—¿El doctor Tauber le dijo que ella había estado en Auschwitz?
—¿Humm?
—Hannah Schlegel.
Por un momento, la mujer pareció no comprender. Después cayó en la cuenta de qué le hablaba el hombre.
—Oh, sí, sí. Dijo que charlaron en el barco. Le he dicho que vinieron en el mismo barco, ¿verdad? Pasaron dos semanas a bordo. Seiscientas personas. Apretadas como sardinas. ¿Se lo imagina? ¡Sobrevivir a los campos y después tener que pasar por eso! Dijo que era guapa. Muy joven y muy guapa. Dura. Amargada. El hermano no dijo ni una palabra en todo el viaje, por lo visto. Se pasaba el día mirando el mar. Traumatizado.
Ben Roi no recordaba que el detective egipcio hubiera mencionado ningún hermano. Se mordisqueó el labio y decidió dejar el orgullo a un lado, se levantó, caminó hasta la cómoda y cogió el bolígrafo del jarrón. Miró a la señora Weinberg con las cejas enarcadas, como diciendo: «¿Le importa?». La mujer estaba perdida en sus pensamientos y ni siquiera pareció darse cuenta de que se había movido de la butaca.
—Pobres criaturas —decía—. No debían de tener más de quince o dieciséis años. Haber padecido semejante calvario. ¿Cómo es este mundo? ¿Cómo es este mundo que permite que cosas como esas le ocurran a un niño, o a quien sea?
Ben Roi se sentó de nuevo en su butaca y garabateó con el bolígrafo en la palma de su mano para que la tinta se moviera.
—¿Aún vive? —preguntó—. El hermano.
La anciana se encogió de hombros.
—Según el doctor Tauber, estaba... Ya sabe... —Se llevó el índice a la sien, el gesto que comunica trastornos, locura—. ¿Qué cabía esperar? Inyecciones, abierto en canal, como un animal.
Ben Roi alzó la vista. Tenía la palma de la mano llena de rayas de bolígrafo.
—¿Qué quiere decir?
—Bien, eran gemelos, ¿no? ¿No se lo he dicho? Estaba segura de que sí. La señora Schlegel y su hermano. Y ya sabe una de las cosas que hacían con ellos en los campos. Experimentos. Habrá leído acerca de ello.
A Ben Roi se le hizo un nudo en la garganta. Había oído hablar de ello. Los médicos nazis utilizaban a los gemelos humanos como conejillos de Indias, los sometían a los más viles y dolorosos experimentos genéticos, los mutilaban, esterilizaban, los hacían pedazos. Una carnicería.
—Santo Dios —consiguió murmurar.
—No es de extrañar que el pobre chico estuviera un poco... —Volvió a llevarse el índice a la sien—. Pero la chica no. Era dura. Fuerte. Eso dijo el doctor Tauber. Delgada como una cerilla, pero por dentro fuerte como un hierro. Cuidaba de su hermano. No le perdía de vista.
Miró a Ben Roi.
—¿Sabe lo que dijo? Cuando iban en el barco. «Voy a encontrarlos.» Eso me contó el doctor Tauber. No lloraba, no se quejaba. Sólo dijo: «Aunque tarde el resto de mi vida, voy a encontrar a la gente que nos hizo esto. Y cuando los encuentre, los mataré». Dieciséis años de edad, por el amor de Dios. Ningún niño tendría que sentir esas cosas. Issac. Así se llamaba el hermano. Isaac Schlegel.
Paró de tejer y, con un suspiro, dejó las agujas y la lana a un lado, se puso en pie y se acercó a la jaula del periquito. Dio unos golpecitos en los barrotes con la uña. El pájaro se deslizó sobre el palo hacia ella y agitó las alas, piando.
—Bonito —le arrulló ella—. ¿Quién es más bonito que tú?
Ben Roi había extendido la página de la libreta sobre su muslo y estaba tomando notas en los espacios en blanco disponibles.
—¿Sabe si su hermano vive todavía? —inquirió, y repitió la pregunta un par de minutos más tarde.
—No sabría decirle —contestó la anciana, mientras deslizaba un dedo por los barrotes de la jaula produciendo un ruido rítmico—. No llegué a conocerle.
—¿Vivía con ella?
—Oh, no. Estaba demasiado enfermo. La última vez que supe de él estaba en Kfar Shaul. Me lo dijo el doctor Tauber.
Kfar Shaul era una clínica psiquiátrica situada al noroeste de la ciudad. Ben Roi anotó el nombre.
—Al parecer, su hermana le visitaba cada día. Pero nunca hablaba de él. Conmigo no, al menos. No tengo ni idea de si aún vive. El tiempo pasa para todos, ¿verdad?
El periquito había saltado al columpio y se estaba meciendo. La mujer le silbó una tonada desafinada.
—Y dice que venían de Francia.
—Bien, eso me dijo ella. Fue la única vez que sostuvimos una conversación de verdad. En veinte años. ¿No le parece increíble? Ella llegó cargada de compras (debía de ser
Pesah
, porque llevaba una bolsa llena de cajas de pan ácimo), y nos pusimos a hablar en el pasillo. No me acuerdo de qué, pero dijo que había nacido en Francia, de eso estoy segura. Y habló de una granja y un castillo. ¿O lo estoy imaginando? No recuerdo los detalles. Aún veo aquellas cajas de pan ázimo, con tanta claridad como si las tuviera delante. Es curioso lo que retiene la mente, ¿verdad?
Silbó de nuevo al periquito e introdujo una mano en el bolsillo de la bata.
—¿Sabe si tenía más parientes? —preguntó Ben Roi—. ¿Marido, hijos, padres?
—Yo no los vi.
La anciana estaba buscando algo en el bolsillo.
—Vivía sola, pobre mujer. Sin familia, sin amigos. Completamente sola. Yo al menos tenía a mi Teddy, Dios le tenga en Su gloria. Cuarenta y cuatro años estuvimos juntos, y nunca me alzó la voz. Aún me despierto pensando que sigue aquí.
Había inclinado el cuello hacia un lado para mirar el bolsillo, mientras la mano continuaba su exploración.
—¿Y el trabajo? —preguntó Ben Roi—. ¿La señora Schlegel tenía un empleo?
—Creo que hacía algo en Yad Vashem. Archivera o algo así. Se iba pronto por las mañanas y volvía tarde, con los brazos cargados de papeles, carpetas y Dios sabe qué más. Un día se le cayeron y la ayudé a recogerlos. Había algo sobre Dachau, con un sello de Yad Vashem encima. Dios sabe por qué quería traerse a casa eso después de lo que había sufrido. ¡Ajá!
Sacó la mano del bolsillo con una especie de nuez pequeña o semilla capturada entre el índice y el pulgar y la movió ante la jaula como diciendo: «¡Mira lo que tengo!». Después, aferrando la muñeca con la otra mano para que no temblara, introdujo la semilla entre los barrotes. El periquito trinó entusiasmado y saltó del columpio.
Ben Roi observó sus notas para ver si podía preguntar algo más. Reparó en el nombre que el detective egipcio le había proporcionado.
—¿Le dice algo el nombre de Piet Jansen? —inquirió. La anciana reflexionó un momento.
—Conocí a una tal Renée Jansen —dijo—. Vivía a dos calles de nosotros en Tel Aviv. Llevaba una prótesis de cadera y tenía un hijo en la marina.
—He dicho Piet Jansen.
—No le conozco.
Ben Roi asintió y consultó su reloj. Hizo un par de preguntas más: ¿Sabía si la señora Schlegel tenía enemigos? ¿Algún interés poco usual? ¿La conocía algún otro vecino? La mujer no pudo aportar más información, y por fin, con la sensación de que ya había hecho lo que cabía esperar, el policía dobló la hoja de libreta, devolvió el bolígrafo al jarrón y dijo que ya no necesitaba molestarla más. La mujer le obligó a terminar el zumo de naranja («¡Si no bebe, se deshidratará!») y le acompañó hasta el portal del edificio.
—Ni siquiera sé dónde la enterraron —dijo, mientras abría la puerta de la calle—. Fuimos vecinas durante veintiún años y ni siquiera sé dónde está su tumba. ¿Me informará si lo averigua? Me gustaría decir un
kiddush
por ella en su
yahrzeit.
Pobre mujer.
Ben Roi murmuró algo, sin comprometerse, le dio las gracias y salió a la calle. Dio un par de pasos y se volvió.
—Una última cosa. No sabrá qué fue de las posesiones de la señora Schlegel, ¿verdad?
La anciana le miró y enarcó un poco las cejas, como sorprendida por la pregunta.
—Se quemaron, por supuesto.
—¿Se quemaron?
—En el incendio. Habrá oído hablar del incendio. Ben Roi la miró sin comprender.
—Al día siguiente de su muerte. ¿O dos días después? Unos chicos árabes treparon por la tubería de desagüe de atrás, cubrieron todo de petróleo y le prendieron fuego. Destruyeron el piso. Si la señora Stern no hubiera dado la voz de alarma, todo el bloque habría ardido. —Meneó la cabeza—. Pobre mujer. Sobrevivir a los campos de exterminio para acabar su vida así, asesinada, con su hogar destruido. ¿En qué mundo vivimos? Gente asesinada, niños enviados al ejército... ¿En qué mundo vivimos?
Exhaló un profundo suspiro, alzó la mano en señal de despedida y cerró la puerta. Ben Roi se quedó plantado en la calle, con la frente llena de arrugas, como surcos de un arado en una ladera rocosa.
Jerusalén
Maldito Castelombres. La noche anterior, Laila se había sentido eufórica al hallar la nueva pista, convencida de que era lo que necesitaba para resolver el enigma de Guillermo de Relincourt. Ahora, sin embargo, después de pasarse un día escarbando e investigando, no sabía mucho más que antes de oír hablar del jodido lugar.
Antes que nada había llamado a Cambridge, con la esperanza de hablar con el profesor Magnus Topping, pero un portero de la universidad le había informado de que el profesor no tenía teléfono («El timbre le molesta, señora») ni dirección de correo electrónico («Prefiere su máquina de escribir, señora»).
—¿Y cómo demonios puedo ponerme en contacto con él? —había preguntado ella, mientras imaginaba a un malhumorado académico, fumador de pipa, atrincherado en un estudio forrado de libros, ajeno por completo al mundo exterior.
—Bien, señora —había contestado el portero, empeñado en introducir un educado aunque paternalista «señora» en cada frase—, podría escribirle, aunque, entre usted y yo, no suele contestar las cartas. O podría pasarse por su casa, que por lo general es la mejor manera de localizarle.
—Llamo desde Jerusalén.
—Ah. Bien, entonces será difícil, ¿verdad, señora?
Una vez eliminada la opción Topping, había vuelto a internet. Al contrario que Guillermo de Relincourt, Castelombres apenas aparecía en la red. Medio día de cuidadosa búsqueda no había añadido ninguna más a las seis páginas de la noche anterior, de las cuales la sexta había resultado ser de «Sanitarios de Porcelana Castelombres», una empresa radicada en Amberes. De las otras cinco, una era la genealogía truncada que le había proporcionado la relación con Esclarmonde de Rolincoeur, otra una mala traducción de un artículo académico francés sobre la tradición trovadoresca del Languedoc en el siglo XII; una página dedicada a la historia de la Cábala y el misticismo judío; una nota a pie de página de un artículo sobre un sabio medieval judío llamado Rashi, y una referencia de pasada a la sección «Ruinas encantadas» de un sitio llamado «Francia secreta».
De estas páginas había recogido información diversa, retazos aleatorios de un misterio mayor. Sin embargo, no constituían la revelación que esperaba. Al contrario, lejos de ayudar a aclararle todo el asunto de Guillermo de Relincourt, la pista de Castelombres sólo había parecido complicar más la búsqueda, al añadir ángulos nuevos y confusos a una imagen que ya semejaba tan oscura y desordenada como una composición de Braque, un batiburrillo de elementos dispares que apuntaban a algo relevante, sin resolverse jamás en una forma reconocible.
Se inclinó hacia la libreta que tenía delante, mientras se preguntaba qué significaba aquello, adonde la conducía.
Castelombres
«El Castillo de las Sombras». Sede de los condes de Castelombres. Castillo destruido en la Cruzada Cátara de 1243. Sólo quedan unas pocas ruinas (¡fantasmas!). Dept. Ariége.
Pueblo de Castelombres a 3 km de distancia.
Esclarmonde de Rolincoeur (Relincourt). «Esclarmonde la Sabia», «La Dama Blanca de Castelombres». Casada con Raimundo III de Castelombres,
c.
1097. No existen detalles biog. Famosa por su inteligencia, belleza, caridad, etc. Figura popular en la tradición trovadoresca.
Bona domna Esclarmonda,
Comtessa Castelombres,
Era bella e entendia
Esclarmonda la blanca
Jaufré Rudel (1125-1148), idioma occitano.
C. importante centro de cultura. Famoso por tolerancia religiosa. Muchos estudiosos judíos. Cábala.
«Lo Privat de Castelombres»: el Secreto de Castelombres. Referencias en trovadores. Esclarmonde la «protectora». Nadie sabe a ciencia cierta de qué secreto se trataba.
Lo que más le frustraba era saber que había dado un salto adelante significativo. Los vínculos eran demasiado estrechos, las similitudes demasiado grandes, para que fuera una mera coincidencia. No le cabía la menor duda de que Esclarmonde la Blanca era la misma Esclarmonde a la que Guillermo de Relincourt había enviado su carta codificada, ni de que «C» y el castillo de Castelombres eran lo mismo. Y si todas esas piezas encajaban, cabía suponer que esa cosa «antigua» que Guillermo había encontrado, de «gran poder y belleza», estaba relacionada con el misterioso «Secreto de Castelombres».
Por lo demás, no parecía progresar. Se había puesto en contacto con un par de expertos de la Universidad Hebrea, incluido el profesor de la Cábala Gershom Scholem, el cual había añadido algunos detalles al cuadro general. Castelombres no sólo había atraído a estudiosos judíos, le informó, sino que, desde mediados del siglo
XII,
daba la impresión de ser un lugar de peregrinación judía. Por qué y qué tenía que ver con Guillermo de Relincourt o el llamado «tesoro de los cátaros» no estaba claro. Era como si Laila hubiera saltado un abismo sólo para estrellarse contra una muralla de roca.
Releyó sus notas una vez más. Después recogió la hoja que la noche anterior había impreso de la página web de la Sociedad Historiográfica del St. John's College y volvió a leerla. «En esta ilustrativa y colorida disquisición, el profesor Topping explicó que sus investigaciones de los anales de la Inquisición en el siglo XIII habían revelado un vínculo inesperado entre el legendario tesoro de los cátaros y el llamado "Secreto de Castelombres".»
Cuantas más vueltas le daba, más se convencía de que Topping era la clave; de que podía navegar por la red
ad infinitum
, llamar a todos los expertos, pero que sin hablar con él cara a cara nunca avanzaría. A juzgar por lo que el portero de la universidad le había dicho, la única manera de hablar con Topping era subir a un avión y volar a Inglaterra.
—De ninguna manera —murmuró—. De ninguna manera, joder.