento podía hacer que la Eternidad siguiera funcionando indefinidamente. Pero, en cambio si Mantenimiento desapareciera, los Especialistas tendrían que abandonar la Eternidad en cuestión de días, o morir miserablemente.

¿Estaban resentidos los hombres de Mantenimiento por la pérdida de sus Siglos natales, o por sus vidas sin mujeres o hijos? ¿Era suficiente compensación la protección contra la pobreza, la enfermedad o los Cambios de realidad? ¿Se les consultaba alguna vez en los asuntos de importancia?

El Jefe Programador Twissell interrumpió las ideas de Harlan al llegar apresuradamente. Parecía aún más agitado que media hora antes, cuando se había marchado a su despacho, una vez hubo dado sus instrucciones para los de Mantenimiento.

Harlan pensó: «¿Cómo puede resistirlo? Es un anciano».

Twissell miró a su alrededor con movimientos que recordaban a los de un pájaro, y los hombres automáticamente se pusieron firmes con respetuosa atención.

—¿Hay novedad en los Tubos? —preguntó.

Uno de los hombres respondió:

—Todo está normal, señor. Los pasos están libres y los Campos funcionan perfectamente.

—¿Lo han comprobado todo?

—Sí, señor. En el Hipertiempo, hasta donde tenemos instalados grupos transformadores de energía.

—Entonces pueden retirarse —dijo Twissell.

No había error posible en la interpretación de tal orden. Los hombres de Mantenimiento se inclinaron respetuosamente, dieron media vuelta y se fueron.

Twissell y Harlan se encontraron solos en la estación de las cabinas.

Twissell habló el primero.

—Usted se queda aquí. Se lo ruego.

Harlan meneó la cabeza.

—Debo ir.

—Compréndalo —dijo Twissell—. Si me sucede algo, usted aún puede encontrar a Cooper. Si le sucede a usted, ¿qué podría hacer yo u otro Eterno o combinación de Eternos?

Harlan volvió a menear la cabeza.

Twissell se puso un cigarrillo entre los labios.

—Sennor empieza a sospechar —dijo—. Estos dos últimos fisio-días me ha llamado varias veces por el intercomunicador. Quiere saber por qué me encierro con usted. Cuando sepa que he ordenado una revisión total de las máquinas de los Tubos... Debo irme, Harlan. No podemos perder más tiempo.

—Yo tampoco quiero perderlo. Estoy dispuesto a partir. Ahora.

—¿Insiste en hacer ese viaje?

—Si no hay barrera, no habrá peligro. Aun si la hubiese, yo he estado allí y he vuelto. ¿Qué teme usted, Programador?

—No quiero correr ningún riesgo innecesario.

—Entonces use la lógica, Programador. Tome la firme decisión de que yo le acompañe. Si la Eternidad aún existe después de eso, significa que el círculo aún puede cerrarse. Quiere decir que sobreviviremos. Si es una decisión equivocada, entonces la Eternidad pasará a la Irrealidad, pero será lo mismo si no voy, porque sin Noys no moveré un dedo para salvar a Cooper. Lo juro.

Twissell dijo:

—Yo se la traeré.

—Si es tan sencillo, entonces no puede haber peligro en que yo también vaya.

Evidentemente, Twissell estaba atormentado por la duda. Al final dijo con voz ronca:

—Acompáñeme, pues.

Y la Eternidad sobrevivió.

La preocupación no desapareció de la mirada de Twissell una vez se vieron dentro de la cabina. Contempló la rápida sucesión de las cifras en el indicador de Siglos. Hasta el indicador principal, que medía el paso del Tiempo en unidades de kilosiglos, iba cambiando a rápidos intervalos.

Twissell dijo:

—No ha debido venir.

Harlan se encogió de hombros.

—¿Por qué no?

—Me preocupa. Nada razonable. Llámelo una antigua superstición mía. No consigo evitarlo.

Enlazó las manos, apretándolas fuertemente. Harlan dijo:

—No le entiendo.

Twissell parecía tener ganas de hablar, como si quisiera conjurar algún incubo mental.

—Quizás entenderá lo que voy a decirle ahora —dijo Twissell—. Usted es experto en los Primitivos. ¿Por cuánto tiempo existió el hombre en los Tiempos Primitivos?

—Diez mil Siglos. Quince mil, quizá —dijo Harlan.

—En efecto. Empezó como una especie de mono y terminó como Homo sapiens, ¿no?

—Todo el mundo lo sabe.

—Entonces, todo el mundo sabe que la evolución de ta especie humana progresa a un paso rápido. Quince mil Siglos desde el mono al Homo sapiens.

—¿Bien?

—Bien, yo pertenezco a un Siglo de los Treinta mil...

Harlan no pudo evitar la sorpresa. Nunca había sabido cuál era el Siglo natal del Programador, ni había encontrado a nadie que lo supiera.

—Pertenezco a un Siglo de los Treinta mil —repitió Twissell—, y usted al Noventa y cinco. La distancia entre nosotros equivale al doble de la existencia del hombre en los Tiempos Primitivos; a pesar de ello, ¿qué diferencia hay entre nosotros dos? Yo nací con cuatro dientes menos que usted y sin apéndice. Las diferencias fisiológicas casi terminan ahí. Nuestro metabolismo es aproximadamente el mismo. La diferencia principal es que su cuerpo puede sintetizar los núcleos esteroides y el mío no; de modo que necesito colesterol en mis alimentos y usted no. Pero me fue posible la paternidad con una mujer del Siglo Quinientos setenta y cinco. Esto le demuestra la poca influencia del tiempo en la especie.

Harlan no se sintió impresionado. Nunca había dudado de la identidad básica del Hombre a través de los Siglos. Era una de aquellas cosas de experiencia diaria que se daban por sabidas. Contestó:

—Hay otras especies que se reproducen sin cambio durante millones de siglos.

—Son más bien las excepciones. Y sigue siendo un hecho evidente que la interrupción de la evolución de la especie humana coincide con el desarrollo de la Eternidad. ¿Es solo una coincidencia? Muy pocos piensan en esas cosas, excepto quizás el Programador Sennor y unos cuantos como él. Pero yo no soy Sennor, y nunca he creído en las especulaciones puramente científicas. Si hay algo que no puede ser calculado, entonces no vale la pena que un Programador pierda el tiempo con ello. A pesar de todo, cuando yo era joven, a veces pensaba...

—¿En qué? —dijo Harlan, diciéndose que no había daño alguno en seguirle la corriente al anciano.

—A veces pensaba sobre la Eternidad tal como era cuando empezó. Se extendía solo en unos cuantos Siglos de los Treinta y Cuarenta, y su función era principalmente comercial. Se dedicaban a la repoblación forestal de zonas desérticas y a la importación de abonos y productos químicos. Aquella era una vida sencilla. Entonces se descubrieron los Cambios de Realidad. El primer Jefe Programador Henry Wadseman, en la dramática intervención que todos conocemos, impidió una guerra simplemente estropeando el freno del coche de un Senador. Después de aquello, fueron presentándose cada vez más ocasiones que reclamaban nuestra intervención. La Eternidad transfirió su centro de gravedad del comercio a los Cambios de Realidad. ¿Por qué?

Harlan contestó:

—Por razones obvias. El mejoramiento de la humanidad.

—Sí, sí. En circunstancias normales, yo también pienso así. Pero ahora estoy hablando de mis pesadillas. ¿No podría ser que existiese otra razón, una razón oculta, subconsciente? Un hombre que viaje por el ilimitado futuro podría encontrar hombres tan superiores a él, como él está por encima del mono. ¿Por qué no?

—Tal vez. Pero los hombres son hombres...

—Hasta en el Siglo Setenta mil. Sí, lo sé. ¿No cree posible que nuestros Cambios de Realidad tengan algo que ver con esto? Nosotros hemos eliminado lo extraordinario. Hasta el Siglo natal de Sennor, la costumbre de la depilación está sometida a continua crítica, y eso que es completamente inofensiva. En el fondo, quizás hemos impedido la evolución de la especie porque no queremos encontrar al superhombre.

—Es posible —dijo Harlan—. ¿Qué nos importa?

—Pero ¿y si el superhombre existe en efecto, fuera del alcance de la Eternidad? Nosotros controlamos solo hasta el Setenta mil. Al otro lado de esa frontera están los Siglos Ocultos. ¿Por qué se ocultan? ¿Por qué el hombre evolucionado no quiere tratos con nosotros y nos prohibe entrar en su Tiempo? ¿Por qué permitimos que continúen ocultos? ¿Por qué no queremos saber nada de ellos, y habiendo fracasado en nuestro primer intento, rehusamos hasta abordarlo de nuevo? No quiero decir que sea una razón consciente, pero es una razón.

—De acuerdo en todo —dijo Harlan, abatido—. Ellos están fuera de nuestro alcance y nosotros del de ellos.

Vivamos y dejemos vivir.

Twissell pareció impresionado por la frase.

—Vivamos y dejemos vivir. Pero no es así. Nosotros hacemos los Cambios. Los Cambios se extienden solo por unos cuantos Siglos antes que la inercia temporal los reduzca a cero. Recuerde que, durante el almuerzo, Sennor lo mencionó como uno de los problemas sin solución del Tiempo. Pero pudo decir que eso solo es verdad en términos estadísticos. Algunos Cambios afectan a más Siglos que otros. Teóricamente, cualquier número de Siglos pueden ser afectados por un solo Cambio: cien Siglos, mil, cien mil. El hombre evolucionado de los Siglos Ocultos quizá lo sepa. Supongamos que está preocupado por la posibilidad de que algún día un Cambio llegue hasta el Siglo Doscientos mil.

—Es inútil preocuparse por semejantes cosas —dijo Harlan con el aire del que tiene problemas más importantes en qué pensar.

—Pero supongamos —dijo Twissell en un susurro— que se sintieron tranquilos mientras dejábamos vacías las Secciones de los Siglos Ocultos. Significaba que no éramos agresores. Supongamos que esta tregua, a como quiera llamarla, fuese quebrantada, y alguien pareciera establecerse con carácter permanente más lejos del Setenta mil. Supongamos que ellos se lo tomasen como el principio de una invasión. Pueden impedirnos la entrada en su Tiempo, por cuanto su ciencia debe estar más adelantada que la nuestra. Supongamos que pueden hacer lo que nos parece imposible a nosotros, y establecer una barrera a través de los Tubos, aislándonos de...

Entonces Harlan comprendió, aterrorizado.

—¿Tienen a Noys en su poder?

—No lo sé. Sólo es una hipótesis. Quizá se estropeó algo en los motores de su cabina...

—¡La barrera estaba allí! —gritó Harlan—. ¿Qué otra explicación puede haber? ¿Por qué no me lo dijo antes?

—No estaba seguro —dijo Twissell—. Aún no lo estoy. No he debido pronunciar una sola palabra de estas divagaciones absurdas. Fueron mis propios temores... el problema de Cooper... y todo eso... Pero esperemos, solo faltan unos minutos.

Señaló el indicador de Siglos. El cuadrante principal marcaba la posición entre los Siglos 95.000 y 96.000.

—¿Qué podemos hacer? —murmuró Harlan.

Twissell sacudió la cabeza con un elocuente gesto de esperanza y paciencia, y quizá también de desamparo.

99.851..., 99.852..., 99.853...

Harlan se preparó para el choque contra la barrera y pensó desesperado: «¿Sería la salvación de la Eternidad el único medio de combatir a las criaturas de los Siglos Ocultos? ¿Cómo recuperar a Noys, si no? Regresar de nuevo al 575.° y trabajar enloquecido para...».

99.984. . . , 99.985. . . , 99.986. . .

—Ahora, ahora —dijo Harlan en un susurro, sin darse cuenta de las palabras que pronunciaba.

99.998 . . . , 99.999. . . , 100.000. . . , 100.001. . . , 100.002. . .

Los números siguieron cambiando regularmente y los dos hombres contemplaron el movimiento del indicador en un silencio mortal.

Luego Twissell gritó:

—¡No hay ninguna barrera!

Y Harlan contestó:

—¡La había! ¡La había! —y continuó con un grito agónico—. Quizá se han apoderado de ella y ya no necesitan la barrera.

111.394.

Harlan saltó de la cabina y gritó:

—¡Noys! ¡Noys!

Un eco apagado le contestó desde las paredes de la vacía Sección.

Twissell, que le seguía más despacio, le llamó:

—Espere, Harlan...

Era inútil. Harlan se perdía a la carrera por los corredores que conducían a la parte de la Sección que había sido una especie de hogar para él y Noys.

Pensó vagamente en la posibilidad de encontrar a uno de los hombres evolucionados de Twissell y sintió que se le erizaba el cabello, pero apartó la idea en su ansiedad por encontrar a Noys.

—¡Noys!

Todo fue tan rápido, que ella estuvo en sus brazos antes de que él se diera cuenta de que la había visto. Noys estaba allí, con él, y notó el rostro de ella contra su hombro.

Other books

I’ll Be There by Samantha Chase
Things You Won't Say by Sarah Pekkanen
The Traveler by John Twelve Hawks
Spark by Cumberland, Brooke
The Great Christmas Bowl by Susan May Warren
The Snake Tattoo by Linda Barnes