El guardián de los arcanos (37 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

Salió y cerró de un portazo, dejando solos a Ben Roi y el palestino. Aparte del ojo amoratado de la noche de la detención, el hombre presentaba ahora una fea escarapela de morados en la mejilla izquierda. Estaba sin afeitar y despedía un olor agrio a sudor y excrementos, que poco a poco fue impregnando la habitación. Miró a Ben Roi y luego clavó la vista en el suelo, mientras se removía en su asiento, incómodo por la postura que le obligaban a adoptar las esposas. Ben Roi sacó una tableta de chicle del bolsillo y se la metió en la boca.

—¿Qué ha pasado con tus pantalones?

El palestino se encogió de hombros, sin decir nada.

—¿Alguien te los ha robado?

El palestino no contestó.

Ben Roi repitió la pregunta.

—Nadie robarlos —respondió el hombre, mientras paseaba de un lado a otro los ojos inyectados en sangre.

—Entonces, ¿qué ha sido de ellos?

El hombre retorció su muñeca esposada.

—Yo enfermo —musitó tras una breve pausa, ruborizado—. Necesito cagar. Lo digo al guardia pero no me deja salir. Suplico, pero él sólo ríe. Así que me cago en los pantalones. Otros hombres en la celda me dan estos, pero nadie tener pantalones nuevos. ¿Vale?

Alzó la vista, los ojos henchidos de humillación y odio. Ben Roi le miró, examinó la mejilla púrpura, los calzoncillos, la muñeca esposada, mientras el ruido que hacía al mascar el chicle resonaba en la habitación como unos pies chapoteando en una ciénaga. Pasó medio minuto y, con un gruñido de irritación, se puso en pie, avisó al prisionero de que, si intentaba alguna treta, acabaría con el otro ojo morado, pero peor aún, y salió de la habitación. Regresó un momento después con un llavero, se inclinó y abrió las esposas. El palestino se enderezó y se masajeó la muñeca. Ben Roi volvió a sentarse y abrió el expediente del incendio, que había traído consigo.

—Voy a hacerte unas preguntas —masculló, mientras contemplaba las notas—. Las mismas reglas de antes: si me vienes con chorradas, cobrarás. ¿Está claro?

El palestino seguía masajeándose la muñeca. Ben Roi levantó la vista.

—¿Está claro?

El palestino asintió.

—Muy bien. El 10 de marzo de 1990, tú y otros dos chicos fuisteis al barrio judío y prendisteis fuego a un apartamento. ¿Te acuerdas?

Hani-Yamal soltó un gruñido de asentimiento. Ben Roi se inclinó hacia él.

—¿Por qué?

Al final, no obtuvo gran cosa. El palestino se mostró nervioso y evasivo, convencido de que Ben Roi intentaba tenderle una trampa para que admitiera su culpabilidad. Sin embargo, el problema no era ese, sino que no parecía saber mucho. Su primo Mayi, uno de los dos muchachos condenados por el incendio, le había atraído a la empresa con la promesa de que le daría veinte dólares si actuaba de vigía. No había subido al piso, sólo esperado en la callejuela de abajo, mientras los otros dos trepaban e incendiaban la propiedad de la anciana. Ignoraba por completo por qué lo habían hecho y si tenían algo en contra de la mujer. Ben Roi insistió, sondeó, engatusó, sin éxito, hasta comprender que no iba a sacarle nada más, de modo que puso fin al interrogatorio.

—El tal Mayi... —Pasó las páginas del expediente—. ¿Aún vive en el campo de al-Amari, calle al-Din, número dos?

El palestino clavó la vista en sus pies, silencioso.

—Vamos, no me cabrees.

El hombre frunció el ceño.

—Yo no delatar.

—No te estoy pidiendo que delates, idiota de mierda. Tengo la dirección delante de mí. Sólo necesito que la confirmes.

El palestino alzó la vista, con los ojos rebosantes de desconfianza y vacilación, y después asintió apenas. Ben Roi garabateó una nota, cerró el expediente, se puso en pie, caminó hacia la puerta y se asomó al pasillo para anunciar que había terminado. Cuando volvió a entrar en la habitación, el palestino había girado en su asiento y le estaba mirando.

—¿Qué?

—¿Por qué sacarlas?

El hombre indicó las esposas abiertas sobre la mesa. Ben Roi no contestó; volvió a la mesa y recuperó el expediente.

—¿Por qué hacer esto? —insistió Hani-Yamal.

Se oyó el ruido de pasos que se acercaban por el pasillo.

—¿Siente pena por mí?

—No, no siento la menor pena por ti —gruñó Ben Roi, irritado por la pregunta.

—Entonces, ¿por qué hacer esto?

Ben Roi le miró, con el expediente en la mano, los dedos hundidos en el cartón. ¿Por qué le había quitado las esposas? No podía explicarlo. Una voz en su cabeza: la de ella, pero también la de él, un Arieh anterior, un yo olvidado. Un Arieh que pensaba haber perdido para siempre.

—Porque si necesitas jiñar de nuevo no quiero que lo hagas delante de mí —contestó malhumorado—. No he venido aquí para oler tu sucia mierda árabe.

Se dirigió hacia la puerta y, tras despedirse con un movimiento de la cabeza del policía que acababa de llegar, se alejó por el pasillo. Las preguntas del palestino le molestaban más que la pérdida de tiempo que había significado el interrogatorio.

46

Península del Sinaí, cerca de la frontera con Israel

El hombre contempló las estrellas y enrolló alrededor de un dedo una borla de su kefía.

—¿Sabes lo que me decía mi padre? Que Tierra Santa es un espejo del mundo entero. Cuando esta tierra sufre, el mundo también. Y cuando reine la paz, entonces, y sólo entonces, habrá esperanza para todos los demás países.

A su lado, una segunda figura, de más edad, también estaba mirando las estrellas, con un puro encajado entre los dientes. Su extremo encendido alternaba entre un rojo encendido y un naranja feroz, mientras iba dando lentas caladas.

—¿Aún vive tu padre?

El hombre más joven negó con la cabeza.

—Murió en el ochenta y cuatro. En Ketziot. ¿Y el tuyo?

El que fumaba también negó con la cabeza.

—En el sesenta y ocho. Altos del Golán. Una bala en el vientre.

Guardaron silencio, cada uno absorto en sus pensamientos, el desierto los rodeaba oscuro y silencioso. El gozne oxidado de un postigo chirrió a su espalda como el canto de un gigantesco insecto nocturno. Una estrella fugaz destelló en el cielo un instante, antes de desaparecer. Extrañas formaciones rocosas retorcidas acechaban en las sombras, como garras que surgieran de un pozo oscuro y profundo. A lo lejos, un ave sobresaltada alzó el vuelo de repente y chilló muy fuerte.

—¿De veras crees que saldrá bien? —preguntó por fin el más joven, al tiempo que se frotaba los ojos—. ¿Crees que podremos convencerlos?

Su compañero se encogió de hombros, pero no dijo nada.

—A veces, me preocupa que pueda ser demasiado tarde. Hace diez años, tal vez cinco... quizá habría sido posible. Pero ahora, después de todo lo que ha pasado...

Suspiró e inclinó la cabeza hacia el pecho. El hombre del puro le miró un momento, avanzó un paso y apoyó una mano sobre su hombro.

—Venderlo era la parte más difícil. Esto... —añadió señalando con la cabeza el edificio que había detrás— ...sólo fue el primer paso. Pero ahora hemos dado el paso necesario para seguir avanzando. Hemos de hacerlo. Por tu padre. Por mi hija. Por nuestros pueblos.

El joven alzó la vista con rostro inexpresivo, pero luego, de manera inesperada, sonrió.

—Quién lo habría pensado, ¿eh? ¡Tú y yo! ¡Reunidos aquí como amantes!

El del puro también sonrió.

—Si nosotros lo hacemos, los demás también podrán. ¿Qué te parece si nos ponemos en contacto con Jerusalén una vez más, sólo para estar seguros?

El joven asintió, dio media vuelta y los dos entraron en el edificio, cada uno rodeando los hombros del otro.

47

Jerusalén

—¿Adónde quiere que le lleve?

El taxista miró a Ben Roi con suspicacia.

—Al campo de al-Amari. Calle al-Din.

El taxista meneó la cabeza, mientras tamborileaba nerviosamente con los dedos sobre el volante del Peugeot.

—Está al otro lado de la frontera. Usted israelí. Peligroso.

—Quiero un coche, no un jodido sermón —gruñó Ben Roi, que no estaba de humor para discusiones—. O me llevas tú, o me busco otro. Elige. Y deprisa.

El taxista se mordió el labio, dividido entre el deseo de ganarse una buena pasta y la inquietud de llevar a un israelí en un taxi. Al final, la economía ganó la partida, y de mala gana abrió la portezuela del pasajero.

—Si quiere ir a al-Amari, a al-Amari le llevaré —murmuró—. Es su funeral.

Ben Roi subió y partieron. El hombre condujo en silencio, siguiendo Derej Ha-Shalom hasta la autopista principal entre Jerusalén y Ramallah, y luego aceleró en dirección norte. El nuevo barrio judío de Pisgat Ze'ev se desplegó a su derecha, hileras de casas de piedra amarilla idénticas desfilando a través del paisaje como la vanguardia de un gigantesco ejército, cosa que, en cierto sentido, eran. Ben Roi las miró por la ventanilla abierta, el pelo alborotado por la brisa. Su rostro impasible e inexpresivo desmentía la inquietud que sentía.

El taxista tenía razón. Era peligroso para alguien como él cruzar la frontera. Un policía israelí, solo, en una zona bajo control de la Autoridad Nacional Palestina, con el actual clima político... peligroso de cojones. Las otras opciones eran implicar a las autoridades palestinas en el caso, o bien montar una operación militar a gran escala con coches blindados y Dios sabe qué más. Ambas posibilidades podrían retrasarle varios días. Y los dolores de estómago eran demasiado fuertes para eso. Quería saber qué había pasado con aquel incendio premeditado. Necesitaba saberlo. Con un poco de suerte, entraría y saldría sin que nadie se fijara en él. Y si no... Palpó la chaqueta con la mano y notó el tranquilizador bulto metálico de su pistola Jericho bajo la tela.

Llegaron al puesto de control de Kalandia e hicieron cola durante veinte minutos, antes de que les dieran permiso para pasar y aceleraran de nuevo. En este lado, el palestino, la carretera estaba llena de socavones, los edificios se veían desaliñados y en un estado deplorable, como si no sólo hubieran cruzado una barrera entre dos zonas del mismo país, sino una frontera tras la que se extendía una tierra diferente y mucho más pobre. Tres kilómetros más adelante encontraron otro puesto de control, esta vez palestino: un par de bidones de petróleo colocados de cualquier manera en la carretera, con un solo policía con boina roja y aspecto aburrido a su cuidado. Después se desviaron a la izquierda por una empinada carretera lateral que descendía hacia una masa gris y sombría de edificios de cemento y bloques cenicientos, apilados unos sobre otros como un montón de huesos blanqueados por el sol. El taxista aminoró la velocidad y paró.

—Bienvenido a al-Amari —gruñó.

Contemplaron el lugar durante unos minutos, y después siguieron bajando. Se detuvieron un momento para preguntar por la dirección a un chico con el pelo cubierto de polvo y entraron en el campo propiamente dicho. Sus decrépitos edificios grises se cerraron a su alrededor, los habitantes (ancianos con kefías de cuadros, grupos de
shebab
haraganeando en las esquinas de las calles) les lanzaron miradas suspicaces cuando pasaron. El coche traqueteaba en la carretera sembrada de baches. Festones de cables de electricidad colgaban sobre sus cabezas, cintas multicolores con pintadas en árabe cubrían hasta el último centímetro cuadrado de espacio (Hamas, al-Mulatham, Muerte a Israel, La Intifada vencerá), y de vez en cuando se veían hileras de carteles con las imágenes de mártires suicidas locales.

¿Qué coño estoy haciendo en este cagadero?, pensó Ben Roi, al tiempo que reprimía el deseo de decir al taxista que diera media vuelta y saliera de inmediato. Debo de estar como una regadera, se dijo.

Siguieron avanzando, las calles se hicieron más estrechas y las dificultades para maniobrar el coche aumentaron. Ben Roi se sentía cada vez más inquieto. Por fin, después de lo que se le antojó una eternidad, aunque no fueron más que un par de minutos, doblaron una esquina muy cerrada y pararon delante de un callejón atestado de basura y materiales de construcción desechados.

—Al-Din —dijo el taxista—. ¿Qué número busca?

—El dos.

El hombre se asomó por la ventanilla y miró el callejón.

—Ése. —Señaló una pesada puerta de acero, la primera de la izquierda, sobre la cual había un número árabe de gran tamaño—. ¿Quiere que espere?

—Claro que sí, joder —murmuró Ben Roi, y salió del coche.

Miró alrededor, nervioso, desprotegido; imaginó ojos que miraban, voces que susurraban. Luego dio una palmada tranquilizadora a la Jericho, comprobó que llevaba el móvil conectado y recorrió el callejón, entre montañas de latas de pintura desechadas y sacos de escombros. La puerta que el taxista había indicado estaba entreabierta, y dentro se oía el sonido de una televisión. Llamó a la puerta.

—Aiwa, idchol, al-bab maftouh.

Una mujer dijo algo dentro, una mujer de edad avanzada, a juzgar por su voz. Ben Roi vaciló, pues no entendía qué había dicho.

—Idchol!

Siguió vacilando, pues suponía que le habían invitado a entrar, pero no estaba seguro. Tras una pausa, se oyó otra voz, esta vez masculina, más joven.

—La, la, istani hinnak, ya om. Ana rai'h.

Se oyó un leve siseo, como cuando una bicicleta rueda sobre un suelo de cemento, y la puerta se abrió. Un hombre joven (veintimuchos o treintaipocos, muy delgado, con tejanos y una camiseta roja del Manchester United) apareció sentado en una silla de ruedas ante él. Ben Roi vio por encima de su hombro una sala desnuda con suelo de baldosas, un par de imágenes enmarcadas en la pared (fotografías, citas del Corán) y, a través de una puerta del fondo, una diminuta cocina. La mujer se hallaba fuera de su vista, a la derecha.

—Mi-in hinakf
—preguntó la anciana.

—Esraeli
—contestó el joven, mirando a Ben Roi.

—Esraeli! Shu bidu?

—Ma-baarif
—contestó el joven—. ¿Qué quieres? —preguntó a Ben Roi.

El detective sacó su tarjeta de identificación y la mostró.

—Policía de Jerusalén. Busco a alguien llamado Mayi.

Los ojos del hombre se entornaron con suspicacia.

—Yo soy Mayi.

—Mayi al-Sufi, primo de Hani Hani-Yamal.

—Shu biduf
—preguntó de nuevo la mujer, preocupada, insistente.

El joven agitó una mano con impaciencia para indicarle que se callara.

—Sí, soy yo.

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